Eric Frattini - El Laberinto de Agua
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- Название:El Laberinto de Agua
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– ¿Y cómo has podido averiguar eso?
– Muy sencillo. Examinando el informe policial del accidente, me fijé en las fotografías tomadas por los agentes del Departamento del Sheriff de Pitkin y del Departamento de Policía de Aspen. Me llamó la atención una fotografía de los objetos que llevaban consigo vuestros padres cuando sufrieron el accidente. En una de esas imágenes -dijo Sampson, depositando sobre la mesa la ampliación realizada en Aspen- aparecía un pequeño objeto que me llamó la atención. Hice esta ampliación y descubrí que lo que a mí me parecía un pañuelo arrugado era en realidad una figura de tela. Un octógono.
– ¿Quieres decir que los padres de Assal y Afdera fueron asesinados hace veinte años por el mismo grupo de asesinos que está matando a todos los que tienen contacto con el libro de Judas? -preguntó Max.
– Efectivamente. Soy abogado y a las pruebas me remito.
– ¿Los tipos que intentaron matarte en Aspen llevaban un octógono de tela?
En ese momento, Sampson introdujo una mano en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un octógono de tela.
– Lo llevaba el tipo que me rompió los dedos. Lo mató el sheriff Garrison de un disparo en la frente. Mientras esperaba a ser evacuado por el helicóptero de rescate, tuve tiempo de revisar los bolsillos de ese tipo y, en uno de ellos, descubrí este octógono. Está claro que o bien ese hombre era muy joven cuando cometió el asesinato de vuestros padres o, sencillamente, él y el que cayó al vacío son herederos del grupo de asesinos que actuaban en los años sesenta. Piénsalo. Los tipos que me atacaron no tendrían más de cuarenta años o, como mucho, cuarenta y cinco. La muerte de vuestros padres sucedió hace unos diecinueve años. Eso significaría que estos individuos tendrían entonces unos veintiuno o veintitrés años. No tiene mucha lógica. Me inclino más por la teoría de un grupo de asesinos que ha ido sobreviviendo al paso de los años con nuevos reclutas, por llamarlos de alguna forma.
– ¿Y quién crees que puede dirigir ese grupo de asesinos, como tú los llamas? -preguntó Max.
– ¿Una fundación? ¿Un grupo defensor del libro de Judas? ¿Un grupo que no desea que se conozcan sus palabras? ¿ La Iglesia católica? ¿El Vaticano? ¿ La Guardia Suiza? Se pueden barajar muchas posibilidades.
– La abuela sabía que nuestros padres habían sido asesinados -dijo Afdera-. Alguien la amenazó con matarnos a nosotras si ella intentaba restaurar y traducir el libro de Judas y por eso lo escondió en el banco de Hicksville.
– Lo que sí queda claro ahora es que ya sabéis por qué vuestra abuela escondió el libro de Judas durante tantos años en la caja de seguridad del banco. Lo más seguro es que fuera para protegeros de esos tipos del octógono -sentenció Max.
– Ahora, la siguiente pregunta que debemos hacernos -intervino el abogado- es si debéis continuar en la búsqueda del secreto de ese Eliezer o si, por el contrario, deberíais abandonar la investigación por vuestra propia seguridad. Ya ha muerto mucha gente inocente a manos de esos tipos del octógono. Vuestros padres, Boutros Reyko, Abdel Gabriel Sayed, Liliana Ransom, Werner Hoffman y Sabine Hubert.
– Y no olvides a los que se han salvado, como Rezek Badani y tú mismo -señaló Max.
– Sí, así es. Ahora la decisión de continuar está sólo en manos de Afdera y Assal.
– No quisiera poneros en peligro de nuevo a ninguno de vosotros -dijo Afdera-, pero está claro que no voy a permitir que unos tipos con un octógono de tela me impidan llegar hasta el final. Se lo debemos a nuestros padres.
– ¿Por qué dices que se lo debemos a nuestros padres? -preguntó Assal-. Tú no tienes intención de descubrir a los asesinos o a quien los mandó. Sólo deseas descubrir quién era ese Eliezer y nada más.
– ¿Y crees, hermanita, que una cosa no va unida a la otra? ¿Crees que no quiero descubrir a esos hijos de puta o a quien los lidera? ¿Y que no me gustaría meter entre rejas a esos tipos que mataron a papá y mamá? Si piensas eso, es que no me conoces. Te aseguro, Assal, que si pudiera, los mataría yo misma con mis propias manos. Y no me temblaría el pulso.
– Bueno, ahora lo menos recomendable es que discutáis entre vosotras -dijo Sampson-. Creo que debéis decidir si vais a continuar con vuestra investigación hasta el final o si la abandonáis en este punto, ahora mismo.
– Mi voto, que es un cincuenta por ciento, es a favor de continuar, ahora que estamos más cerca -sentenció Afdera mirando a su hermana, que sujetaba de la mano a Sampson.
– Si tu voto es a favor, el mío también lo es, pero sólo por nuestros padres. Tú estás más interesada en un descubrimiento científico y yo estoy más a favor de la venganza, aunque suene mal.
– Las dos opciones son comprensibles. Pero, cuidado, porque un acto de justicia permite cerrar un capítulo, pero un acto de venganza escribe otro nuevo.
– ¡Ya está Max con su filosofía! -saltó Afdera-. Y tú recuerda que sólo se tarda un instante en cometer un error y que se necesita una vida entera para olvidarlo. Te aseguro, querido Max, que no voy a cometer el error de olvidar lo que unos tipos hicieron a mis padres, y está visto que mi hermana Assal tampoco.
– Touch é , querida Afdera.
– ¿Vas a quedarte en Venecia?-preguntó Assal a Max.
– Debo resolver unos asuntos familiares en Ginebra y después tengo que viajar a Estados Unidos para una conferencia. Luego regresaré a Venecia para ayudar a tu hermana a encontrar esa carta de Eliezer.
– Te echaremos de menos, ¿verdad, Afdera?
Ciudad del Vaticano
La Sinfon í a N ° 7 de Beethoven inundaba todos los rincones de los despachos anexos a la Secretaría de Estado de la Santa Sede. Aquella mañana, el cardenal August Lienart estaba de buen humor. Mientras revisaba y corregía discursos por un lado, revisaba y tachaba textos por el otro. Nada quedaba sin el visto bueno del cardenal secretario de Estado y más aún cuando el Papa todavía se encontraba convaleciente por las heridas sufridas en el atentado.
Monseñor Mahoney golpeó la puerta con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. La música de Beethoven amortiguaba los golpes al otro lado. En ese momento, la puerta se abrió, dando paso a un ayudante de protocolo de la Secretaría cargado con documentos y notas de la visita del líder británico.
– Buenos días, monseñor, pase usted -le invitó el ayudante.
El despacho rebosaba actividad. Sor Ernestina llevaba una bandeja de plata con tazas de café y un plato con porciones de panettone que iba ofreciendo a los altos miembros de la curia que rodeaban a Lienart.
Allí reunidos se encontraban el cardenal Dionisio Barberini, prefecto de la Casa Pontificia; el cardenal Camilo Cigi, vicario de Roma; el cardenal Gregorio Inzerillo, prefecto de la Congregación de Obispos; el cardenal William Guevara, camarlengo de la Cámara Apostó lica y «Papa en funciones» en caso de fallecimiento del Santo Padre; el cardenal Belisario Dandi, prefecto de la Entidad, los servicios de inteligencia vaticanos; Giovanni Biletti, jefe de la Gendarmería Vati cana, y el coronel Helmut Hessler, comandante en jefe de la Guardia Suiza. Los siete hombres estaban sentados alrededor de una gran mesa presidida por el cardenal Lienart.
Al ver entrar en el despacho a su secretario, Lienart pidió a los presentes que le dejaran unos minutos a solas con monseñor Mahoney.
– ¿Es urgente lo que quiere comunicarme?
– Sí, eminencia, lo es.
– Dejemos la reunión durante unos minutos si no les importa, por favor.
Los siete hombres se levantaron, besando algunos de ellos el anillo del dragón alado que Lienart portaba en su dedo. Cuando los dos hombres se quedaron a solas en el despacho, Mahoney dio comienzo a su informe.
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