Eric Frattini - El Laberinto de Agua

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Experto en los servicios secretos vaticanos, Frattini se ha inspirado para su segunda novela en uno de los personajes más controvertidos y desconocidos del cristianismo, Judas, el apóstol traidor. ¿Qué pasaría si su historia no fue como nos la han contado? Los cimientos de la Iglesia se tambalearían, y eso es lo que quiere impedir a toda costa el malvado cardenal Lienart.

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– ¿Tienes hermanos? -preguntó Afdera, llamando la atención del camarero para pedir un tercer martini.

– Sí. Tengo dos hermanas que viven en Alemania con muchos hijos a su alrededor.

– Déjame preguntarte, ¿por qué no me dijiste antes que eras sacerdote? Lo hubiera entendido.

– Alguna extraña razón me lo impidió. Tal vez tenía miedo de perderte…

– No se pierde lo que no se tiene -replicó Afdera.

– Lo sé, pero tenía miedo de no volverte a ver. Me gusta estar contigo, hablar contigo. No quería dejar de verte. Sé que es bastante egoísta por mi parte. ¿Quieres que me aparte de tu vida? -preguntó Max de repente.

– Tendré que pensarlo. He de ir de nuevo a Berna para atar los últimos cabos del libro. Después, si quieres, o cuando vuelvas a aparecer en mi vida, podremos discutirlo con más tranquilidad. Por ahora prefiero mantener la mente fría con respecto a ti.

– ¿Cuándo regresas a Venecia?

– No lo sé. Primero tengo que ir a Berna. -¿Quieres que pidamos la cena? -Sí, padre Max.

– No seas mala -dijo guiñándole un ojo-. Adelante, pidamos la cena.

***

Berna

La mañana amaneció fría, casi invernal. Un viento gélido recorría las calles de la ciudad. Sampson Hamilton, el abogado de la familia Brooks, había viajado hasta la ciudad suiza para llevar a cabo la operación de transferencia de propiedad del evangelio de Judas a la Fun dación Helsing. La reunión con Renard Aguilar estaba prevista para las diez de la mañana y Hamilton era escrupulosamente puntual.

El Mercedes alcanzó el primer control de seguridad de la fundación por la avenida Schweizerhausweg. Al detenerse, el chófer abrió la ventanilla y entregó un documento al vigilante armado ante la atenta mirada de un segundo vigilante que sujetaba fuertemente por una correa a un pastor alemán con aspecto poco amistoso.

Uno de los guardias conectó un mando a distancia y la puerta comenzó a abrirse dando paso a un espeso y frondoso bosque cortado por una carretera de gravilla blanca.

El vehículo penetró en el bosque hasta alcanzar un claro más allá de una colina que escondía del campo de visión de curiosos un edificio blanco acristalado. «Esto parece la CIA», pensó Sampson.

En la recepción, un gran sello con el símbolo de la Fundación Hel sing coronaba la entrada.

– ¿Es usted el señor Hamilton?

– Sí, soy yo.

– Sígame, por favor. Le están esperando en la sala de juntas.

Mientras seguía a la joven recepcionista, Hamilton pudo observar las obras de arte que se exhibían colgadas de las paredes. Relieves griegos, fragmentos de lápidas funerarias etruscas y esculturas romanas se mezclaban con cuadros de Roy Lichtenstein, Mark Rothko o Tiziano. Al final del pasillo, una gran puerta se abrió ante Sampson Hamilton. Esperaba encontrarse con decenas de abogados bien vestidos dispuestos a negociar las condiciones de venta impuestas por Afdera y Assal. Pero la única persona que había era Renard Aguilar, el director de la fundación.

– Buenos días. Creí que iba a haber aquí un buen número de abogados suizos dispuestos a negociar cualquier punto del acuerdo -dijo Sampson.

– ¡Oh, no! En la Fundación Helsing solemos evitar cualquier contacto con los abogados. Espero que no le moleste.

– No se preocupe, a mí tampoco me gustan los abogados, a pesar de pertenecer a su gremio -respondió Sampson con una falsa sonrisa-. Pasemos al asunto que nos ocupa. Le traigo tres copias del contrato que hemos dispuesto para la transferencia del evangelio de Judas a su mecenas a través de la Fundación Helsing, que actuará como intermediaria de la operación

– Me gustaría leerlo tranquilamente, si no le parece mal.

– En absoluto. ¿Podrá hacerlo en una hora?

– Perfecto, así lo haré. Mi secretaria le acompañará hasta una sala en donde podrá esperar. Si desea algo, no dude en pedírselo a ella -dijo Aguilar.

Justo sesenta minutos más tarde, la secretaria apareció en el salón en donde Hamilton leía los periódicos del día.

– ¿Señor Hamilton? ¿Puede usted acompañarme?

– Por supuesto.

De nuevo en la gran sala de juntas, Aguilar se dirigió al abogado de Afdera Brooks.

– He leído el documento con suma atención. Estoy de acuerdo con todos los puntos expuestos y así se lo haré saber al comprador. Una vez que estemos todas las partes de acuerdo, yo firmaré en nombre del comprador y usted en nombre del vendedor. A continuación, informaré al comprador que ya es formal y oficialmente el propietario del libro, dando orden automática de depositar en la cuenta en Suiza que usted reseña en el documento la cantidad de ocho millones de dólares. Una copia del material utilizado para su restauración será depositada en los archivos de la Fundación Helsing y una segunda copia será enviada a la señorita Afdera Brooks en Venecia. Ni la Fundación Helsing ni la señorita Brooks podrán hacer uso de este material sin permiso expreso del nuevo propietario del libro. Este acuerdo quedará bajo la jurisdicción de los tribunales de Suiza, Estados Unidos y Gran Bretaña.

– Perfecto. Si ha quedado todo claro, firmemos -propuso Sampson Hamilton.

Los dos hombres extrajeron de sus bolsillos sendas plumas Montblanc y rubricaron la veintena de páginas que conformaban el acuerdo.

– Brindemos por el buen fin de nuestro acuerdo -propuso Aguilar, descorchando ruidosamente una botella del mejor champán francés.

– Lo siento, no bebo. Sólo espero que tanto su misterioso comprador como usted y su fundación cumplan con su palabra. Le aseguro que no deseará encontrarse conmigo ante un tribunal.

– No se ponga así, amigo Hamilton. El comprador cumplirá con lo estipulado. Y ahora, ¿qué tiene previsto hacer? ¿Quiere cenar conmigo esta noche? -preguntó Aguilar.

– Lo siento, mañana debo viajar temprano a Estados Unidos, a Colorado exactamente, a arreglar varios asuntos de mi clienta.

– Es una zona maravillosa, sobre todo si tiene usted tiempo de practicar el esquí.

– Es un viaje de trabajo. No creo que tenga mucho tiempo. De cualquier forma, muchas gracias por el consejo. Intentaré hacerle caso -dijo el abogado, poniéndose en pie para despedirse del director. Antes de salir de la sala, Hamilton se giró hacia Aguilar y añadió-: Por cierto, mi clienta, la señorita Brooks, tiene previsto venir a Berna para despedirse personalmente del equipo que ha llevado a cabo la restauración del libro. ¿Cuándo cree que dejarán Suiza?

– Su dienta tiene al menos una semana para despedirse de ellos antes de que regresen a sus países.

– De acuerdo, dígales que se reunirá con ellos esta misma semana.

Ya en la soledad de su despacho, Aguilar pidió a su secretaria que no le pasase ninguna llamada ni le molestase. Tras meterse en la boca un caramelo de menta, marcó los prefijos de Hong Kong.

– ¿Dígame?

– Buenas tardes, deseo hablar con el señor Delmer Wu.

– ¿Quién pregunta por él?

– Soy Renard Aguilar, de la Fundación Helsing. Dígale al señor Wu que tengo su pedido. Él lo entenderá.

Dicho esto, colgó el aparato.

Le quedaba todavía la llamada más difícil de hacer. Debía informar sobre el libro de Judas a monseñor Mahoney, el secretario del poderoso cardenal Lienart.

– Secretaría de Estado Vaticana, dígame.

– Por favor, deseo hablar con monseñor Mahoney, secretario de su eminencia el cardenal Lienart. Es urgente. Dígale que le llaman desde Berna, de la Fundación Helsing.

– De acuerdo, espere un momento -dijo el diplomático de guardia.

Una música con coros de voces angelicales inundó la línea. De repente se interrumpió.

– ¿Señor? Un momento. Le paso con monseñor Mahoney.

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