– Puede ser -intervino Sabine-. Puede ser incluso que el libro de Alógenes sea una especie de anexo del de Judas y que en él tenga un papel destacado ese Eliezer del que tanto habla el códice en varias partes.
– ¿No habéis podido averiguar más de Eliezer?
– No. Quizá, como ya te dijo Burt en su momento, pudiese ser un seguidor o un escriba a las órdenes de Judas.
– ¿Pudo Irineo de Lyon conocer algo de ese Eliezer para condenar el libro?
– Puede ser, pero es sólo una conjetura -afirmó Herman-. Aunque el original de Contra las herej í as fuese escrito por Irineo en el año 180 en griego, sólo conocemos su traducción al latín escrita en el siglo IV. Irineo, en uno de los apéndices, habla de los gnósticos y otros creyentes, llamados ofitas, los hombres de la serpiente. Irineo sostiene que Judas el traidor conocía con precisión estas cosas, siendo el único de los apóstoles en poseer esta gnosis. Por eso obró el misterio de la traición, por lo cual fueron disueltas todas las realidades terrenas y celestiales. En una de las páginas del libro de Alógenes aparecen varias referencias a uno de los apóstoles que reverenció al maestro y lo protegió, y a otro de los apóstoles que lo reverenció pero luego lo traicionó, pero no especifica que fuese Judas. Curiosamente, este texto aparece reseñado en un extracto del libro de Alógenes, cuyo autor pudo ser ese Eliezer.
– ¿Podría tener una copia de la traducción?
– Sí, puede que en un mes o dos tengamos ya una copia casi definitiva -intervino Sabine-. Pero para ello no es necesario que el equipo permanezca más tiempo en Berna. John ha terminado su trabajo y regresa a Ottawa. Burt y Efraim permanecerán en contacto entre ellos y darán los últimos retoques al libro.
– ¿Cuándo os marcháis?
– Yo me marcho mañana mismo -respondió Burt.
– Yo regreso a Israel mañana a primera hora, en un vuelo desde Ginebra -afirmó Efraim.
– A mí me gustaría quedarme unos días para visitar Suiza, pero debo regresar a Canadá para comenzar otro trabajo. Creo que hay unos antropólogos que desean saber la datación de unos huesos encontrados en un yacimiento en Wichita.
– Os deseo la mejor suerte del mundo y quiera, ante todo, daros las gracias en mi nombre, en el de mi hermana Assal y en el de mi abuela por la labor que habéis realizado con el libro. Si necesitáis cualquier cosa o disfrutar de unas buenas vacaciones en mi casa de Venecia, no dudéis en llamarme.
Mientras se levantaba de la mesa para dirigirse a la puerta, Sabine Hubert se acercó a Afdera.
– ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Berna?
– Aún no lo sé, antes quiero hablar con el inspector Grüber.
– ¿Sobre la muerte de Werner?
– Sí. Quiero hacerle partícipe de varias muertes parecidas a la de Werner. Hay demasiadas coincidencias en su muerte con la de un comerciante de El Cairo, un excavador de Maghagha y una experta en arte de Alejandría. Me gustaría informar a Grüber de todo esto. Después iré a Ginebra para ver si consigo hablar con un tipo bastante misterioso que conocía a mi abuela.
– ¿Cómo se llama?
– Vasilis Kalamatiano. Le llaman el Griego.
– Oh, sí, he oído hablar de él, pero no le conozco personalmente. Se cuentan muchas leyendas sobre él.
– ¿Qué leyendas has oído?
La conversación quedó interrumpida por la llegada de la secretaria de Aguilar.
– Señorita Brooks, el señor Aguilar la está esperando.
– Ahora mismo voy a reunirme con él, muchas gracias.
– Ven a cenar esta noche a mi casa. Allí hablaremos sin intromisiones. Ésta es mi dirección. Te espero sobre las ocho y media -dijo la restauradora, entregando a Afdera un pequeño papel.
– De acuerdo, nos vemos esta noche.
La secretaria la acompañó hasta el despacho de Aguilar. Al verla entrar, el director se levantó rápidamente y se dirigió hacia ella.
– Por favor, querida Afdera, pase, pase, y siéntese aquí. Tengo entendido que se ha despedido ya de nuestros amigos Fessner, Herman y Shemel, ¿no es así?
– Sí, así es.
– Quería preguntarle cuándo desea que le enviemos la copia del informe de restauración y traducción de su libro.
– Pretendía llevarme una copia ahora conmigo -dijo Afdera.
– No sé si podremos prepararle un informe cerrado sobre las etapas de la restauración del libro, pero si me deja una dirección puedo hacérselo llegar sin ningún problema. Espero que esta misma tarde o mañana a primera hora, la señora Hubert me entregue su informe final. Haré que un equipo de nuestra fundación recopile todas las imágenes, informes y análisis y se los hagan llegar cuanto antes.
– Ya sabe que ésa es una de las condiciones que hemos impuesto mi hermana y yo.
– Lo sé, no se preocupe por nada. Tal vez cuando llegue usted a su casa de Venecia el informe la estará esperando. Esta misma tarde le diré al comprador que usted ya ha traspasado el libro a la fundación y que debe depositar los ocho millones de dólares en la cuenta convenida. Ahora que hemos arreglado este punto, sólo me queda desearle toda la suerte del mundo -dijo Aguilar levantándose para tenderle la mano a Afdera-. Ha dejado usted el libro de Judas en muy buenas manos.
A Afdera aún le quedaba hablar con Sabine esa misma noche. «¿Qué querrá decirme? ¿Por qué estaría tan misteriosa? ¿Por qué querrá verme en su casa? ¿Es que acaso no quiere que Shemel, o Herman, o Fessner oigan lo que tiene que decirme?», pensó.
Tras abandonar la sede de la Fundación Helsing, decidió llamar al inspector Grüber.
– Deseo hablar con el inspector Grüber, de la División Criminal -pidió la joven.
– Un momento. Le paso con la Criminal -dijo el agente al otro lado de la línea.
– ¿Dígame? Aquí el inspector Grüber.
– Inspector, soy Afdera Brooks. ¿Recuerda que le llamé para hablar sobre la muerte de Werner Hoffman?
– Oh, sí, lo recuerdo. ¿Dónde está?
– Estoy en Berna.
– ¿Quiere pasarse por la comisaría?
– Sí, me gustaría. Necesito hablar con usted. Tengo información sobre ese octógono de tela y quiero saber si encontró algo similar en el cuerpo de Hoffman.
– Bien, señorita Brooks. La espero aquí.
Al entrar en la comisaría, Afdera se dirigió hasta un pequeño mostrador en donde se encontraba un agente vestido con el uniforme azul y los distintivos rojos de la policía de Berna.
– ¿Qué desea?
– Querría hablar con el inspector Hans Grüber, de la División Cri minal. Me está esperando. Soy Afdera Brooks.
– Espere un momento. Le llamaré.
Unos minutos después, un hombre algo obeso, de mirada inteligente, se dirigió hacia ella.
– ¿Señorita Brooks? Soy Hans Grüber. Acompáñeme a una sala de interrogatorios. Allí no nos molestará nadie -dijo.
La sala era como la de tantas comisarías de policía. Una mesa atornillada al suelo y dos sillas, una frente a otra. En un lado había un gran espejo. Afdera supuso que era para poder controlar los interrogatorios de sospechosos desde el otro lado.
Grüber llevaba en su mano una gruesa carpeta. Afdera vio el nombre de «Hoffman, Werner» escrito en ella.
– ¿Quiere un café? Yo voy a tomar uno.
– No, muchas gracias. Tan sólo agua.
Tras unos minutos, mientras esperaban a que un agente les llevase el café y el agua, Grüber y Afdera hablaron de Berna. La joven le contó la estrecha relación de su abuela Crescentia con la ciudad.
– Le gustaba mucho el orden de esta ciudad -dijo.
– Todo en Suiza es orden y armonía, pero el problema es que a veces suceden hechos extraños que cuesta entender, como la muerte de Hoffman -afirmó Grüber, colocando la palma de su mano sobre la carpeta.
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