– ¿Cree usted que debería poner escolta a John Fessner, Burt Herman, Efraim Shemel y Sabine Hubert? -propuso Afdera.
– Ya me gustaría, pero esto no es Estados Unidos. Aquí no tenemos agentes suficientes como para poder escoltar durante meses a cuatro personas.
– A cuatro científicos en peligro de muerte…
– Como quiera usted llamarlo. El hecho es que no tengo tantos agentes disponibles. Aunque no lo crea, necesitaría policías que hasta esta misma mañana estaban dirigiendo el tráfico en el centro de Berna y no quiero ponerlos en peligro si deben enfrentarse a esos asesinos del octógono. Estoy seguro de que esos tipos están más preparados para matar que cualquiera de mis agentes. Lo máximo que harían ellos ante uno de esos asesinos sería ponerle una multa de tráfico.
– ¿Qué cree que puede hacer? Herman, Shemel y Fessner regresan mañana a sus países, pero Sabine Hubert vive aquí.
– En ese caso estarán bajo vigilancia hasta que se vayan. Después informaremos a las autoridades de sus respectivos países para que oficialmente se ocupen ellos. El caso de Sabine Hubert es diferente, ya que ella es ciudadana suiza y reside aquí. Desde esta misma noche, tendrá una patrulla de la policía en la puerta de su casa. La protegeremos. No se preocupe.
– De acuerdo, inspector. Le agradezco mucho todo lo que está haciendo. Ahora debo irme. Si me necesita, estaré en mi casa de Venecia a partir de pasado mañana. Mañana viajaré a Ginebra, porque tengo una reunión allí. Sólo le pido que me tenga informada de todo y que cuide de Sabine y del resto del equipo.
– Yo le pido lo mismo a usted. Cualquier cosa que descubra, le ruego que la comparta conmigo. Usted no tiene a nadie que la ayude en este asunto, y por mi parte, dudo mucho que en mi entorno haya alguien que dé crédito a esta historia de asesinos que actúan por el mundo en el nombre de Dios por orden del Papa -dijo Grüber con una sonrisa sarcástica.
– Muy bien, le llamaré.
Mientras se dirigía en taxi hasta su hotel, Afdera sacó el diario de su abuela y escribió un «sí» al lado del nombre de Werner Hoffman. Con él eran ya cuatro las víctimas de ese misterioso grupo del octógono. En ese momento miró su reloj. Aún le quedaban algunas llamadas por hacer antes de su cita para cenar con Sabine. Necesitaba hablar con su hermana Assal.
– Rosa, soy Afdera. Tengo que hablar con mi hermana. Es urgente.
– De acuerdo, señorita Afdera, ahora mismo la llamo.
Tras unos segundos de espera, Afdera escuchó los pasos de su hermana Assal corriendo en dirección al teléfono.
– Hola, hermanita, ¿cómo estás? -la saludó Assal.
– Muy bien. Necesito tu ayuda.
– Perfecto. Dime lo que quieres.
– Cuando la abuela te pidió que catalogaras las piezas de la Ca' d'Oro, tuviste que investigar en los archivos de Venecia, ¿no?
– Sí, me hice toda una experta. ¿Qué necesitas?
– ¿Te ha dicho algo Sampson sobre el asunto en el que estoy metida?
– Ya sabes que Sampson es de pocas palabras, y si encima es algo que tú le has encargado, todo se rodea de misterio y no me comenta absolutamente nada. Todavía no me ha llamado para decirme dónde anda metido. Lo único que sé es que le enviaste a Londres para arreglar unos papeles, claro que yo no me lo creo. Espero que cuando nos casemos te busques otro abogado, hermanita. Lo quiero sólo para mí.
– Te lo prometo.
– Bueno, ahora dime, ¿qué quieres?
– ¿Conoces algún vestigio del paso de tropas o soldados varegos por Venecia?
– ¿Los escandinavos?
– Sí, eso es. Necesito que busques en el Archivo de Estado de la Serenísima o en la Biblioteca Marciana del Palacio de los Dogos algún indicio del paso de tropas varegas por Venecia. Es muy importante.
– ¿Tienes alguna pista en particular?
– Al parecer, después de la séptima cruzada, Luis de Francia, acompañado de varios caballeros, se retiró de Egipto llevando consigo nuestro libro de Judas y un documento firmado por un tal Eliezer. El rey dividió a sus caballeros. Unos se dirigieron al sur de Egipto con el libro, mientras que otros continuaron con el documento de Eliezer hacia San Juan de Acre. Después se pierde la pista. Según parece, dos de los caballeros, que eran hermanos, se separaron. Uno se quedó en Acre mientras el otro, posiblemente con el documento de Eliezer, se dirigió hacia una ciudad que denominan el Laberinto de Agua, la Ciu dad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes…
– ¿Y qué tienen que ver los varegos con esta historia y con Venecia?
– Parece ser que ese caballero iba fuertemente escoltado por unidades varegas a su paso por Antioquía y el Pireo y posiblemente con alguno de ellos llegó hasta Venecia, si es que ese Laberinto de Agua es realmente Venecia.
– ¿Es segura esta información?
– He hablado con Leonardo Colaiani…
– ¿El medievalista?
– Sí, ¿lo conoces?
– Sólo de nombre. Algunos de sus libros me ayudaron a catalogar ciertas piezas de la Ca' d'Oro, como los bustos de la Masacre de los Inocentes. Es uno de los grandes especialistas en la Edad Media. ¿Lo conoces tú?
– Sí, estuve con él.
– Me han dicho que es muy atractivo.
– Sí que lo es, pero también es una serpiente que puede morderte en cualquier momento -aclaró Afdera.
– ¿Y qué pinta Colaiani en todo esto?
– Te lo explicaré. Colaiani y un tipo llamado Charles Eolande trabajaron para un griego, Vasilis Kalamatiano. Estuvieron durante años siguiendo el rastro del libro de Judas e intentando localizar el documento de Eliezer, el supuesto ayudante o escriba de Judas. Consiguieron trazar la ruta de los caballeros y los varegos desde Damietta a Acre, de Acre a Antioquía y de Antioquía al Pireo, y allí perdieron la pista histórica. Con el paso del tiempo, Kalamatiano se puso nervioso a causa de los escasos progresos en la investigación y los despidió a los dos. Allí acabó toda la aventura para intentar localizar el rastro de los cruzados. Colaiani me habló de los varegos que acompañaban a uno de los caballeros del rey Luis de Francia y, tal vez, si pasaron por Venecia, dejasen algún rastro. Por eso necesito que te sumerjas en los archivos de Venecia y busques si hay algo semejante. Es muy importante.
– ¿Qué pasa si encuentro algo?
– Me lo dices sólo a mí y a nadie más. Nadie debe saber lo que estás buscando. ¿Me has entendido?
– Sí, hermanita. Sólo debo decírtelo a ti y a nadie más. Por cierto, ¿cuándo vuelves a Venecia?
– Estoy en Berna y mañana tengo una reunión importante en Ginebra. Volveré a Venecia pasado mañana. Te dejo, tengo que arreglarme. Esta noche voy a cenar a casa de Sabine Hubert, la restauradora del libro.
– ¿Sabes cuándo regresa Sampson de Londres?
– ¿Por qué debería saberlo?
– Porque sólo realiza viajes misteriosos después de hablar contigo.
– Pues no lo sé, pero se lo puedes preguntar a él. Tenía que ir a Londres a revisar unos papeles de la abuela y después irá a Venecia. Estoy segura de que volverá en pocos días junto a ti. Ahora, hermanita, tengo que colgar. Te quiero mucho.
– Yo también a ti. Cuídate mucho -le advirtió Assal.
– Tú también, y acuérdate de que no debes decirle a nadie lo que estás buscando.
A pocos kilómetros de allí y a esa misma hora, un desconocido, disfrazado de técnico de la compañía telefónica y con una pequeña maleta negra de herramientas, entraba en el edificio de una céntrica calle de Berna. Sin hacer el menor ruido, subió las escaleras hasta la segunda planta. Cuando el único sonido que podía oírse era el de su respiración, se dispuso a sacar de su bolsillo una ganzúa que introdujo en la cerradura del piso C.
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