Eric Frattini - El Laberinto de Agua

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El Laberinto de Agua: краткое содержание, описание и аннотация

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Experto en los servicios secretos vaticanos, Frattini se ha inspirado para su segunda novela en uno de los personajes más controvertidos y desconocidos del cristianismo, Judas, el apóstol traidor. ¿Qué pasaría si su historia no fue como nos la han contado? Los cimientos de la Iglesia se tambalearían, y eso es lo que quiere impedir a toda costa el malvado cardenal Lienart.

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– ¿Tenía alguna característica esa tela? Quizá se tratase de un trozo de tela de la mordaza que se quedó en sus bocas cuando fueron asesinados.

– Lo dudo mucho. Los trozos de tela representaban un octógono con una frase escrita en su interior, referida al tormento en el nombre de Dios o algo parecido. El octógono que se sacó de la boca de Boutros Reyko era exacto al extraído de la boca del religioso.

– El. asesinato de Reyko se produciría después de que él le traspasase o le vendiese a usted el libro, me imagino.

– Sí. Justo una semana después de que el libro cayese en mis manos. Yo lo tuve poco tiempo. Enseguida se lo entregué a Liliana Ransom, que en paz descanse, y yo tan sólo recibí mi dinero cuando Ransom se lo vendió a su abuela -precisó Rezek Badani.

– Perdone -lo interrumpió Afdera, intentando asimilar las palabras que le acababa de decir Badani-, ¿ha dicho Liliana Ransom, que en paz descanse?

– Sí. Está muerta -respondió el egipcio-. ¿No lo sabe? Su amante, un jovencito que le hacía ciertos trabajitos como chófer, mayordomo y semental decidió estrangularla una noche. La policía dice que el tipo la violó, sodomizándola con un obelisco de esos que se utilizan en decoración.

– Hace menos de una semana que estuve con ella en su casa de Alejandría. Conocí a Hamid y parecía muy enamorado de ella y no me lo imagino matándola o estrangulándola para violarla. No le hacía ninguna falta. Liliana se entregaba a él con sumo gusto y placer.

– ¿Sabe una cosa, señorita Brooks? Lo más curioso de todo es que sobre su cadáver atado, la policía de Alejandría encontró un octógono de tela, pero como estamos en Egipto, nadie se preocupa por investigar. Ya tienen un culpable y eso es suficiente para ellos. A ese tipo lo meterán en una celda, tirarán la llave o sencillamente aparecerá muerto en la cárcel o colgado de una viga. Aquí la justicia es ciega, pero si el cadáver es occidental, eso es otra cosa. A nuestro gobierno no le interesa que esa noticia salga a la luz porque podría asustar al turismo. La veo algo consternada…

– Sí, lo estoy. Si sobre Liliana apareció un octógono de tela, igual que los que encontraron en la boca de su amigo Boutros y en la del padre copto, lo más seguro es que las tres muertes estén relacionadas. Necesito que me cuente todo lo que recuerde del libro -pidió Afdera al comerciante.

– Lo mejor es que sigamos esta conversación en mi casa. Venga esta noche. Ésta es mi dirección. Podremos hablar sin temor a que alguien pueda vigilarnos o escucharnos.

Nada más decir esto, Badani se levantó de la mesita a la que habían estado sentados y salió del local mirando en todas direcciones, como si estuviera asustado.

Afdera intentó ordenar sus ideas, así como las palabras pronunciadas por Badani. En su mano derecha sujetaba el papel húmedo de sudor con la dirección del comerciante. Necesitaba hablar con alguien, pero ¿con quién? No podía llamar a su hermana Assal, tampoco a su abogado, Sampson Hamilton. Decidida, sacó el pequeño posavasos del bar del Hotel Bellevue Palace de Berna. Le dio la vuelta y miró el número de teléfono que Max Kronauer le había apuntado el día que estuvieron juntos antes de su encuentro en Venecia.

La joven salió del café y se dirigió hacia un locutorio cercano. Afdera esperó hasta que una de las cabinas quedó vacía.

– Es su turno -le dijo el encargado-, pero debe darme el número para marcarlo desde aquí. Le pasaré la llamada a la cabina seis.

El calor era sofocante, así que trabó la puerta con el pie para permitir que entrase algo de aire en el interior. Tras unos minutos en la cabina pudo oír el tono de marcado y cómo alguien levantaba el auricular.

– ¿Max? -preguntó Afdera rápidamente, pero sus deseos se vinieron abajo cuando la joven oyó con más atención: «Éste es el contestador automático de Maximilian Kronauer. Deje, por favor, su mensaje y número de teléfono. Le llamaré cuanto antes», y a continuación sonó un molesto pitido-. Max, soy Afdera. Sólo quería hablar contigo. Estoy en El Cairo y seguramente regrese a Europa mañana o pasado mañana. Tengo que ir a Berna de nuevo. Espero poder verte allí. Me gustaría mucho. Estaré alojada en el Bellevue Palace. Adiós. Espero verte pronto.

Algo triste, colgó el auricular, pagó al encargado del locutorio y salió a la calle, en donde volvió a perderse en el bullicio del Jan el-Jalili.

La tarde estaba ya cayendo sobre El Cairo, dejando una tenue luz a la puesta del sol. Crescentia Brooks aseguraba que se debía al telón casi invisible que se formaba en la capital egipcia por el polvo levantado en el desierto y que quedaba suspendido en el aire.

Tras realizar algunas compras, detuvo un taxi y entregó al chófer el papel con la dirección que le había dado Badani.

Sumergido entre el tráfico y los cruces, cuyos semáforos habían dejado de funcionar hacía décadas, el taxista se dirigió al elegante barrio de Heliópolis, en la zona noreste de la ciudad.

A Rezek Badani, originario de El-Minya, al igual que Abdel Gabriel Sayed, no le habían ido nada mal las cosas. Gracias a su habilidad negociadora, precios altos y mucha paciencia, había conseguido hacer una pequeña fortuna que le permitió acceder a la clase dirigente cairota. Se decía incluso que Badani estaba protegido por uno de los hijos del presidente Anuar el Sadat. Lo cierto es que, a pesar de sus orígenes humildes, había logrado casarse con la joven y bella hija de un comerciante copto de telas. Badani le llevaba casi quince años cuando contrajeron matrimonio. En poco tiempo, el comerciante la había llenado de hijos a los que cuidar.

En la calle Ramsis se levantaba un bloque de viviendas algo ruinoso, propiedad de Badani, en uno de cuyos pisos vivía junto a su numerosa familia.

Afdera tocó la campanilla de bronce junto a la puerta y esperó. Al otro lado podía oírse a varias personas corriendo de un lado a otro.

La puerta se abrió y ante Afdera apareció una atractiva jovencita de no más de veinte años, vestida con un uniforme de criada muy ceñido, mientras intentaba peinarse y arreglarse la ropa al mismo tiempo. Estaba claro que aquella joven era amante de Badani.

– El señor Badani la está esperando -anunció la criada.

El piso, de unos trescientos metros, no era nada ostentoso y tampoco elegante. El salón, aunque espacioso, estaba mal iluminado. Dos sofás con fundas de plástico, una mesa de cristal y varios ceniceros llenos de colillas de cigarrillos Cleopatra, la marca que fumaba Badani, y otra mesa baja eran el único mobiliario. Curiosamente, poca gente podría saber que en tres cajas fuertes repartidas por la casa se escondían valiosas joyas, reliquias arqueológicas, fragmentos de papiros y manuscritos, monedas antiguas de época romana y mucho dinero en efectivo: libras inglesas, dólares americanos, pesetas españolas y liras italianas.

La casa de Badani solía estar casi siempre llena de gente; en ocasiones, varios parientes suyos recalaban allí para tomar un café o un té con menta en la cocina. Sin embargo, esta vez el marchante estaba únicamente acompañado por la joven criada y una cocinera.

– El señor Badani me ha indicado que va a quedarse a cenar -dijo la criada.

– Perfecto, muchas gracias. Acepto la invitación.

Ella, al igual que su abuela antes, sabía que para los egipcios la comida era el paso previo a los negocios, y lo que la había llevado hasta allí bien podría calificarse como un negocio. Afdera se puso a leer el diario de su abuela mientras esperaba a Badani. En ese momento apareció ante ella el comerciante, despidiendo un fuerte aroma a perfume egipcio barato.

Rezek Badani se había puesto un traje marrón a rayas y unos zapatos de charol negros. La criada miraba con recelo a Afdera, tal vez porque pensaba que la joven podría convertirse en una rival, mientras colocaba en la mesa baja un mantel de hilo fino.

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