Afdera comenzó a registrar los bolsillos del hombre. Nada. Ninguna identificación, ninguna pista de su identidad.
Mientras revisaba los bolsillos interiores de la chaqueta, tocó una especie de pequeña tela con la punta de los dedos. Con sumo cuidado, la extrajo y la abrió sobre la palma de su mano. Era un octógono con una frase escrita en el centro: Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios.
Cuando Badani volvió a entrar en la cocina, el asesino comenzaba a recuperar la consciencia.
– Ayúdeme a sentarlo en una silla en el salón. Hay que vigilarlo hasta que llegue mi primo. Él se hará cargo de todo.
Entre los dos cogieron al padre Lauretta por debajo de los brazos y lo arrastraron hasta el salón.
– Tráigame un té, por favor. Necesito tranquilizarme para saber qué haré con este tipo -pidió Badani mientras le quitaba los zapatos y los calcetines.
Mientras Afdera se encontraba en la cocina, aún con rastros de sangre en el mobiliario y el suelo, pudo oír cómo el comerciante egipcio golpeaba varias veces al asesino del octógono en la planta de los pies con una especie de fusta para caballos.
– Habla, cerdo. ¿Quién te envía?
– Incertu exitu victoriae, indivisa manent, siendo incierto el resultado de la victoria, unidos permanecemos -repetía una vez tras otra mientras Badani volvía a golpearle en las plantas de los pies con la fusta-. Animus hominis est inmortalis, corpus mortale, el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal -pronunció el asesino.
La entrada de Afdera en el salón provocó una interrupción en e interrogatorio, pero cuando la joven se disponía a entregar la taza de té a Rezek Badani, el asesino se puso en pie y tras pronunciar la frase Etsi ¡ tomines falles deum tamen fallere non poteris, aunque engañes a los hombres, a Dios no podrás engañar, se lanzó contra el cristal de la ventana.
Rezek Badani y Afdera se asomaron y vieron el cuerpo del asesino del octógono cinco pisos más abajo, rodeado por un gran charco de sangre.
– Ahora ya no necesito a mi primo, sino a un enterrador -sentenció el marchante de antigüedades, observando el cadáver de aquel desdichado.
– Sí, estoy de acuerdo -murmuró Afdera.
– Vuelva a su hotel mientras yo espero a la policía. No se preocupe por nada, yo sé cómo encargarme de este asunto.
– Pero no puedo dejarle solo.
– Usted me ha salvado la vida. Si no llega a entrar, ese tipo me hubiera matado. Mis hijos, mi esposa, mi familia le deben mi vida, y yo le devuelvo el favor. Por favor, regrese a su hotel. Yo me ocuparé del cadáver. Si necesita cualquier cosa, no dude en llamarme. Estoy en deuda eterna con usted.
– Pero ¿qué va a hacer?
– No se preocupe. Como buen copto, tengo una numerosa familia aquí en El Cairo. Tengo decenas de primos que pueden acogerme en su casa. Ahora, váyase antes de que llegue la policía. Llámeme desde Europa para decirle si consigo organizarle un encuentro con Colaiani.
Antes de salir, con el diario de su abuela en la mano, Afdera besó en la mejilla a Badani, mientras éste le guiñaba un ojo.
***
Ciudad del Vaticano
– Eminencia, tengo que hablar con usted, es urgente -pidió monseñor Mahoney.
– ¿De qué se trata? -respondió el cardenal Lienart, intentando mirar el reloj que tenía en la mesa justo al lado del teléfono blanco, con línea directa con el Sumo Pontífice.
– He recibido una llamada de nuestro hermano, el padre Reyes…
El cardenal Lienart interrumpió la conversación bruscamente y ordenó a su secretario que se presentase ante él en su despacho del Palacio Apostólico.
– Eminencia, así lo haré -balbuceó el secretario.
Una hora después, el cardenal secretario de Estado August Lienart apareció en su despacho en pijama con una bata de seda roja. En el lado izquierdo podía verse bordado el dragón alado, símbolo de la familia Lienart.
– ¿Por qué hará siempre tanto frío en esta zona del Palacio Apostólico? -se quejó Lienart mientras se subía el cuello de la bata-. Dígame, monseñor Mahoney, ¿qué ha sucedido que es tan urgente?
– Fructum pro fructo.
– Silentium pro silentio.
– El padre Reyes ha llamado para informar desde Egipto. Hemos sufrido una baja.
– ¿Quién ha sido? ¿De quién se trata?
– Del padre Lauretta. Tenía la misión de acabar con un comerciante de antigüedades que había tenido contacto con el libro de Judas.
– ¿Cómo sabemos que el hermano Lauretta está muerto?
– El padre Reyes lo vio saltar desde una ventana de un quinto piso.
– ¿Y por qué no estaba el padre Reyes con el padre Lauretta? Ordené expresamente que los miembros más experimentados del Círculo debían cuidar de los nuevos miembros hasta que éstos pudiesen arreglárselas solos. ¿Qué es lo que ha fallado? Quiero saberlo de inmediato -ordenó Lienart con rostro serio mientras encendía un cigarro habano y observaba la plaza de San Pedro aún en penumbras.
– Al parecer, la misión era sencilla y por eso el padre Reyes dejó que el padre Lauretta asumiese la ejecución de ese copto infiel. El objetivo era un tipo obeso. Según parece, en el último momento intervino esa joven llamada Afdera Brooks. El padre Reyes pensó…
– Vaya, vaya con la jovencita. Tiene más agallas de lo que pensaba -dijo Lienart mientras hacía un gesto con la mano para interrumpir la explicación del padre Mahoney-. Déjeme decirle, fiel Mahoney, que los miembros del Círculo no deben pensar, sólo acatar órdenes en nombre de Su Santidad y en defensa de la fe. Yo sólo soy su mensajero y ustedes la mano ejecutora de Dios aquí en la tierra. El padre Reyes no debía haber pensado nada. Debía haber protegido al padre Lauretta. Roma locuta, causa finita, Roma ha hablado, caso terminado.
En ese momento el secretario del cardenal bajó la mirada en señal e respeto.
– ¿Cuáles son sus órdenes, eminencia?
– Ordene al padre Reyes que regrese a Venecia y que se recluya en el Casino degli Spiriti hasta nueva orden. Debe orar y hablar con Dios Nuestro Señor. Es hora de llamar al padre Alvarado. Se ocupará él solo de seguir el rastro de la joven Brooks. Los padres Pontius y Cordelius seguirán a esa joven a Berna.
– Pero ¿qué hacemos con ese copto? -preguntó Mahoney.
– Ahora estará en guardia. Debemos ser pacientes. Tendremos una nueva oportunidad. De duobus malis minus est semper eligendum, s iempre es mejor escoger el menor de dos males. Asegúrese de que no hay más fallos, monseñor Mahoney. De la misma forma que Dios premia, Dios castiga. No lo olvide nunca.
– No lo olvidaré, eminencia -aseguró el secretario aún cabizbajo.
– Ahora puede retirarse -ordenó mientras continuaba fumando su habano y observaba atentamente a un solitario barrendero que adecentaba la plaza de San Pedro. «Yo soy como ese barrendero. Mi misión es limpiar la porquería que interfiere en la verdadera fe. Soy como ese humilde hombre de ahí abajo, cuya labor es retirar y eliminar la basura que entorpece el verdadero mensaje de Dios», pensó Lienart, exhalando el espeso humo de su cigarro.
Berna
Señor director, tiene usted una llamada privada -anunció la recepcionista.
– ¿Quién es? -preguntó Aguilar, director de la Fundación Helsing.
– No lo sé, pero creo que es alguien desde el Vaticano.
Tres tonos después, Aguilar respondía el teléfono sentado en su mesa.
– ¿Cardenal Lienart?
– No. Soy monseñor Mahoney, secretario de su eminencia el cardenal secretario de Estado August Lienart.
– Dígame, ¿qué desea el Vaticano?
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