– Perdone, señor Badani, pero quería preguntarle.
La pregunta de Afdera quedó interrumpida por la mano alzada de Rezek Badani.
– Antes de hablar, cenemos. Después, si usted quiere, puede preguntarme lo que desee.
La criada y otra mujer, que posiblemente había estado en la cocina hasta ese momento, comenzaron a poner diversos platos sobre la mesa con melojia, una típica sopa egipcia de verduras con arroz, pichones con dátiles y pasta de garbanzos con aceite de oliva. Como postre, había varios tipos de dulces árabes.
– Pueden retirarse -indicó Badani a las mujeres.
Tras la cena, Afdera volvió al ataque.
– ¿Podemos hablar ahora?
– Tal vez no desee hablar de ese libro sin recibir algún dinero por la información. ¿De cuánto dinero dispone? -quiso saber Badani.
Afdera observó un tablero de trik-trak.
– ¿Sabe usted jugar al trik-trak? -preguntó.
– Soy el mejor jugador de El Cairo.
– Le propongo lo siguiente: juguemos; si le gano, responderá a todas mis preguntas. Sin omisiones.
– ¿Y si pierde?
– ¿Qué desearía recibir?, ¿dinero?
– Nada de eso. Si me desafía a jugar al trik-trak, subamos la apuesta.
– ¿Y qué propone? -preguntó Afdera.
– Si usted pierde, se quedará a dormir aquí conmigo.
– Olvídelo -dijo bruscamente Afdera haciendo ademán de levantarse para dirigirse hacia la puerta-. Se ha equivocado de persona. Lo último que se me pasaría por la cabeza sería acostarme con un tipo como usted.
– No me malinterprete. Sólo le estoy proponiendo que si pierde, dormirá usted aquí, completamente desnuda. Sólo me dejará observarla. No la tocaré, se lo prometo. Sólo deseo verla desnuda y poder oler su ropa.
– ¿Y si gano me dirá usted todo, absolutamente todo lo que sabe?
– Sí, lo haré -respondió Badani.
– Bien, acepto -contestó Afdera.
Una hora y media después, Rezek Badani veía cómo iba perdiendo una partida tras otra, casi ofendido porque le ganase una mujer y frustrado en su deseo de ver a aquella joven desnuda. Lo que el comerciante no sabía era que siendo niña, ella y su hermana Assal pasaban horas y horas escuchando ópera junto a su abuela y jugando al back-gammon durante los veranos en la Ca' d'Oro.
– Ahora es mi turno -dijo tras ganar la cuarta partida a Badani.
– Bien, soy todo suyo -respondió el comerciante humillado-. Estoy dispuesto a responder a sus preguntas.
– ¿Quién le dijo a usted que el libro podía tener algún valor?
– Charles Eolande, un experto en papirología del Instituto Oriental de Chicago. Había trabajado durante algunos años en Alemania hasta que se trasladó a Estados Unidos. Varios comerciantes de antigüedades de El Cairo adoptamos de cierta forma a Eolande como asesor. Cada seis meses venía a Egipto para adquirir piezas para él, para universidades y para, digámoslo así, otras instituciones.
– ¿Qué tipo de instituciones? -interrumpió Afdera.
– El Vaticano. Tal vez los Museos Vaticanos, pero no lo sé seguro. Lo que sí sé es que Eolande estaba muy bien relacionado con algún alto miembro de la curia vaticana. No sé con quién, pero le aseguro que ganaba mucho dinero asesorándole. Eolande compraba muchas piezas y manejaba mucho dinero en efectivo. Hizo una verdadera fortuna durante la década de los sesenta, cuando el mercado de papiros era casi inexistente, pero en los años setenta ese mercado cayó en picado. Creo que porque muy poca gente entendía de ellos.
– ¿Qué tipo de piezas interesaban a Eolande?
– Es curioso, pero estaba muy interesado en especial en los fragmentos de papiro que se encontraban dentro de los cartonajes, el ataúd interno y más ligero hecho de papiro que envuelve a las momias. Le interesaban los cartonajes romanos y de la época ptolemaica. Tal vez estuviese buscando algo. Realmente nunca lo supe.
– ¿Cree que sabía que podía existir el libro de Judas?
– No lo creo, aunque con Eolande y su socio nunca se puede saber. Lo cierto es que él era el mayor experto en textos escritos en papiro. A lo mejor alguien le había dado alguna información sobre el libro, pero esas pistas debían de ser bastante dispersas.
– ¿Quién era ese otro socio del que habla? -preguntó Afdera.
– Déjeme recordar. Creo que se llamaba algo así como Coloiani, o Colaiani. Ahora recuerdo. Su nombre era Leonardo Colaiani, un experto en historia de las cruzadas de la Universidad de Florencia.
– ¿Cuál era el papel de Colaiani en todo esto?
– Yo creo que tanto Colaiani como Eolande estaban buscando algo más importante que ese libro de Judas -contestó Badani, bajando la voz, como si se tratase de un comentario confidencial.
– ¿Por qué cree eso?
– Colaiani y Eolande eran asesores de un tipo muy peligroso al que llaman el Griego y del que es mejor alejarse. No le recomendaría ni siquiera que se acercara a él -advirtió el comerciante.
– ¿Cuál es su nombre?
– Su nombre real es Vasilis Kalamatiano, el marchante más importante de antigüedades desde hace más de treinta años. Dicen que comenzó su carrera durante la Segunda Guerra Mundial, comprando primero a bajo precio propiedades incautadas a los judíos ricos de Europa y después obras de arte y antigüedades a precio de saldo a antiguos dirigentes nazis que intentaban conseguir dinero en efectivo de forma rápida para poder huir de la justicia aliada una vez acabada la guerra.
– ¿Dónde podría encontrar a ese griego?
– Tiene varios negocios en Ginebra y Berna, aunque no cuenta con una sede concreta donde se le pueda localizar.
– Así que Eolande y Colaiani eran sólo ojeadores de Kalamatiano.
– Así es.
– ¿Y quién maneja a Vasilis Kalamatiano?
– Quien tenga dinero suficiente para adquirir las obras de arte y antigüedades que ofrece. Sus clientes son millonarios, fundaciones, jefes del crimen organizado que desean blanquear el dinero conseguido con las drogas o la prostitución en actividades lícitas como el arte, el Papa…
– ¿Ha dicho el Papa? -preguntó Afdera.
– Sí, el Papa…, o eso creo. El Vaticano, la Secretaría de Estado, los Museos Vaticanos han tenido siempre una estrecha relación con Kalamatiano, y no creo que eso haya cambiado. Las mejores piezas siempre se ofrecían primero a la Santa Sede, y si éstos no se mostraban interesados, entonces Kalamatiano se las ofrecía a fundaciones o millonarios coleccionistas. Además, cuenta con una gran influencia entre los gobiernos y autoridades de Egipto y las instituciones que organizan las grandes ferias internacionales.
– Lo que todavía no entiendo es la relación de Eolande con ese otro tipo, Colaiani. ¿Qué tiene que ver un especialista en papiros con un experto en la historia de las cruzadas?
– No lo sé. Pero de lo que sí estoy seguro es de que ambos trabajaban a las órdenes de Kalamatiano y éste, a su vez, tal vez para el Vaticano.
– ¿Debería hablar con los tres?
– Yo no le recomendaría acercarse a Kalamatiano. Inténtelo con el italiano. Tal vez él, al ver a una mujer bonita, acepte como yo hablar con usted.
– Déjeme hacerle una última pregunta -dijo Afdera, ya de pie cerca de la puerta-: ¿por qué nadie contactó con usted sabiendo que tenía el evangelio de Judas Iscariote?
– Querida, este negocio es muy pequeño y todos sabemos las piezas que tiene la competencia o las que dice tener y sabemos que no tiene. Yo tuve el libro tan poco tiempo que ni siquiera pude estudiar su contenido, y todos lo sabían. También supieron cuándo me des hice de él y cuándo se lo traspasé a Liliana Ransom.
– Así que, según usted, Kalamatiano podría saber que el libro estaba en poder de mi abuela.
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