Eric Frattini - El Laberinto de Agua
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– Hola, querido -saludó Claire, besando a su esposo en la mejilla.
– Querida, te presento al padre Mahoney, un enviado del Vaticano.
La joven, consciente del poder de su cuerpo, se acercó al sacerdote dejando entrever uno de sus hombros desnudos.
– Mucho gusto, padre -dijo la mujer antes de retirarse.
– Ha llegado la hora de hablar de lo que nos ocupa -dijo Wu-. Dígame qué le trae por aquí y qué puede hacer un humilde hombre de negocios de Hong Kong por Su Santidad.
Estaba claro que Wu tenía oídos en todo Hong Kong, incluido en el yate Amnesia.
– Oh, no se moleste por lo de John. Es demasiado texano, demasiado norteamericano, como para saber cómo negociar con un enviado papal, ¿o debo decir cardenalicio? -precisó el millonario con una sonrisa en los labios.
– El Vaticano necesita de usted diez millones de dólares en efectivo depositados antes de siete días en una caja de seguridad de un banco suizo.
– Oh, y su cardenal Lienart, que me imagino que será quien le envía, no necesita veinte, treinta, o mejor, cien millones de dólares -replicó Wu.
– Sólo necesita diez millones de dólares con las condiciones que le he dado. Ni un centavo más.
– ¿Y para qué quieren ese dinero, si puede saberse?
– Sólo puedo decirle que es para la adquisición de un documento que la Iglesia no quiere que salga a la luz -respondió el religioso.
– Bien…, entonces, ¿por qué no utilizan fondos del Banco Vaticano? Su eminencia tiene poder para ello, y si es tan importante para el Vaticano, estoy seguro de que su cardenal Lienart goza de la autoridad suficiente como para convencerles de que liberen esa cantidad.
En ese momento el enviado de Lienart se quedó mudo.
– Oh, padre Mahoney, no me subestime usted, ni tampoco el cardenal Lienart debe hacerlo. Cuantas más cosas sabe uno, o alega saber, más poderoso es. No importa si las cosas son ciertas. Lo que cuenta, recuerde, es poseer un secreto, y yo siempre poseo muchos secretos.
– El comportamiento y las acciones son como un espejo en el que cada uno muestra su imagen real, pero sólo Dios sabe si ésa es la imagen correcta -dijo Mahoney.
– Oh, ustedes los católicos siempre que pueden utilizan el nombre de Dios para responder ante cualquier acción. Padre Mahoney, para mí, Dios no es más que una palabra para explicar el mundo; cuando se trata de dinero, todos somos de la misma religión.
– ¿Está usted entonces dispuesto a entregar los diez millones de dólares al Vaticano?
– Sólo pongo una condición para ello.
– ¿Cuál?
– Poder admirar el documento que desean ustedes comprar antes de que sea introducido en el Archivo Secreto Vaticano. Si aceptan mi condición, mañana mismo tendrán el dinero en su cuenta suiza -propuso Wu.
– Perfecto, aceptamos -confirmó el hermano del Círculo Octogonus-. Dé la orden de transferencia a este número de cuenta.
Horas después, en la soledad de su habitación, Mahoney marcó el número privado del cardenal Lienart.
– ¿Dígame? -preguntó una voz al otro lado de la línea.
– Sor Ernestina, soy el padre Mahoney. Deseo hablar con su eminencia.
– Ahora mismo le paso, padre.
Al otro lado de la línea se podía oír la Sinfonía n° 29 de Mozart, exactamente el Allegro con spirito, inundando las estancias vaticanas del secretario de Estado.
– Fructum pro fructo -dijo el cardenal Lienart.
– Silentium pro silentio -replicó Mahoney.
– ¿Cómo ha ido la misión encomendada, padre Mahoney?
– Bien, eminencia. Hemos alcanzado nuestros objetivos.
– ¿Sin ninguna condición por parte de Wu?
– Ha pedido ver el libro antes de incorporarlo al Archivo Secreto Vaticano -aclaró Mahoney.
– No debemos fiarnos de Wu. Él ya sabe lo valioso que puede ser para nosotros ese libro y estoy seguro de que realizará algún extraño movimiento para intentar quedarse con él. Conozco muy bien a Wu y sé de qué hablo. Sólo puedo decirle que al perro que tiene dinero, se le seguirá llamando siempre «señor perro». Le diría, padre Mahoney, que el dinero en el caso de Wu no cambia a las personas, tan sólo aumenta la maldad que anida en ellas. Debemos tener cuidado con él -advirtió Lienart.
– ¿Qué podemos hacer en caso de que intente algo, eminencia?
– Esperar. Un sabio dijo un día, querido Mahoney: «Consulta el ojo de tu enemigo, porque es el primero que verá tus intenciones». Nosotros debemos ser ese ojo del enemigo y estar vigilando para conocer de antemano las intenciones de Wu. Sólo si intenta algo, tomaremos represalias. Mientras tanto, lo único que nos queda es la paciencia, que es uno de los mejores caminos para alcanzar nuestros propósitos. Y ahora regrese cuanto antes a Roma. Lo necesito aquí -ordenó el cardenal Lienart.
– Por supuesto, eminencia. Tengo previsto salir mañana por la mañana. El señor Wu me ha ofrecido su avión privado para trasladarme hasta Roma y he aceptado.
– ¡Ah! Por cierto, padre Mahoney, quiero ser el primero en informarle de que ha sido usted propuesto a Su Santidad para ser consagrado como obispo. Me imagino que se le comunicará oficialmente su nombramiento por el cardenal Gregorio Inzerillo, prefecto para la Congregación de los Obispos, y por el cardenal Pietro Orsini, responsable de la Primera Sección de la Secretaría de Estado -anunció el cardenal Lienart-. De cualquier forma, deseo ser el primero en darle mi más sincera enhorabuena, monseñor Mahoney.
– Muchas gracias, eminencia, pero no creo merecer ese destino.
– No sea usted modesto. La modestia es el arte de animar a la gente a que se encuentre por sí misma y descubra cuán maravilloso y útil puede llegar a ser, y usted, monseñor Mahoney, ha demostrado ser un fiel y valeroso defensor de la fe. Se merece el nombramiento. Mañana tengo que despachar con Su Santidad, ocasión en la que le pediré que sea él personalmente quien le imponga los símbolos episcopales: el anillo, el báculo y la mitra -dijo Lienart-. Y ahora, mi fiel Mahoney, fructum pro fructo.
– Silentium pro silentio. Buenas noches, eminencia -replicó quien desde ese mismo momento era monseñor Mahoney.
La misión encomendada por el cardenal August Lienart había sido cumplida con éxito. Podía regresar a Roma. A las seis de la mañana, el chófer de Delmer Wu recogió al obispo Mahoney y lo trasladó al aeropuerto de la colonia. A bordo del Bombardier Global 5000, el lujoso y exclusivo avión privado del millonario, monseñor Emery Mahoney llegó al aeropuerto de Fiumicino horas después, tras realizar escalas técnicas en Singapur y Abu Dhabi. Allí le esperaba el Mercedes Benz con matrícula SCV del secretario de Estado vaticano para trasladarlo hasta la Santa Sede.
Maghagha, Egipto
Afdera recorrió los doscientos cincuenta kilómetros que unían la capital egipcia con la pequeña ciudad de Maghagha. El trayecto aparecía inundado de vergeles, palmerales y oasis rodeados de la arena milenaria que invadía las riberas del Nilo. Durante el viaje, la joven no pronunció palabra alguna y se dedicó a leer el diario de su abuela, una lectura tan sólo interrumpida cuando el chófer hacía sonar la bocina para hacer apartar alguna vaca de la carretera.
Maghagha era una ciudad monótonamente marrón, con un paisaje marrón, unas casas marrones y rodeada tan sólo de arena marrón. Para los cristianos, era un punto importante en la vida de la Sa grada Familia o, por lo menos, así lo creían los coptos. Huyendo de las persecuciones del rey Herodes, Jesús, María y José se habían refugiado en Egipto, en donde permanecieron durante cuatro años. Habían llegado al pueblo de Deir Al-Garnus, a diez kilómetros al oeste de Ashnin El Nasara, Markaz Maghagha. Al lado de la pared occidental de la iglesia de la Virgen había un profundo pozo en donde, según la tradición, se detuvieron a beber. De allí pasaron a un lugar llamado Ebay Esus, la Casa de Jesús, al este de Bahnasa, donde actualmente se levanta el pueblo de Sandafa.
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