Eric Frattini - El Laberinto de Agua

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El Laberinto de Agua: краткое содержание, описание и аннотация

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Experto en los servicios secretos vaticanos, Frattini se ha inspirado para su segunda novela en uno de los personajes más controvertidos y desconocidos del cristianismo, Judas, el apóstol traidor. ¿Qué pasaría si su historia no fue como nos la han contado? Los cimientos de la Iglesia se tambalearían, y eso es lo que quiere impedir a toda costa el malvado cardenal Lienart.

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Wu ocupó también los titulares de los periódicos cuando su corporación informó de la «generosa» devolución de unas reliquias budistas de inmenso valor que había comprado en el mercado internacional, pero que, al parecer, posteriormente se descubrió que habían sido sacadas de forma ilegal de la región de Gilgit, en Pakistán. Alguien dijo que los dos «comerciantes» que le habían vendido las piezas fueron encontrados degollados poco después en un sucio callejón en la ciudad de Peshawar, en la frontera afgano-pakistaní, muy cerca del peligroso paso de Khyber. Pero los misterios y las leyendas perseguían a Wu desde hacía décadas. La historia más trágica sobre el millonario fue la del secuestro de su único hijo y heredero. Una banda formada por seis delincuentes secuestró al hijo de Wu a la salida del Café Saigon.

Durante semanas estuvieron negociando el rescate, pero la negociación se torció y el hijo de Wu, de veintitrés años, fue encontrado estrangulado en un almacén del puerto. Los seis hombres fueron detenidos y condenados a cadena perpetua en la prisión de Shiai Pek.

Misteriosamente, alguien pagó la defensa y la revisión de un nuevo juicio que puso a los seis secuestradores en libertad.

Una semana después de poner el pie en la calle, los seis hombres aparecieron muertos. Alguien los había introducido vivos en un gran depósito de agua hirviendo hasta que se les desprendió la piel. Luego, les arrancaron los ojos y los colgaron de un gancho de carnicero por la espalda. Así los encontró la policía de la colonia. Jamás pudieron relacionar a Delmer Wu con las seis ejecuciones.

Al día siguiente de su llegada, el padre Mahoney recibió una llamada en su hotel.

– ¿Padre Mahoney?

– ¿Sí?

– Dentro de dos horas pasará a recogerle un coche que le llevará hasta el muelle principal del Yacht Club de Hong Kong. Allí se reunirá con el señor Lathan Elliot, asesor del señor Wu. Podrá darle el mensaje a él. Esté preparado -dijo el interlocutor, colgando inmediatamente el aparato sin dejar que Mahoney pudiese replicar.

Dos horas después un Bentley se detenía ante la puerta del Hotel Península para recoger al padre Mahoney.

– Debo hablar personalmente con el señor Wu y con nadie más -dijo el enviado del cardenal Lienart al conductor, sin obtener respuesta alguna.

El vehículo avanzó por las avenidas y calles del barrio de Kowloon en dirección al muelle principal del elegante y exclusivo Yacht Club. Sin decir palabra, el chófer detuvo el coche, se bajó y se dirigió a la parte de atrás para abrir la puerta al enviado vaticano.

– Camine por el muelle hasta el final. Allí le están esperando -indicó el conductor.

Mahoney comenzó a andar por el paseo de madera en donde se alineaban yates y veleros de todo tipo bajo pabellones de Hong Kong, Australia, Nueva Zelanda e incluso de Panamá. Unos doscientos metros más allá, el muelle se convertía en una especie de plaza artificial en donde aparecía amarrado un gran yate de unos setenta metros de eslora. Mahoney vio el nombre del barco escrito en grandes letras en su lado de babor: Amnesia.

Varios marineros trabajaban en la cubierta y en el puente a las órdenes de un oficial. Por su acento, Mahoney supo que el hombre era irlandés. Cuando se disponía a subir por la pasarela, una voz a su espalda le detuvo.

– ¿Padre Mahoney?

– Sí, soy yo.

– Antes de subir, levante usted las manos, por favor -ordenó el desconocido, recorriendo el cuerpo del sacerdote con un detector de metales y de micrófonos.

– ¿Es que piensa que puedo ir armado? -preguntó sorprendido Mahoney.

– Soy Gilad Leven, jefe de seguridad del señor Wu, y le aseguro que antes de que pueda usted acceder a cualquiera de las propiedades del señor Wu, debo cachearle. Aunque fuese usted el mismísimo Papa, le cachearía. Ése es mi trabajo y para eso me pagan -afirmó.

Un leve zumbido rompió el silencio.

– Necesito que se abra la camisa -ordenó Leven.

El padre Mahoney aceptó la orden sin rechistar, abriéndose la camisa y dejando entrever un crucifijo de oro, obsequio personal del cardenal August Lienart.

– Está usted limpio. Puede subir a bordo. El señor Elliot le está esperando.

El Amnesia era uno de los juguetes preferidos de Delmer Wu. Había sido construido y diseñado por la Benetti Shipyard, una compañía fundada en 1873. Sus astilleros de Livorno se habían convertido en los mejores constructores de yates de lujo de todo el mundo. Wu había pagado millones de dólares al arquitecto Stefano Natucci para diseñar el Amnesia. Para sus interiores se habían utilizado los mejores y más exclusivos materiales, como la madera de cerezo y nogal o cristales de Lalique y Murano. Catorce hombres más tres oficiales formaban la tripulación, que podía llegar a atender hasta a una docena de pasajeros.

Una jovencita vestida con un traje tradicional tailandés recibió al padre Mahoney.

– Buenos días, señor. Bienvenido al Amnesia.

– Buenos días. Lléveme por favor ante el señor Elliot.

En un amplio salón a modo de despacho en el que había una gran mesa de juntas le esperaba Lathan Elliot, asesor del millonario.

– Buenos días, buenos días, padre -dijo el asesor mostrando un claro acento texano-. ¿En qué podemos ayudar al Vaticano?

– Usted, personalmente, en nada -precisó Mahoney-. Me han ordenado que sólo hable con el señor Delmer Wu. Sólo con él y con nadie más.

– Sí, pero el señor Wu no habla con todo el mundo. O habla conmigo o no habla con nadie… -dijo Elliot.

– De acuerdo, le informaré de ello al cardenal Lienart. Buenas tardes, señor Elliot, y ahora, por favor, lléveme hasta mi hotel. Me gustaría coger el primer avión a Roma para informar cuanto antes de esta situación-aclaró Mahoney de forma tajante.

El tenso silencio fue roto por el sonido del teléfono. Lathan Elliot levantó el auricular y se dedicó a responder con monosílabos. Después colgó.

– Bien, padre Mahoney, he recibido órdenes de llevarle hasta la residencia del señor Wu en Victoria Peak.

Poco después el Bentley ascendía a pocos kilómetros desde la costa a la zona más alta de la isla, desde la que, en días claros, podía divisarse el continente chino. Junto a Mahoney estaba sentado Lathan Elliot y, frente a él, Gilad Leven, el guardaespaldas de Wu. «Podría matarle en cuestión de segundos sin que se diese ni siquiera cuenta de que ha dejado de respirar», pensó el padre Mahoney mientras miraba la nuca de Leven.

De repente, el vehículo aminoró la marcha ante un gran muro blanco en Plantation Road. Leven hizo una llamada a través de su walkie y las grandes puertas se abrieron ante ellos dejando ver un amplio camino hasta una casa de estilo moderno que imitaba a los antiguos palacios chinos. Mahoney esperaba ver una casa decorada con grandes leones y vasijas, como los que inundaban los restaurantes chinos de medio mundo, pero, por el contrario, la mansión presentaba una decoración minimalista, con grandes ventanales abiertos a la zona baja de Hong Kong. El silencio invadía todos los rincones de la casa, roto tan sólo de vez en cuando por el chapoteo de alguien en la piscina.

Mientras Mahoney esperaba su encuentro con Delmer Wu, vio cómo salía de la piscina una joven pequeña, de cuerpo perfecto, como una delicada muñeca. Sin duda la señora Wu.

– Es preciosa, ¿no le parece? -dijo una voz a su espalda.

Las palabras hicieron que Mahoney se diese la vuelta. Era Delmer Wu.

– Yo no dejo de admirarla todos los días y no me canso de ello -dijo siguiendo con la mirada a su esposa. La joven, con el cuerpo todavía húmedo, se había puesto una delicada bata de seda, a través de la cual se adivinaban sus pequeños pezones.

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