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Anna Gavalda: La sal de la vida

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Anna Gavalda La sal de la vida

La sal de la vida: краткое содержание, описание и аннотация

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«La sal de la vida es un relato alegre, lleno de sonrisas, de juegos, de reyes, reinas y ases, que nos recuerda que todo es posible todavía», ANNA GAVALDA. Simone, Garance y Lola, tres hermanos que se han hecho ya mayores, huyen de una boda familiar que promete ser aburridísima para ir a encontrarse en un viejo castillo con Vincent, el hermano pequeño. Olvidándose de maridos y esposas, hijos, divorcios, preocupaciones y tristezas, vivirán un último día de infancia robado a su vida de adultos. La sal de la vida es un homenaje a los hermanos, compañeros imborrables de nuestra niñez. Una novela con todos los ingredientes que han hecho de Gavalda una de las autoras más leídas y admiradas de la literatura europea: alegría, ternura, nostalgia y humor.

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– Pues… no.

– Claro… No, si ya me lo figuraba.

– ¡Pero no pasa nada! ¡Dormiremos donde sea! ¡En casa de la tía Paule!

– La tía Paule ya no tiene camas libres. Me lo volvió a decir anteayer por teléfono.

– ¡Bueno, pues no dormiremos y listo!

Contestó soisunascrdurcdas retorciendo los flecos de su pashmina.

No la entendí.

Qué mala suerte, el tren venía con diez minutos de retraso, y cuando, por fin, bajaron los viajeros, no se veía a Lola por ninguna parte.

Simon y yo estábamos muertos de miedo.

– ¿Estáis seguros de que no habéis confundido Châteauroux con Châteaudun? -graznó Carine, haciéndose la graciosa.

Pero… sí, mira… ahí, ahí estaba… En la otra punta del andén. Viajaba en el último vagón del tren, debía de haberse subido por los pelos, pero ahí estaba, y avanzaba hacia nosotros agitando los brazos.

Idéntica a sí misma y tal y como la imaginaba. Con una sonrisa en los labios y esos andares suyos como si se balanceara, con sus bailarinas, su camisa blanca y su vaquero desgastado.

Llevaba un sombrero increíble. Una inmensa pamela con un ancho lazo de otomán negro.

Me dio un beso. Qué guapa estás, me dijo, ¿te has cortado el pelo? Besó a Simon, acariciándole la espalda, y se quitó su enorme sombrero para no aplastarle los rizos a Carine.

Había tenido que viajar en el vagón de bicicletas porque no encontraba sitio para dejar su tocado, y nos preguntó si podíamos pasar un momentín por la cafetería de la estación porque quería tomarse un bocadillo. Carine consultó su reloj, y yo aproveché para comprar revistas.

La prensa del corazón. Nuestro caprichito ignominioso e inconfesable…

Volvimos al coche. Lola le preguntó a su cuñada si podía llevarle el sombrero sobre el regazo. Claro, no hay problema, contestó ésta con una sonrisa algo forzada. No hay problema.

Mi hermana levantó la barbilla como para decir ¿qué ocurre?, y yo levanté los ojos al cielo, para contestar que nada, lo de siempre.

Lola sonrió y le preguntó a Simon si tenía música.

Carine contestó que le dolía la cabeza.

Yo también sonreí.

Entonces Lola preguntó si alguien tenía esmalte porque quería pintarse las uñas de los pies. Una vez, dos veces, no hubo respuesta. Por fin nuestro farmacéutico preferido le tendió un frasquito rojo:

– Ten cuidado con los asientos, ¿vale?

Después nos contamos cosas de hermanas. Me salto esta escena. Hay demasiadas claves, códigos y carcajadas. Y sin sonido no tiene sentido.

Las hermanas saben de lo que hablo.

Terminamos perdidos en pleno campo. Carine llevaba el mapa y le echaba la culpa a Simon. De pronto, éste dijo:

– ¡Dale el mapa de los cojones a Garance! ¡Es la única que tiene sentido de la orientación en esta puta familia!

En el asiento de atrás, nos miramos frunciendo el ceño. Dos tacos en la misma frase y todo entre exclamaciones… La cosa no iba bien.

Poco antes de llegar al castillito de la tía Paule, Simon encontró un sendero con moras a ambos lados. Nos abalanzamos sobre ellas evocando los ojaranzos de la casa de Villiers con voz trémula por la emoción. Carine, que no había movido el culo del coche, nos recordó que los zorros hacían pis justo ahí.

Nos traía sin cuidado.

Qué error…

– Claro. La equinococosis no os dice nada. Las larvas de parásitos que se transmiten por la orina y…

Mea culpa, mea maxima culpa, perdí un poco los nervios:

– ¡Eso son tonterías! ¡No son más que chorradas! ¡Los zorros tienen todo el campo para mear! ¡Todos los senderos! ¡Todas las zanjas! Todos los árboles y todos los prados de alrededor, ¿y justo tendrían que venir a mear aquí? ¡¿Sobre nuestras moras precisamente?! ¡Es absurdo! Esto puede conmigo… Es que me pone enferma. La gente como tú siempre lo estropea todo…

Perdón. Mea culpa. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Y eso que me había jurado que me portaría bien. Me había jurado que no perdería los nervios, que estaría muy zen. Esta mañana sin ir más lejos, al mirarme al espejo, me lo había advertido a mí misma, sacudiendo el dedo índice: Garance, nada de líos con Carine, ¿eh? Por una vez nada de malos humores. Pero no pude evitarlo. Lo siento. Mil disculpas. Nos arruinó las moras y, de paso, también nuestra pizca de infancia. Me pone de los nervios. No la aguanto. Otro comentario más y le hago tragarse el sombrero de Lola.

Debió de notar que la cabeza le olía a pólvora porque cerró la puerta del coche y puso en marcha el motor. Por el aire acondicionado.

Eso es algo que también me saca de quicio, la gente que no apaga el motor cuando está parada para que no se le enfríen los pies o para que se le refresque la cabeza, pero bueno, corramos un tupido velo. Ya hablaremos del calentamiento del planeta otro día. Se había encerrado en el coche, algo es algo. Hay que ser positivo.

Simon se alejó un poco para estirar las piernas mientras Lola y yo nos cambiábamos de ropa. Me había comprado, pues, un precioso sari en el pasaje Brady, al ladito de mí casa. Era turquesa con bordados en hilo dorado, perlas y unos cascabeles chiquititos. La parte de arriba consistía en un top ceñido y sin mangas, y, la de abajo, en una falda larga muy estrecha y tirante, y por encima llevaba una especie de tela grande para envolverlo todo.

Era precioso.

Pendientes de borlas, todos los amuletos de Rajastán al cuello, diez pulseras en la muñeca derecha y casi el doble en la izquierda.

– Te sienta bien -decretó Lola-. Es increíble. Sólo tú te puedes permitir una cosa así. Tienes un vientre tan bonito, tan plano, tan duro…

– A ver, qué quieres -contesté radiante, acariciándomelo-, es lo que tiene vivir en un sexto sin ascensor…

– A mí mis embarazos me han puesto el ombligo entre paréntesis… Tú ten mucho cuidado, ¿eh? Ponte crema todos los días y…

Me encogí de hombros. Mi pequeño catalejo no llegaba hasta tan lejos.

– ¿Me abrochas? -preguntó, dándose la vuelta.

Lola llevaba, como siempre, su vestido de seda negro. Muy sobrio, de escote redondo, sin mangas y con mil botoncitos minúsculos en la espalda.

– No te has gastado un euro para la boda de nuestro querido Hubert -constaté yo.

Se volvió sonriendo:

– Eh…

– ¿Qué?

– Adivina cuánto me ha costado el sombrero.

– ¿Doscientos?

Se encogió de hombros.

– ¿Cuánto?

– No te lo puedo decir -respondió, ahogando una carcajada-, es demasiado fuerte.

– Para de reírte, tonta, que no te puedo abrochar…

Era el año en que se llevaban las bailarinas. Las suyas eran flexibles y con cintas y las mías tenían lentejuelas doradas.

Simon dio unas palmadas:

– Vamos, Bluebell Girls… ¡en ruta!

Agarrándome del brazo de mi hermana para no tropezar, mascullé:

– Mira, como esta idiota me pregunte si voy a una fiesta de disfraces, se traga tu sombrero, te lo aviso.

Carine no tuvo ocasión de decir esta boca es mía porque nada más sentarme me levanté otra vez. Mi falda era demasiado estrecha, y tuve que quitármela para que no reventaran las costuras.

Sentada con mi tanga sobre los asientos de viscosa de alpaca, estaba… hierática.

Nos maquillamos mirándonos en el espejo de mi colorete mientras nuestra equinococosis nacional comprobaba en el de cortesía que sus pendientes estaban los dos a la misma altura.

Simon nos suplicó que no nos perfumáramos las tres a la vez.

Llegamos a Villabotijos de Arriba justo a tiempo. Me puse la falda detrás del coche y nos dirigimos al atrio de la iglesia ante las miradas patidifusas de los villabotijenses, asomados a las ventanas de sus casas.

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