« Hoy dia 8 de ar avril hemos visto al cura en calzoncillos. »
Y también vivieron juntos el divorcio de nuestros padres. Vincent y yo éramos muy pequeños todavía. Nosotros no nos dimos cuenta del engaño hasta el día de la mudanza. Ellos, en cambio, tuvieron ocasión de disfrutar a tope del espectáculo. Se levantaban por la noche e iban a sentarse juntos a lo alto de la escalera para oírlos «regañarse». Una noche, Pop tiró al suelo el armario grande de la cocina, y mamá se marchó con el coche.
Mientras todo eso ocurría, Simon y Lola se chupaban el dedo diez peldaños más arriba.
Es una tontería contar todo esto, su complicidad está hecha de muchas más cosas aparte de esos momentos difíciles. Pero bueno…
En cambio, la infancia de Vincent y mía fue muy distinta. A nosotros nos pilló en la ciudad. Menos montar en bici y más ver la tele… No teníamos ni idea de cómo poner un parche para arreglar una rueda pinchada, pero sí de cómo engañar a los acomodadores para colarnos en el cine por la salida de emergencia o cómo arreglar un monopatín.
Pero entonces Lola se fue interna a un colegio, y ya no había nadie para darnos ideas de travesuras y para perseguirnos por el jardín…
Nos escribíamos todas las semanas. Era mi adorada hermana mayor. Yo la idealizaba, le mandaba dibujos y le escribía poesías. Cuando volvía a casa, me preguntaba si Vincent se había portado bien durante su ausencia. Pues claro que no, le contestaba yo, claro que no. Y le contaba con pelos y señales todas las infamias de las que había sido víctima la semana anterior. Entonces, para mi gran satisfacción, Lola lo arrastraba hasta el cuarto de baño para darle una buena tunda.
Cuanto más gritaba mi hermano, más contenta estaba yo.
Y un día, para que mi satisfacción fuera completa, quise presenciar su sufrimiento. Y entonces, horror, vi que mi hermana golpeaba una almohada, mientras Vincent chillaba al compás de los golpes enfrascado en un tebeo. Fue una decepción terrible. Aquel día, Lola se cayó de su pedestal.
Lo que resultó ser positivo. A partir de ese día, estuvimos a la misma altura.
Actualmente es mi mejor amiga. La nuestra es una amistad como la de Montaigne y La Boétie… Ya sabéis, algo absoluto y difícil de explicar. Y el hecho de que esta joven de treinta y dos años sea mi hermana es puramente anecdótico. Digamos que la única diferencia es que no hemos tardado mucho tiempo en conocernos.
A ella le van los Ensayos de Montaigne, las súper teorías del filósofo tales como que la cabezonería encuentra su castigo en esta vida y que filosofar es aprender a morir. A mí me va el Discurso de la servidumbre voluntaria de La Boétie, los abusos infinitos y todos esos tiranos que si son grandes es sólo porque nosotros nos arrodillamos ante ellos. A ella le va el conocimiento verdadero, lo mío son más los tribunales. Y las dos sentimos que somos la mitad de todo y que la una sin la otra no estaría más que a medias.
Y eso que somos muy distintas… Ella tiene miedo hasta de su sombra, yo me río del miedo.
Ella copia sonetos en cuadernos, y yo me bajo música de Internet. Ella admira la pintura, yo prefiero la fotografía. Ella no dice jamás lo que piensa, y yo digo todo lo que se me pasa por la cabeza. A ella no le gustan los conflictos, a mí me gusta que las cosas queden muy claritas. A ella le gusta estar «un poco piripi», yo prefiero beber. A ella no le gusta salir, a mí no me gusta volver a casa. Ella no sabe divertirse, yo no sé irme a la cama. A ella no le gusta jugar, a mí no me gusta perder. Ella tiene unos brazos inmensos para abarcarlo todo, yo tengo la bondad un poco escaldada. Ella no se pone nunca nerviosa, a mí se me cruzan los cables y exploto.
Dice que a quien madruga Dios le ayuda, yo le suplico que no hable tan fuerte que quiero seguir durmiendo. Ella es romántica, yo soy pragmática. Ella se ha casado, yo aún voy de flor en flor. Ella no se puede acostar con un chico sin estar enamorada, yo no puedo acostarme con un chico sin preservativo. Ella… Ella me necesita, y yo la necesito a ella.
Ella no me juzga. Me acepta tal como soy. Con mi mala cara y mis ideas negras. O con mi buena cara y mis ideas de color de rosa. Lola sabe lo que es morirse por comprarse un chaquetón marinero o unos zapatos de tacón de aguja. Comprende la gozada que es quemar la tarjeta de crédito aunque luego te sientas súper culpable al ver las cenizas. Lola me mima. Me sostiene la cortina cuando estoy en un probador, siempre me dice que estoy muy guapa y que no, qué va, ese pantalón no me hace nada de culo. Siempre me pregunta qué tal mis amores y se disgusta un poquito cuando le hablo de mis amantes.
Cuando hace tiempo que no nos vemos, me lleva a un buen restaurante, al Bofinger o al Balzar, para mirar a los chicos. Yo me concentro en los de las mesas de alrededor, y ella, en los camareros. Le fascinan esos chavales con sus chalecos ceñidos. Los sigue con la mirada, les inventa destinos dignos de una película de Sautet y analiza sus modales tan como es debido, tan de escuela de hostelería. Lo divertido es que siempre llega un momento en que vemos a alguno pasar al otro lado de la barrera una vez terminado su trabajo. Ya no tiene nada de fascinante. Ha cambiado el gran delantal blanco por un vaquero o un pantalón de chándal y se despide de sus compañeros sin ninguna elegancia:
– ¡ 'Taluego, Bernard!
– 'Taluego, Mimi. ¿Nos vemos mañana? -Ya te gustaría a ti, gilipollas. Lola baja la mirada y rebaña el plato. Vaya chasco, adiós a las fantasías…
Nos habíamos perdido un poco de vista. Su internado, sus estudios, su lista de boda, sus vacaciones con los suegros, sus cenas…
La ternura seguía intacta, pero ya no teníamos tanta confianza. Lola había cambiado de bando; o más bien de equipo. No es que jugara contra nosotros, jugaba en una liga que nos aburría un poco. A una especie de cricket tonto con un montón de reglas que no hay quien entienda, un deporte en el que corres detrás de una cosa que nunca ves y que encima te hace daño… Una cosa de cuero con el corazón de corcho. (¡Anda, Lolita mía, sin comerlo ni beberlo lo he resumido todo en un párrafo!)
Mientras que nosotros, los «pequeños», todavía estábamos en cosas mucho más básicas. Para nosotros, un césped bonito equivalía a ¡yupi!, revolcones y volteretas. Los chicos altos vestidos con polos blancos y manejando un bate nos sugerían otro tipo de cosas… Para nosotros el bate era un símbolo fálico clarísimo… Bueno, tonterías así, ya me entendéis… Vamos, que no estábamos todavía maduros para sentar la cabeza, fundar un hogar y pasear los domingos con la familia por el parque…
Así que eso. No estábamos en la misma onda, pero nos seguíamos queriendo a distancia. Me pidió que fuera madrina de su primer hijo, y yo, que fuera depositaría de mi primer desengaño amoroso (que me hizo llorar a lágrima viva…), pero entre ambos grandes acontecimientos no ocurría gran cosa. Cumpleaños, comidas familiares, algunos cigarrillos a escondidas de su maridito, un guiño cómplice o su cabeza sobre mi hombro cuando mirábamos las mismas fotos…
Era la vida… La suya, al menos.
Yo la respetaba a tope.
Y entonces volvió con nosotros. Cubierta de cenizas y con la mirada enajenada de la pirómana que viene a devolver la caja de cerillas. Había pedido un divorcio que nadie se esperaba. Y es que escondía muy bien sus cartas, nuestra hermanita. Todo el mundo la creía feliz. Y diría incluso que la admiraban por eso, por haber sabido encontrar tan rápido y tan fácilmente la salida. «A Lola le sale todo bien», reconocíamos sin amargura y sin envidia. Lola sigue inventándose las mejores búsquedas del tesoro…
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