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Anna Gavalda: La sal de la vida

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Anna Gavalda La sal de la vida

La sal de la vida: краткое содержание, описание и аннотация

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«La sal de la vida es un relato alegre, lleno de sonrisas, de juegos, de reyes, reinas y ases, que nos recuerda que todo es posible todavía», ANNA GAVALDA. Simone, Garance y Lola, tres hermanos que se han hecho ya mayores, huyen de una boda familiar que promete ser aburridísima para ir a encontrarse en un viejo castillo con Vincent, el hermano pequeño. Olvidándose de maridos y esposas, hijos, divorcios, preocupaciones y tristezas, vivirán un último día de infancia robado a su vida de adultos. La sal de la vida es un homenaje a los hermanos, compañeros imborrables de nuestra niñez. Una novela con todos los ingredientes que han hecho de Gavalda una de las autoras más leídas y admiradas de la literatura europea: alegría, ternura, nostalgia y humor.

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La de travesuras que habrán hecho los dos… Lola tenía una imaginación desbordante, y Simon era dócil (ya entonces…), se escapaban de casa, se perdían, se peleaban, se martirizaban y se reconciliaban. Cuenta mamá que Lola siempre lo estaba chinchando, que siempre iba a incordiarlo a su habitación, le arrancaba de las manos el libro que estuviera leyendo en ese momento o le destruía de una patada lo que tuviera montado con los Playmobil. A mi hermana no le gusta que le recuerden esas cosas (¡se siente como si la metieran en el mismo saco que a Carine!), así que mi madre se cree obligada a rectificar y añade que Lola era un culo de mal asiento, que siempre estaba dispuesta a invitar a todos los niños del barrio y a inventar montones de juegos nuevos. Que era una especie de monitora de campamento con mil ideas por minuto, y que cuidaba de su hermano mayor como una leona de sus cachorros. Que le hacía bizcochos de chocolate y que lo sacaba de sus Legos cuando ponían por la tele los dibujos animados que le gustaban.


Lola y Simon conocieron la Gran Época: la de Villiers. Cuando vivíamos todos en pleno campo, y nuestros padres todavía eran felices juntos. Para Lola y Simon el mundo empezaba delante de casa y terminaba en el otro extremo del pueblo.

Juntos, corrieron delante de toros que no eran toros en realidad y exploraron casas encantadas con fantasmas de verdad.

Llamaron tantas veces al timbre de la vieja Margeval para esconderse después que a la pobre mujer tuvieron que llevársela a un asilo, destruyeron trampas para animales, hicieron pis en los lavaderos, encontraron las revistas porno del maestro de escuela, robaron petardos, encendieron cohetes y rescataron gatitos que una mala bestia había tirado vivos al río dentro de una bolsa de plástico.

Hala, siete gatitos de una vez. ¡Qué contento se puso nuestro Pop!

Y el día en que el Tour de Francia pasó por el pueblo… Fueron a comprar cincuenta barras de pan y vendieron bocatas como rosquillas. Con lo que ganaron se compraron artículos de broma, sesenta chicles Malabar, un saltador para mí, una trompetita para Vincent (¡ya entonces!) y el último cómic de Yoko Tsuno.

Sí, era otra infancia… Ellos sabían lo que era un escalmo, cazaban grillos y saltamontes, y conocían el sabor de las bayas de la uva crespa. El acontecimiento que más los marcó quedó grabado en secreto detrás de la puerta del cobertizo:

«Hoy dia 8 de ar avril hemos visto al cura en calzoncillos.»


Y también vivieron juntos el divorcio de nuestros padres. Vincent y yo éramos muy pequeños todavía. Nosotros no nos dimos cuenta del engaño hasta el día de la mudanza. Ellos, en cambio, tuvieron ocasión de disfrutar a tope del espectáculo. Se levantaban por la noche e iban a sentarse juntos a lo alto de la escalera para oírlos «regañarse». Una noche, Pop tiró al suelo el armario grande de la cocina, y mamá se marchó con el coche.

Mientras todo eso ocurría, Simon y Lola se chupaban el dedo diez peldaños más arriba.


Es una tontería contar todo esto, su complicidad está hecha de muchas más cosas aparte de esos momentos difíciles. Pero bueno…


En cambio, la infancia de Vincent y mía fue muy distinta. A nosotros nos pilló en la ciudad. Menos montar en bici y más ver la tele… No teníamos ni idea de cómo poner un parche para arreglar una rueda pinchada, pero sí de cómo engañar a los acomodadores para colarnos en el cine por la salida de emergencia o cómo arreglar un monopatín.


Pero entonces Lola se fue interna a un colegio, y ya no había nadie para darnos ideas de travesuras y para perseguirnos por el jardín…

Nos escribíamos todas las semanas. Era mi adorada hermana mayor. Yo la idealizaba, le mandaba dibujos y le escribía poesías. Cuando volvía a casa, me preguntaba si Vincent se había portado bien durante su ausencia. Pues claro que no, le contestaba yo, claro que no. Y le contaba con pelos y señales todas las infamias de las que había sido víctima la semana anterior. Entonces, para mi gran satisfacción, Lola lo arrastraba hasta el cuarto de baño para darle una buena tunda.

Cuanto más gritaba mi hermano, más contenta estaba yo.

Y un día, para que mi satisfacción fuera completa, quise presenciar su sufrimiento. Y entonces, horror, vi que mi hermana golpeaba una almohada, mientras Vincent chillaba al compás de los golpes enfrascado en un tebeo. Fue una decepción terrible. Aquel día, Lola se cayó de su pedestal.

Lo que resultó ser positivo. A partir de ese día, estuvimos a la misma altura.


Actualmente es mi mejor amiga. La nuestra es una amistad como la de Montaigne y La Boétie… Ya sabéis, algo absoluto y difícil de explicar. Y el hecho de que esta joven de treinta y dos años sea mi hermana es puramente anecdótico. Digamos que la única diferencia es que no hemos tardado mucho tiempo en conocernos.


A ella le van los Ensayos de Montaigne, las súper teorías del filósofo tales como que la cabezonería encuentra su castigo en esta vida y que filosofar es aprender a morir. A mí me va el Discurso de la servidumbre voluntaria de La Boétie, los abusos infinitos y todos esos tiranos que si son grandes es sólo porque nosotros nos arrodillamos ante ellos. A ella le va el conocimiento verdadero, lo mío son más los tribunales. Y las dos sentimos que somos la mitad de todo y que la una sin la otra no estaría más que a medias.


Y eso que somos muy distintas… Ella tiene miedo hasta de su sombra, yo me río del miedo.

Ella copia sonetos en cuadernos, y yo me bajo música de Internet. Ella admira la pintura, yo prefiero la fotografía. Ella no dice jamás lo que piensa, y yo digo todo lo que se me pasa por la cabeza. A ella no le gustan los conflictos, a mí me gusta que las cosas queden muy claritas. A ella le gusta estar «un poco piripi», yo prefiero beber. A ella no le gusta salir, a mí no me gusta volver a casa. Ella no sabe divertirse, yo no sé irme a la cama. A ella no le gusta jugar, a mí no me gusta perder. Ella tiene unos brazos inmensos para abarcarlo todo, yo tengo la bondad un poco escaldada. Ella no se pone nunca nerviosa, a mí se me cruzan los cables y exploto.

Dice que a quien madruga Dios le ayuda, yo le suplico que no hable tan fuerte que quiero seguir durmiendo. Ella es romántica, yo soy pragmática. Ella se ha casado, yo aún voy de flor en flor. Ella no se puede acostar con un chico sin estar enamorada, yo no puedo acostarme con un chico sin preservativo. Ella… Ella me necesita, y yo la necesito a ella.


Ella no me juzga. Me acepta tal como soy. Con mi mala cara y mis ideas negras. O con mi buena cara y mis ideas de color de rosa. Lola sabe lo que es morirse por comprarse un chaquetón marinero o unos zapatos de tacón de aguja. Comprende la gozada que es quemar la tarjeta de crédito aunque luego te sientas súper culpable al ver las cenizas. Lola me mima. Me sostiene la cortina cuando estoy en un probador, siempre me dice que estoy muy guapa y que no, qué va, ese pantalón no me hace nada de culo. Siempre me pregunta qué tal mis amores y se disgusta un poquito cuando le hablo de mis amantes.

Cuando hace tiempo que no nos vemos, me lleva a un buen restaurante, al Bofinger o al Balzar, para mirar a los chicos. Yo me concentro en los de las mesas de alrededor, y ella, en los camareros. Le fascinan esos chavales con sus chalecos ceñidos. Los sigue con la mirada, les inventa destinos dignos de una película de Sautet y analiza sus modales tan como es debido, tan de escuela de hostelería. Lo divertido es que siempre llega un momento en que vemos a alguno pasar al otro lado de la barrera una vez terminado su trabajo. Ya no tiene nada de fascinante. Ha cambiado el gran delantal blanco por un vaquero o un pantalón de chándal y se despide de sus compañeros sin ninguna elegancia:

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