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Anna Gavalda: La sal de la vida

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Anna Gavalda La sal de la vida

La sal de la vida: краткое содержание, описание и аннотация

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«La sal de la vida es un relato alegre, lleno de sonrisas, de juegos, de reyes, reinas y ases, que nos recuerda que todo es posible todavía», ANNA GAVALDA. Simone, Garance y Lola, tres hermanos que se han hecho ya mayores, huyen de una boda familiar que promete ser aburridísima para ir a encontrarse en un viejo castillo con Vincent, el hermano pequeño. Olvidándose de maridos y esposas, hijos, divorcios, preocupaciones y tristezas, vivirán un último día de infancia robado a su vida de adultos. La sal de la vida es un homenaje a los hermanos, compañeros imborrables de nuestra niñez. Una novela con todos los ingredientes que han hecho de Gavalda una de las autoras más leídas y admiradas de la literatura europea: alegría, ternura, nostalgia y humor.

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¿Qué habría pensado este buen contribuyente al vernos sulfurarnos así y marcharnos de su casa con la cabeza bien alta? Pues se habría limitado a darle la barrila a su mujer toda la noche repitiendo: «Mira estos niñatos estúpidos. Pero ¿tú has visto qué niñatos? Hay que ser gilipollas…»

¿Por qué imponerle ese mal rato a esa pobre mujer?

¿Quiénes somos nosotros para aguarles la fiesta a veinte personas?

También se puede sostener que no es cobardía. Se puede admitir también que es sensatez. Admitir que sabemos tomarnos las cosas con un poco de distancia. Que no nos gusta meternos en berenjenales. Que somos más honrados que toda esa gente que habla y habla pero en realidad no hace nunca nada por ayudar a nadie.

Sí, así es cómo nos consolamos. Recordando que somos jóvenes y demasiado lúcidos ya. Que estamos muy por encima de todo eso, donde la estupidez apenas nos alcanza. Nos reímos de la estupidez ajena. Nosotros tenemos otra cosa. Nos tenemos a nosotros. Somos ricos, pero de otra manera.

Basta con asomarnos a nuestro interior.

En nuestra cabeza hay montones de cosas. Montones de cosas que quedan muy lejos de esas tonterías racistas. Cosas como música y escritores. Senderos, manos y escondites. Trocitos de estrellas fugaces anotados en recibos de tarjetas bancadas, páginas arrancadas, recuerdos felices y recuerdos horribles. Canciones y estribillos que siempre recordamos. Mensajes guardados, libros importantes, ositos de gominola y discos rayados. Nuestra infancia, nuestras soledades, nuestros primeros amores y nuestros proyectos de futuro. Todas esas horas buscando escondites y todas esas puertas custodiadas en los baños del colegio. Esos saltos increíbles que pegaba Buster Keaton. La carta a la Gestapo del escritor Armand Robin y el ariete de las nubes del poeta Michel Leiris. La escena de Los puentes de Madison en la que Clint Eastwood se vuelve diciendo Oh.and don't kid yourself Francesca. … y esa otra de La mejor juventud en que el psiquiatra Nicola Carati apoya a sus enfermos maltratados en el juicio contra su verdugo. Los bailes del 14 de julio en Villiers. El olor de los membrillos en el sótano. Nuestros abuelos, los libros que leíamos de niños, nuestras fantasías de provincianos y los agobios la víspera de un examen. La gabardina de Mam'zelle Jeanne, la novia de Gaston Lagaffe, cuando se sube de paquete en su moto. El cómic Los pasajeros del viento de François Bourgeon y las primeras líneas del libro de André Gorz a su mujer que Lola me leyó anoche por teléfono después de tirarnos una hora despotricando sobre el amor: «Vas a cumplir ochenta y dos años. Has menguado seis centímetros, sólo pesas cuarenta y cinco kilos, y sigues siendo hermosa, encantadora y deseable.» Marcello Mastroianni en Ojos negros y los vestidos de Balenciaga. El olor a polvo y a pan duro de los caballos al bajar del autobús por las tardes. Los Lalanne en sus talleres separados por un jardín. La noche en que pintamos la calle les Vertus y aquella otra en que escondimos una piel de arenque bajo la terraza del restaurante en el que trabajaba el tarugo de Sartén Tefal, el ex de mi hermana. Y ese trayecto, tumbados sobre cartones en la trasera de una camioneta, mientras Vincent nos leía de cabo a rabo De cadenas y hombres, de Robert Linhart. La cara que puso Simon cuando escuchó a Bjórk por primera vez en su vida y a Monteverdi en el aparcamiento del Macumba.

Todas esas tonterías, todos esos anhelos y nuestras pompas de jabón en el entierro del padrino de Lola…

Nuestros amores perdidos, nuestras cartas rotas y los amigos con los que hablábamos por teléfono. Esas noches memorables, esa manía de cambiarlo todo siempre de sitio y ése o ésa a quien empujaremos cuando corramos detrás de un autobús que no nos habrá esperado.

Todo eso y mucho más.

Lo suficiente para no magullarse el alma.

Lo suficiente para no intentar discutir con los imbéciles.

Que se pudran.

Se acabarán pudriendo de todas formas.

Se pudrirán solos, y mientras nosotros estaremos en el cine, tan contentos.

Esto es lo que nos decimos para consolarnos de no habernos levantado de la mesa aquel día.

Nos recordamos también que todo eso esa aparente indiferencia esa discreción - фото 4

Nos recordamos también que todo eso, esa aparente indiferencia, esa discreción, y esa debilidad también, todo eso es culpa de nuestros padres.

Culpa suya, o gracias a ellos.

Porque fueron ellos quienes nos enseñaron los libros y la música. Fueron ellos quienes nos hablaron de otras cosas y nos obligaron a verlo todo de otra manera. Más alto, más lejos. Pero fueron ellos también quienes olvidaron enseñarnos a confiar en nosotros mismos. Pensaban que no hacía falta, que la confianza la adquiriríamos solos, de forma natural. Que teníamos talento para la vida y que los halagos nos estropearían el ego.

Se equivocaban.

La confianza no la adquirimos nunca.

Y aquí estamos ahora. Somos unos inútiles sublimes. Callados frente a los exaltados, con nuestras protestas fallidas y nuestras vagas náuseas.

Demasiada crema pastelera quizá…

Recuerdo que un día estábamos toda la familia en una playa cerca de Hossegor -y era raro que estuviéramos toda la familia en algún sitio, porque la Familia con mayúscula nunca ha sido nuestro fuerte exactamente- y nuestro Pop (nuestro padre nunca quiso que lo llamáramos papá, y, cuando la gente se extrañaba, contestábamos que era por lo de Mayo del 68. Era una explicación que nos gustaba mucho, «Mayo del 68», era como un código secreto, era como decir «es que viene del planeta Zorg»), nuestro Pop, como digo, seguramente levantó la vista de su libro y dijo:

– Niños, ¿veis esta playa? -(La Costa de Plata, en las Landas, bañada por el Océano Atlántico, ¿os hacéis una idea?)-. Bien, ¿pues sabéis lo que sois vosotros en el universo? -(¡Sí! ¡Unos niños sin permiso para comprarse un helado!)-. Sois ese grano de arena. Ese granito de arena. Nada más.

Nos lo creímos. Y así nos va.

– ¿A qué huele? -preguntó Carine, inquieta.

Me estaba untando en las piernas la pasta que me había dado la mujer de Li, el del bazar chino.

– Pero ¡¿qué es ese mejunje?!

– No lo sé. Creo que es pasta de arroz mezclada con cera de abejas o algo así…

– ¡Qué horror! Vaya asco. ¿Y no se te ocurre nada mejor que ponerte a untarte eso aquí, en nuestro coche?

– Qué remedio… No querrás que vaya a la boda así. Parezco el yeti.

Mi cuñada se dio la vuelta, suspirando.

– Bueno, pero ten cuidado con los asientos… Simon, apaga el aire acondicionado, que voy a bajar la ventanilla.

por favor, añado yo por lo bajini.

La mujer de Li había envuelto el mazacote de pasta de arroz en un trapo húmedo y me había dicho: «Ven a velme la plóxima vez. Ven a velme, tengo algo pala ti. Pala tu jaldín de amol. Velás qué contento tu novio cuando yo te lo quite todo, contento contigo, le podlás pedil todo lo que quielas…», me aseguró, guiñándome un ojo.

Se me escapó una sonrisa. Pequeña, porque acababa de manchar el reposabrazos, y con una mano seguí untándome mientras con la otra trataba de quitar la mancha con unos kleenex. Qué desastre.

– ¿Y también te vas a vestir en el coche?

– Pararemos antes un momento en algún sitio… ¿No, Simon? ¿A que me vas a encontrar un rinconcito escondido en algún lado, un senderito en el bosque o algo así?

– ¿Que huela a avellanas?

– ¡Por ejemplo, no espero menos de ti!

– ¿Y Lola? -preguntó Carine.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Va a venir?

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