El mismo niño grande capaz de reírse como un tonto durante veinte minutos de reloj cuando se fuma un porro y que se sabe todas las trayectorias de todas las naves de La Guerra de las Galaxias.
No digo que sea un santo, lo que digo es que es mejor aún que un santo.
Entonces ¿por qué? ¿Por qué se deja pisotear así? Misterio. Mil veces me han entrado ganas de sacudirlo, de abrirle los ojos y pedirle que diera un puñetazo en la mesa. Mil veces.
Un día Lola lo intentó. Simon la mandó a paseo y le contestó que era su vida.
Es verdad. Es su vida. Pero a quienes nos da pena es a nosotros.
Por otra parte, es una tontería. Como si no tuviéramos ya bastante con nuestros propios problemas…
Con Vincent es con quien más habla. Gracias a Internet. Se escriben todo el rato, se mandan chistes malos y direcciones de páginas web para encontrar discos de vinilo, guitarras de segunda mano o forofos de las maquetas. Así, Simon se ha hecho un súper amigo en Massachusetts con el que se intercambia fotos de sus respectivos barcos teledirigidos. Se llama Cecil (Sésil) W. (Dóbelyu) Thurlington y vive en una casa muy grande en la isla de Martha's Vineyard.
A Lola y a mí nos parece de lo más chic… Martha's Vineyard… «La cuna de los Kennedy», como dicen en las revistas del corazón.
Soñamos con tomar un avión y acercarnos a la playa privada de Cecil, gritando: « Yuuhuu! We are Simon's sisters! Darling C é cile! We are so very enchant é es! »
Nos lo imaginamos con un blazer azul marino, un jersey de algodón rosa sobre los hombros y un pantalón de lino color crema. Como en los anuncios de Ralph Lauren.
Cuando amenazamos a Simon con tamaño deshonor, pierde algo de su flema británica.
– ¡Ni que lo hicieras aposta! ¡Otra vez me he salido!
– Pero ¿cuántas capas te pones? -preguntó Simon, inquieto.
– Tres.
– ¿Tres capas?
– La base, el color y el fijador.
– Ah…
– Cuidado, pero ¡avísame cuando vayas a frenar!
Enarcó las cejas. No, perdón. Sólo una ceja.
¿En qué piensa cuando levanta así la ceja derecha?
Nos tomamos un bocata reseco en una área de servicio. Estaba asqueroso. Yo me inclinaba más por un menú del día en un restaurante de camioneros, pero en esos sitios «no saben lavar la lechuga». Es verdad. Se me olvidaba. De modo que tuvimos que conformarnos con tres bocadillos envasados al vacío. (Mucho más higiénico.)
«No está muy bueno, pero, al menos, ¡uno sabe lo que come!»
Es una manera de verlo.
Estábamos sentados fuera, junto a los cubos de basura. Se oían «brrrrrrrums» cada dos segundos, pero yo quería fumarme un cigarrillo, y Carine no soporta el olor a tabaco.
– Tengo que ir al baño -anunció, con una expresión de sumo agobio-. Aquí los aseos no deben de ser los de un hotel de cinco estrellas…
– ¿Por qué no haces pis en la hierba? -le pregunté.
– ¿Delante de todo el mundo? ¡Estás loca!
– Pues te alejas un poco y ya está. Voy contigo, si quieres…
– No.
– ¿Por qué no?
– Se me van a manchar los zapatos.
– Ah… Bueno, pero, por tres gotitas, ¿qué más da?
Se levantó sin dignarse contestarme.
– Sabes, Carine -declaré yo con voz solemne-, el día en que te guste hacer pis en la hierba serás mucho más feliz.
Cogió sus toallitas desinfectantes.
– Soy todo lo feliz que quiero ser, muchas gracias.
Me volví hacia mi hermano. Miraba fijamente los campos de maíz como si quisiera contar cada mazorca. No parecía muy animado.
– ¿Estás bien?
– Sí -contestó, sin volverse a mirarme.
– Pues no lo parece.
Se frotó la cara.
– Estoy cansado.
– ¿De qué?
– De todo.
– ¿Tú? No me lo creo.
– Pues es la verdad…
– ¿Es por tu trabajo?
– Mi trabajo. Mi vida. Todo.
– ¿Por qué me lo dices?
– ¿Y por qué no habría de decírtelo?
Otra vez me había vuelto la espalda.
– ¡Eh, Simon! ¿Qué dices? Oye, no tienes derecho a hablar así. ¡Te recuerdo que tú eres el héroe de la familia!
– Pues a eso me refiero precisamente… El héroe está cansado.
Yo flipaba. Era la primera vez que le veía perder pie.
Si Simon empezaba a dudar, entonces ¿qué iba a ser de nosotros?
En ese momento -y digo que es un milagro y añado que no me extraña y me inclino ante el santo patrón de los hermanos que vela por nosotros desde hace casi treinta y cinco años y, desde luego, no ha sido tarea fácil, pobre hombre- sonó su móvil.
Era Lola, que por fin se había decidido a venir y llamaba para preguntarle si podía pasar a recogerla a la estación de Châteauroux.
Enseguida se animó. Se guardó el móvil en el bolsillo y me pidió un cigarrillo. Carine volvió, frotándose hasta los codos con sus toallitas desinfectantes. Le recordó el número exacto de víctimas de cáncer de… Él esbozó un gestito con la mano, como para ahuyentar una mosca, y ella se alejó tosiendo.
Lola iba a venir. Lola iba a estar con nosotros. Lola no nos había abandonado, así que podían darle morcilla al resto del mundo.
Simon se puso las gafas de sol.
Sonreía.
Su Lola iba de camino en un tren…
Hay algo especial entre ellos. Para empezar son los que menos tiempo se llevan, dieciocho meses, y han compartido la infancia.
La de travesuras que habrán hecho los dos… Lola tenía una imaginación desbordante, y Simon era dócil (ya entonces…), se escapaban de casa, se perdían, se peleaban, se martirizaban y se reconciliaban. Cuenta mamá que Lola siempre lo estaba chinchando, que siempre iba a incordiarlo a su habitación, le arrancaba de las manos el libro que estuviera leyendo en ese momento o le destruía de una patada lo que tuviera montado con los Playmobil. A mi hermana no le gusta que le recuerden esas cosas (¡se siente como si la metieran en el mismo saco que a Carine!), así que mi madre se cree obligada a rectificar y añade que Lola era un culo de mal asiento, que siempre estaba dispuesta a invitar a todos los niños del barrio y a inventar montones de juegos nuevos. Que era una especie de monitora de campamento con mil ideas por minuto, y que cuidaba de su hermano mayor como una leona de sus cachorros. Que le hacía bizcochos de chocolate y que lo sacaba de sus Legos cuando ponían por la tele los dibujos animados que le gustaban.
Lola y Simon conocieron la Gran Época: la de Villiers. Cuando vivíamos todos en pleno campo, y nuestros padres todavía eran felices juntos. Para Lola y Simon el mundo empezaba delante de casa y terminaba en el otro extremo del pueblo.
Juntos, corrieron delante de toros que no eran toros en realidad y exploraron casas encantadas con fantasmas de verdad.
Llamaron tantas veces al timbre de la vieja Margeval para esconderse después que a la pobre mujer tuvieron que llevársela a un asilo, destruyeron trampas para animales, hicieron pis en los lavaderos, encontraron las revistas porno del maestro de escuela, robaron petardos, encendieron cohetes y rescataron gatitos que una mala bestia había tirado vivos al río dentro de una bolsa de plástico.
Hala, siete gatitos de una vez. ¡Qué contento se puso nuestro Pop!
Y el día en que el Tour de Francia pasó por el pueblo… Fueron a comprar cincuenta barras de pan y vendieron bocatas como rosquillas. Con lo que ganaron se compraron artículos de broma, sesenta chicles Malabar, un saltador para mí, una trompetita para Vincent (¡ya entonces!) y el último cómic de Yoko Tsuno.
Sí, era otra infancia… Ellos sabían lo que era un escalmo, cazaban grillos y saltamontes, y conocían el sabor de las bayas de la uva crespa. El acontecimiento que más los marcó quedó grabado en secreto detrás de la puerta del cobertizo:
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