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Anna Gavalda: La sal de la vida

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Anna Gavalda La sal de la vida

La sal de la vida: краткое содержание, описание и аннотация

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«La sal de la vida es un relato alegre, lleno de sonrisas, de juegos, de reyes, reinas y ases, que nos recuerda que todo es posible todavía», ANNA GAVALDA. Simone, Garance y Lola, tres hermanos que se han hecho ya mayores, huyen de una boda familiar que promete ser aburridísima para ir a encontrarse en un viejo castillo con Vincent, el hermano pequeño. Olvidándose de maridos y esposas, hijos, divorcios, preocupaciones y tristezas, vivirán un último día de infancia robado a su vida de adultos. La sal de la vida es un homenaje a los hermanos, compañeros imborrables de nuestra niñez. Una novela con todos los ingredientes que han hecho de Gavalda una de las autoras más leídas y admiradas de la literatura europea: alegría, ternura, nostalgia y humor.

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Un niño paciente que se tiró varios meses construyendo un planeta increíble con musgo seco para hacer el suelo y unos horribles animalillos moldeados con miga de pan y envueltos en telarañas.

Un chavalín tenaz y perseverante que participaba en todos los concursos y los ganaba casi todos: los de Nesquick, Danone, Babybel, Caran d'Ache, Kellogg's y el club Mickey.

Hubo un año en que su castillo de arena era tan, tan bonito que el jurado lo descalificó, acusándolo de que lo habían ayudado a hacerlo. Lloró toda la tarde, y nuestro abuelo tuvo que llevarlo a una créperie para consolarlo. Se tomó tres vasos de sidra seguidos.

Su primera borrachera.


¿Es consciente siquiera de que el encanto de su maridito llevó día y noche durante meses una capa de Supermán de satén rojo que doblaba con mucho cuidado y guardaba en su cartera antes de franquear la verja del colegio? Era el único niño que sabía arreglar la fotocopiadora del ayuntamiento. Y el único también que le vio las bragas a Mylène Carois, la niña de la carnicería Carois e hijos. (No se atrevió a decirle que no le interesaba demasiado…)

Simon Lariot, el discreto Simon Lariot, que siempre ha llevado una vida tranquila y feliz, sin molestar a nadie.


Que jamás cogió una rabieta, que jamás le exigió nada a nadie, que jamás se quejó de nada. Que aprobó con notazas los cursos de preparación para el examen de ingreso en la Escuela de Minas y luego se sacó la carrera con un expediente brillante, y lo hizo sin agobios y sin tener que doparse con Ténormine. Que no quiso celebrar su triunfo y se sonrojó hasta la raíz del pelo cuando la directora del instituto Stendhal lo besó en plena calle para felicitarlo.

El mismo niño grande capaz de reírse como un tonto durante veinte minutos de reloj cuando se fuma un porro y que se sabe todas las trayectorias de todas las naves de La Guerrade las Galaxias.

No digo que sea un santo, lo que digo es que es mejor aún que un santo.


Entonces ¿por qué? ¿Por qué se deja pisotear así? Misterio. Mil veces me han entrado ganas de sacudirlo, de abrirle los ojos y pedirle que diera un puñetazo en la mesa. Mil veces.

Un día Lola lo intentó. Simon la mandó a paseo y le contestó que era su vida.

Es verdad. Es su vida. Pero a quienes nos da pena es a nosotros.

Por otra parte, es una tontería. Como si no tuviéramos ya bastante con nuestros propios problemas…


Con Vincent es con quien más habla. Gracias a Internet. Se escriben todo el rato, se mandan chistes malos y direcciones de páginas web para encontrar discos de vinilo, guitarras de segunda mano o forofos de las maquetas. Así, Simon se ha hecho un súper amigo en Massachusetts con el que se intercambia fotos de sus respectivos barcos teledirigidos. Se llama Cecil (Sésil) W. (Dóbelyu) Thurlington y vive en una casa muy grande en la isla de Martha's Vineyard.

A Lola y a mí nos parece de lo más chic… Martha's Vineyard… «La cuna de los Kennedy», como dicen en las revistas del corazón.

Soñamos con tomar un avión y acercarnos a la playa privada de Cecil, gritando: «Yuuhuu!We are Simon's sisters! Darling Cécile! We are so very enchantées!»

Nos lo imaginamos con un blazer azul marino, un jersey de algodón rosa sobre los hombros y un pantalón de lino color crema. Como en los anuncios de Ralph Lauren.

Cuando amenazamos a Simon con tamaño deshonor, pierde algo de su flema británica.


– ¡Ni que lo hicieras aposta! ¡Otra vez me he salido!

– Pero ¿cuántas capas te pones? -preguntó Simon, inquieto.

– Tres.

– ¿Tres capas?

– La base, el color y el fijador.

– Ah…

– Cuidado, pero ¡avísame cuando vayas a frenar!

Enarcó las cejas. No, perdón. Sólo una ceja.

¿En qué piensa cuando levanta así la ceja derecha?


Nos tomamos un bocata reseco en una área de servicio. Estaba asqueroso. Yo me inclinaba más por un menú del día en un restaurante de camioneros, pero en esos sitios «no saben lavar la lechuga». Es verdad. Se me olvidaba. De modo que tuvimos que conformarnos con tres bocadillos envasados al vacío. (Mucho más higiénico.)

«No está muy bueno, pero, al menos, ¡uno sabe lo que come!»

Es una manera de verlo.


Estábamos sentados fuera, junto a los cubos de basura. Se oían «brrrrrrrums» cada dos segundos, pero yo quería fumarme un cigarrillo, y Carine no soporta el olor a tabaco.

– Tengo que ir al baño -anunció, con una expresión de sumo agobio-. Aquí los aseos no deben de ser los de un hotel de cinco estrellas…

– ¿Por qué no haces pis en la hierba? -le pregunté.

– ¿Delante de todo el mundo? ¡Estás loca!

– Pues te alejas un poco y ya está. Voy contigo, si quieres…

– No.

– ¿Por qué no?

– Se me van a manchar los zapatos.

– Ah… Bueno, pero, por tres gotitas, ¿qué más da?

Se levantó sin dignarse contestarme.

– Sabes, Carine -declaré yo con voz solemne-, el día en que te guste hacer pis en la hierba serás mucho más feliz.

Cogió sus toallitas desinfectantes.

– Soy todo lo feliz que quiero ser, muchas gracias.


Me volví hacia mi hermano. Miraba fijamente los campos de maíz como si quisiera contar cada mazorca. No parecía muy animado.

– ¿Estás bien?

– Sí -contestó, sin volverse a mirarme.

– Pues no lo parece.

Se frotó la cara.

– Estoy cansado.

– ¿De qué?

– De todo.

– ¿Tú? No me lo creo.

– Pues es la verdad…

– ¿Es por tu trabajo?

– Mi trabajo. Mi vida. Todo.

– ¿Por qué me lo dices?

– ¿Y por qué no habría de decírtelo?


Otra vez me había vuelto la espalda.

– ¡Eh, Simon! ¿Qué dices? Oye, no tienes derecho a hablar así. ¡Te recuerdo que tú eres el héroe de la familia!

– Pues a eso me refiero precisamente… El héroe está cansado.


Yo flipaba. Era la primera vez que le veía perder pie.

Si Simon empezaba a dudar, entonces ¿qué iba a ser de nosotros?

En ese momento -y digo que es un milagro y añado que no me extraña y me inclino ante el santo patrón de los hermanos que vela por nosotros desde hace casi treinta y cinco años y, desde luego, no ha sido tarea fácil, pobre hombre- sonó su móvil.

Era Lola, que por fin se había decidido a venir y llamaba para preguntarle si podía pasar a recogerla a la estación de Châteauroux.


Enseguida se animó. Se guardó el móvil en el bolsillo y me pidió un cigarrillo. Carine volvió, frotándose hasta los codos con sus toallitas desinfectantes. Le recordó el número exacto de víctimas de cáncer de… Él esbozó un gestito con la mano, como para ahuyentar una mosca, y ella se alejó tosiendo.


Lola iba a venir. Lola iba a estar con nosotros. Lola no nos había abandonado, así que podían darle morcilla al resto del mundo.


Simon se puso las gafas de sol.

Sonreía.

Su Lola iba de camino en un tren…


Hay algo especial entre ellos. Para empezar son los que menos tiempo se llevan, dieciocho meses, y han compartido la infancia.

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