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Anna Gavalda: La sal de la vida

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Anna Gavalda La sal de la vida

La sal de la vida: краткое содержание, описание и аннотация

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«La sal de la vida es un relato alegre, lleno de sonrisas, de juegos, de reyes, reinas y ases, que nos recuerda que todo es posible todavía», ANNA GAVALDA. Simone, Garance y Lola, tres hermanos que se han hecho ya mayores, huyen de una boda familiar que promete ser aburridísima para ir a encontrarse en un viejo castillo con Vincent, el hermano pequeño. Olvidándose de maridos y esposas, hijos, divorcios, preocupaciones y tristezas, vivirán un último día de infancia robado a su vida de adultos. La sal de la vida es un homenaje a los hermanos, compañeros imborrables de nuestra niñez. Una novela con todos los ingredientes que han hecho de Gavalda una de las autoras más leídas y admiradas de la literatura europea: alegría, ternura, nostalgia y humor.

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Un chico que nunca se coma el coco con nada. Que no piense en nada más que en comparar los precios de las tiendas con los de los catálogos de venta por correo y me diga: «Si es que está claro, cariño, la diferencia entre Casto y Leroy Merlin es la atención al cliente, nada más…»

Y siempre entraríamos en casa por el sótano para no manchar el vestíbulo. Y dejaríamos los zapatos al pie de la escalera para no manchar los peldaños. Y seríamos amigos de los vecinos, que serían todos muy simpáticos y muy majos. Y tendríamos una barbacoa de obra, y sería una suerte para los niños porque la urbanización sería de alta seguridad, como dice mi cuñada, y…

Oh, qué felicidad.

Era demasiado horroroso. Tanto, que me quedé dormida.

La sal de la vida - изображение 3

Me desperté en una gasolinera cerca de Orleans. Medio atontada. Tarda de reflejos y con la boca pastosa. Me costaba abrir los ojos y me notaba el pelo extrañamente pesado. De hecho me lo palpé para asegurarme de que de verdad fuera pelo.

Simon esperaba en la cola para pagar. Carine se estaba empolvando la nariz.

Me fui a la máquina de café.

Tardé al menos treinta segundos en comprender que podía reciclar el vasito de plástico. Me bebí el café sin azúcar y sin ninguna convicción. Debía de haberme equivocado de botón. ¿No tenía un saborcillo como a tomate este capuchino? Bufff. El día iba a ser muy largo.

Volvimos al coche sin intercambiar una palabra. Carine sacó una toallita húmeda de su neceser Vanity para desinfectarse las manos.

Carine se desinfecta siempre las manos cuando sale de un sitio público.

Por motivos de higiene.

Porque Carine ve los microbios.

Ve sus patitas peludas y su horrorosa boca.

Por eso nunca coge el metro. Tampoco le gustan los trenes. No puede evitar pensar en toda esa gente que habrá puesto los pies en los asientos y habrá pegado sus mocos debajo del reposabrazos.

Prohíbe a sus hijos que se sienten en los bancos de la calle o que toquen las barandillas de las escaleras. Le cuesta llevarlos al parque. Le cuesta subirlos al tobogán. Le dan repelús las bandejas del McDonald's, por no hablar ya del intercambio de cromos de Pokemon. Le ponen mala los carniceros que no llevan guantes y las vendedoras que no utilizan pinzas para servirle el croissant. Sufre con las meriendas compartidas del colegio y cuando llevan a los niños a la piscina, y ellos se dan la mano antes de intercambiarse sus micosis.

Para ella, vivir es una ocupación agotadora.

A mí me molesta mucho eso de las toallitas desinfectantes.

Eso de percibir siempre al otro como un montón de microbios. Mirarle siempre las uñas al estrecharle la mano. Desconfiar siempre. Esconderse siempre detrás de la bufanda. Advertir siempre a sus hijos del peligro.

No toques. Está sucio.

Quita las manos de ahí.

No compartas.

No salgas a la calle.

¡Como te sientes en el suelo te doy una torta!

Lavarse siempre las manos. Lavarse siempre la boca. Hacer siempre pis en equilibrio diez centímetros por encima de la taza del váter y besar sin rozar con los labios. Juzgar siempre a las madres en función de lo limpias que estén las orejas de sus hijos.

Siempre. Juzgar siempre.

Esto no huele nada bien. De hecho, a la familia de Carine le falta tiempo para despotricar en plena sobremesa sobre los extranjeros, y en especial sobre los musulmanes.

Los moracos, como dice el padre de Carine.

Dice: «Pago impuestos para que luego los moracos tengan diez hijos.»

Y también: «Yo metería a toda esa chusma en un barco y los torpedearía a todos, es que no dejaría ni uno…»

También le gusta mucho decir: «Francia es un país de vagos, hala, todos a cobrar subsidios. Los franceses son unos gilipollas.»

Y, a menudo, suele concluir así: «Yo trabajo los primeros seis meses del año para mi familia y los otros seis para el Estado, así que, ¡que no vengan a hablarme de los pobres y los parados, ¿eh?! Yo trabajo un día sí y otro también para que N'gonga pueda dejar preñadas a sus diez negratas culonas, así que, ¡a mí que nadie venga a darme lecciones de moral!»

Recuerdo un almuerzo en particular. No es un recuerdo agradable. Era el bautizo de la pequeña Alice. Estábamos todos reunidos en casa de los padres de Carine, cerca de Le Mans.

Su padre es gerente de un Casino (la cadena de supermercados, no la ruleta y el blackjack), y fue al verlo al final de su camino adoquinado, entre su farola de hierro trabajado y su maravilloso Audi, cuando de verdad comprendí el sentido de la palabra fatuo. Esa mezcla de estupidez y de arrogancia. Esa inquebrantable autosatisfacción. Ese jersey de cachemira azul celeste estirajado sobre su barrigón y esa extraña manera -tan cálida- de estrecharte la mano odiándote ya de entrada.

Siento vergüenza cuando pienso en ese almuerzo. Siento vergüenza y no soy la única. Me imagino que Lola y Vincent tampoco se deben de sentir muy orgullosos de sí mismos…

Simon no estaba presente cuando la conversación degeneró. Estaba en un rincón del jardín de la casa, construyéndole una cabaña a su hijo.

Debe de estar acostumbrado ya. Debe de saber que es mejor estar bien lejos del bueno de Jacquot cuando se lanza a despotricar.

Simon es como nosotros: no le gustan las discusiones de final de banquete, teme los conflictos y huye de los enfrentamientos. Sostiene que es energía mal empleada y que hay que conservar las fuerzas para combates más interesantes. Que la gente como su suegro son batallas perdidas de antemano.

Y cuando le hablan del auge de la extrema derecha, sacude la cabeza de lado a lado y dice: «Bah… Es como el lodo en el fondo de un estanque. Tiene que estar ahí a la fuerza, es humano. Pero es mejor no removerlo para que no suba a la superficie.»

¿Cómo consigue soportar esas comidas familiares? ¿Cómo consigue ayudar a su suegro a podar el seto?

Piensa en las cabañas de Leo.

Piensa en el momento en que cogerá a su hijo de la mano y se adentrará con él en el sotobosque silencioso.

Siento vergüenza porque aquel día nos quedamos callados como cobardes.

Una vez más, nos volvimos a quedar callados como cobardes. No nos atrevimos a protestar por las estupideces que soltaba ese tendero rabioso que nunca verá más allá de sus narices.

No le llevamos la contraria. No nos levantamos de la mesa. Seguimos masticando despacio cada bocado, contentándonos con pensar que ese tipo era un idiota, haciendo lo imposible por seguir amparándonos en lo que nos quedaba de dignidad.

Pobres de nosotros. Qué cobardes somos, pero qué cobardes…

¿Por qué somos así todos, los cuatro? ¿Por qué nos impresionan los que gritan más que los demás? ¿Por qué nos amilanamos ante los agresivos?

¿Qué nos pasa? ¿Dónde termina la buena educación y dónde empieza la cobardía?

Lo hemos comentado a menudo entre nosotros. Hemos entonado nuestro mea culpa un montón de veces ante porciones de pizza y ceniceros improvisados. No necesitamos que nadie nos calle la boca. Ya somos mayorcitos para ponernos la mordaza nosotros mismos, y por muchas botellas vacías que acumulemos, siempre llegamos a la misma conclusión: que si somos así, callados y decididos pero siempre impotentes frente a los estúpidos es precisamente porque no tenemos la más mínima confianza en nosotros mismos. No nos queremos.

No nos queremos a nosotros mismos, me refiero.

No nos creemos lo bastante importantes.

Lo bastante importantes como para escupirle a la cara al padre de Carine. Lo bastante importantes como para creer un solo segundo que nuestros gritos de indignación puedan desviar el curso de sus pensamientos. Lo bastante importantes como para esperar que nuestros gestos de asco, arrojando las servilletas arrugadas sobre la mesa y volcando las sillas, puedan cambiar de alguna manera la marcha del mundo.

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