La elegante señora vestida de gris y rosa que charlaba con el tío Georges, allá a lo lejos, era nuestra madre. Nos tiramos a sus brazos, con cuidado de que no nos dejara las marcas de sus besos.
Muy diplomática ella, primero besó a su nuera, alabando su vestido, antes de volverse hacia nosotras, riendo:
– Garance… estás fantástica… ¡Sólo se echa de menos el circulito rojo en mitad de la frente!
– Pues no faltaba más que eso -soltó Carine, antes de precipitarse sobre nuestro pobre tío viejo y marchito-, no estamos en Carnaval, que yo sepa…
Lola hizo ademán de darme su sombrero, y nos echamos a reír.
Nuestra madre se volvió hacia Simon:
– ¿Han estado así de insoportables durante todo el viaje?
– Peor todavía -contestó muy serio, asintiendo con la cabeza.
Y añadió:
– ¿Y Vincent? ¿No ha venido contigo?
– No. Está trabajando.
– ¿Cómo que está trabajando? ¿Dónde?
– Pues donde siempre, en su castillo…
Nuestro hermano mayor menguó diez centímetros de golpe.
– Pero… Yo creía… O sea, él me dijo que vendría…
– He intentado convencerlo pero no ha habido manera. Ya sabes que él, esto de los canapés y tal…
Simon parecía desesperado.
– Le había traído un regalo. Un vinilo inencontrable. Y tenía ganas de verlo… No lo veo desde Navidad. Jo, qué chasco… ¿Sabéis lo que os digo? Que me voy a tomar una copa.
Lola hizo una mueca:
– Vaya, vaya, nuestro hermanito no parece muy feliz…
– Ya te digo -repliqué, mirando a Miss Aguafiestas, que se besuqueaba con todas nuestras tías abuelas-, ya te digo…
– ¡Vosotras, en cambio, hijas mías, estáis espléndidas! Os encargáis de animarlo, ¿verdad? Sacad a bailar a vuestro hermano, ¿eh?
Y se alejó para entregarse a las cortesías de rigor.
Seguíamos con la mirada a esa mujercita menuda. Su gracia, su porte, su empaque, su elegancia, su clase…
La parisina…
Lola se puso seria de repente. Dos niñitas adorables corrían riendo para unirse al cortejo.
– Bueno -dijo-, me parece que me apunto a la copa con Simon…
Y yo me quedé plantada como una tonta en medio de la plaza, con mi sari arrugado y sin gracia.
No por mucho tiempo porque al momento se acercó nuestra prima Sixtine, cacareando:
– ¡Eh, Garance! ¡Hare Krishna! ¿Vas a una fiesta de disfraces o qué?
Sonreí como pude, reprimiendo a duras penas un comentario hiriente sobre su bigote mal teñido y su traje sastre verde manzana de tienda paleta y quiero y no puedo de provincias.
Cuando se alejó, le tocó el turno a la tía Geneviève:
– Dios mío, pero ¿eres tú mi pequeña Clémence? Dios mío, pero ¿qué es esa cosa de hierro que llevas en el ombligo? ¿Seguro que no te hace daño?
Así que me dije; bueno, mejor será que me vaya yo también al bar con Simon y Lola…
Los encontré a los dos sentados en la terraza. Con una caña al alcance de la mano, tan a gusto, tomando el solecito tan ricamente.
Me senté -al hacerlo, sonó un «crac»- y me pedí yo también una caña.
Felices, en paz, con los labios ribeteados de espuma de cerveza, observábamos a la gente del lugar que, asomada a las puertas de sus casas, hacía comentarios sobre los forasteros reunidos en el atrio de la iglesia. Maravilloso espectáculo.
– Eh, ¿esa de ahí no es la nueva mujer del cornudo de Olivier?
– ¿Cuál, la morena bajita?
– No, la rubia que está al lado de los Puturrú de Foie…
– Socorro. Es aún más fea que la anterior. No te pierdas el bolso que lleva…
– Imitación Gucci.
– Exacto. Pero no tiene siquiera la calidad de los buenos bolsos de imitación. Éste es una copia made in China…
– Lo peor de lo peor.
Podríamos haber seguido así un buen rato, pero Carine vino a buscarnos:
– ¿Venís? Ya va a empezar…
– Enseguida vamos, enseguida vamos… -le contestó Simon-, me termino la cerveza y vamos.
– Pero si no entramos ya -insistió-, no cogeremos buen sitio en la iglesia y no veré nada…
– Que sí, ve yendo tú que yo luego te alcanzo.
– Bueno, pero date prisa, ¿eh?
Ya se había alejado veinte metros cuando de pronto se volvió y gritó:
– ¡Y vete a la tienda de enfrente y compra un paquete de arroz!
Dicho esto, se volvió de nuevo:
– Pero no del más caro, ¿eh? ¡No compres el de Uncle Ben's como la otra vez! Total, para tirarlo…
– Que sí, que vale… -masculló él.
Vimos a lo lejos a la novia del brazo de su padre. La misma que pronto tendría toda una camada de ratoncillos con orejas de soplillo. Contamos a todos los que llegaban tarde y animamos con un fuerte aplauso al monaguillo, que corría a toda velocidad tropezándose con el alba.
Cuando las campanas callaron, y los autóctonos volvieron a sus quehaceres, Simon dijo:
– Me apetece ver a Vincent.
– Ya, pero aunque lo llamáramos ahora -contestó Lola, cogiendo su bolso-, hasta que llegue…
Entonces pasó por ahí un niño de la boda, vestido con pantalón de franela y bien peinadito con su raya al lado. Simon lo pilló por banda:
– ¡Eh! ¿Te quieres ganar cinco partidas de pinball?
– Sí…
– Entonces vuélvete a la misa y ven a avisarnos cuando haya acabado la homilía.
– Vale, pero el dinero me lo dais ya.
Yo flipo con los niños de hoy en día…
– Toma, estafador. Pero no nos la juegues, ¿eh? Luego vienes a avisarnos.
– ¿Me da tiempo a echar una partida ahora?
– Bueeeno, vaaale -suspiró Simon-, pero luego te vas derechito a misa.
– Vale.
Nos quedamos un rato más ahí sentados, tranquilamente, y entonces Simon añadió:
– ¿Y si vamos a verlo?
– ¿A quién?
– ¡A quién va a ser, a Vincent!
– Pero ¿cuándo? -pregunté yo.
– Ahora.
– ¿Ahora?
– ¿Te refieres a ahora mismo? -repitió Lola.
– ¿Se te ha ido la olla? ¿Quieres coger el coche y marcharnos ahora?
– Mi querida Garance, me parece que acabas de resumir perfectamente mis intenciones.
– Estás loco -dijo Lola- ¿cómo vamos a marcharnos así?
– ¿Y por qué no? -Rebuscó unas monedas en el bolsillo-. Vamos… ¿Os apuntáis, chicas?
No reaccionamos. Simon levantó los brazos al cielo:
– ¡Venga, que nos vamos! ¡Nos largamos! Nos damos el piro. Ponemos pies en polvorosa. ¡Nos marchamos y adiós muy buenas!
– ¿Y Carine?
Bajó los brazos.
Se sacó un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y le dio la vuelta a un posavasos.
«Nos hemos ido a visitar el castillo de Vincent. Cuídame bien a Carine. Sus cosas están delante de tu coche. Besos de los tres.»
– ¡Eh, chaval! Cambio de planes: ya no tienes que chaparte la misa, pero a cambio le entregas esta nota a una señora que va vestida de gris con un sombrero rosa y que se llama Maud, ¿te has enterado?
– Sí.
– ¿Cómo va la partida?
– Me he ganado dos bolas extra.
– Repite lo que acabo de decirte.
– Cuando consiga un récord, le entrego este posavasos a una señora con un sombrero rosa que se llama Maud.
– La esperas al salir de la iglesia y se lo das.
– Vale, pero esto os va a salir más caro…
El chaval se reía.
– No has cogido el neceser…
– Vaya. Media vuelta. Esto sí que no me lo perdonaría nunca…
Lo dejé bien a la vista encima de su maleta, y volvimos a arrancar, envueltos en una nube de polvo. Como si acabáramos de atracar un banco.
Читать дальше