Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto

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Los amigos del crimen perfecto es una novela coral vertebrada en torno a un grupo de amantes de la novela negra que persiguen, desde hace años, tanto el estudio como la quimera de un crimen perfecto, hasta que la realidad acaba envolviéndoles en uno que, siendo un crimen perfecto, acaso ni es crimen ni perfecto.

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Modesto Ortega permanecía mudo. Se quedó sin argumentos, y el único que se le ocurría no le pareció decoroso emplearlo. Un abogado también se movía por la lógica, pero sobre todo por la ética. Dora no iba a volver con él. Si Paco dejaba la intriga para recuperar a su mujer, no iba a conseguir nada. Vivía con un hombre desde hacía lo menos un año. Y Paco lo sabía. Estaba contenta, después de la separación se la veía feliz por primera vez. Con tal de que le pasara la pensión para su hija, a ella le iba a dar igual que su ex marido dejara de escribir novelas policíacas o que le llevaran en andas a Beverly Hills como guionista, a lo Chandler, a lo Faulkner.

– A mí me gustan tus novelas y le gustan a mucha gente, Paco. No es verdad que no salgan mujeres. Hay historias de amor. La que salía en Cuenta tres , entre Violeta y Flaherty era de las que hacen época. Tienes que seguir escribiéndolas. Si no gustaran, no te las habrían publicado. Claro que tu editor era una sanguijuela y en el fondo a lo mejor has hecho bien. Sólo hay que buscar otro editor.

– No, esto se acabó -admitió Paco Cortés como el que acaba de quemar sus naves ante sus leales y ante la historia-. ¿No te das cuenta de que todo eso acabó? Como el blanco y negro en el cine. Novelas negras…Ahora son todas en technicolor. Lo que te he dicho: escalibada y gambas de Palamós.

– Eran novelas preciosas…A mí me gustaban -entonó Modesto Ortega, como si fuese una balada villoniana.

Ambos amigos guardaron silencio durante unos minutos. El propio Modesto advirtió, con pena, que acababa de hablar en pasado.

Cruzaban el barrio de San Ildefonso. Habían pasado de largo junto a las gitanas de Gran Vía, y a Paco se le había olvidado comprar uno de aquellos pañuelos de imitación. A esa hora no había demasiada gente en la calle. También había dejado atrás una farmacia. Ya no le dolía la garganta. Creyó encontrarse mejor. Hacía un día gris, con el cielo sucio, del color de las aceras, y las casas parecían medio torcidas, a punto de venirse al suelo al menor temblor de tierra. Y eso es lo que estaba temiendo Modesto Ortega que sucediera en cualquier momento. La noticia haría tambalear a toda la ciudad. Iba a ser un montón de ruinas en el momento menos pensado. Sintió su corazón sepultado en una escombrera. No caminaban por la Gran Vía ni por Valverde sino por un paisaje lleno de cascotes chamuscados y cráteres humeantes. ¿Qué iba a ser de su vida sin las novelas de su amigo? ¿Qué les reservaba el futuro? Temió por el de Cortés. Sabía tan bien como él que no tenía más ingresos que los que le venían de la editorial Dulcinea y que no había hecho otra cosa en los últimos veintidós años que escribir novelas policíacas, de detectives y de intriga en general.

– ¿Cómo le vas a pagar la pensión a Dora? Sabes que me tienes para lo que necesites hasta donde yo pueda…

– Gracias, Modesto. Le he sacado al viejo otras treinta mil pesetas, aparte de las setentaidós mil de la novela. No pienso devolvérselas. Voy abrir una agencia de detectives. Lo tengo muy bien pensado.

Mentira. Acababa de ocurrírsele en ese preciso instante.

Del susto, Modesto Ortega volvió a experimentar una sacudida en toda regla que le transportó del lado izquierdo de Cortés, por donde iba, al derecho, e igualmente sin que se diera cuenta de cómo había sucedido.

– Mira lo que dices, Paco. Yo sé lo que cuesta ganarse la vida con el público. Eso es una lucha para empezarla de joven. A tu edad hay que olvidarse de películas. Y acuérdate de Sherlock Holmes…

– ¿El nuestro?

– No, el auténtico. Cuando a Conan Doyle, después del éxito que había tenido con su Sherlock Holmes y de que todos creyeran que él y su personaje eran la misma cosa, le hicieron de Scotland-Yard, ¿qué pasó?

– Sí, no supo resolver ni su primer caso, y fracasó estrepitosamente. Yo no soy Conan Doyle. Yo no soy un lord. Está decidido. Paso de la literatura a la vida. Me estaba anquilosando. Me lo ha dicho Espeja, y tiene razón. Se acabaron los Fred Madisson, los Thomas S. Callway, los Edward Ferguson, los Mathew Al Jefferson, los Peter O’Connor. Adiós, Sam Speed, ha sido tu primera y última salida al mundo. A partir de ahora vuelvo a ser Francisco Cortés, más concretamente Paco Cortés. La vida vuela, y todo estaba muerto.

– ¿Cómo muerto? -le interrumpió escandalizado el abogado-. ¿Y todo lo que yo he sacado de tus novelas? ¿Esas descripciones, ese pintar como tú pintabas las cosas, que parece que las tienes delante?

– Nada. Ahora el personaje soy yo. Yo sé quien soy, y sobre todo, yo sé ya quién quiero ser, que no es el que era hasta ahora. Ahora, a lo mejor vas a ser tú el que tengas que contar mi vida -bromeó el ex novelista-. Yo soy el protagonista de mi propia novela. He dejado de ser el que se inventaba unos personajes, y voy a ser el que se inventa a sí mismo. ¿Me sigues? Como una novela de Unamuno. Esto a Dora le va a entusiasmar.

– ¿Lo de Unamuno?

– No -precisó Cortés-. Precisamente lo contrario, lo de dejar de escribir libros. Y lo de Mariola sabe que no fue nada. Se acabó para siempre. Volveremos a vivir juntos, con la niña.

– Paco, te estás volviendo loco. Ha sido de trabajar veintidós años para la editorial Dulcinea. Vamos a cambiar de editorial -y devolvió ese plural a Paco en justa correspondencia-. Es un disparate lo que vas a hacer. Tú sabes escribir novelas policíacas, y eso es lo a lo que tienes que dedicarte.

– Tú me puedes echar una mano. Siempre me lo has dicho. Los abogados están tan cerca del delito que necesitan más de los detectives que de la policía, y que cuanto peores son los delincuentes, mejores hacen a los abogados.

– ¿Cuándo te he dicho yo eso?

– Lorenzo también podrá arrimar el hombro al principio.

Se refería a Lorenzo Maravillas, inspector de policía adscrito desde hacía tres años a la comisaría de la calle de la Luna, y desde dos meses y medio tertuliano, y uno de los más activos y entusiastas, de los ACP.

– En la última novela, en la que le acabo de dar a Espeja, saco un bar que se llama el Lowren; por él.

Los Amigos del Crimen Perfecto apreciaban esas atenciones. En todas las novelas solía meter Paco Cortés el retrato de alguno de los colegas, de la misma manera que no se olvidaba de Dora, ni de su hija, Violeta, o de colocar las cosas que ellos le contaban, en fin, guiños que se tomaban como gentilezas de su amigo.

– Loren parece una buena persona -admitió Modesto-. Pero ¿en qué te va a poder ayudar él?

– A lo mejor quiere ser socio mío. Podíamos hacer una sociedad. Un policía, un abogado y un detective. Es perfecto. Loren me pasa los casos, yo los resuelvo y tú defiendes a los criminales.

– Pero lo que llega a la comisaría de Loren suele ser gente que se quiere sacar el carnet de identidad.

Modesto no le encontraba lógica a los proyectos de su amigo.

– Además, Paco, ¿tú crees que Madrid da como para que haya otra agencia de detectives? Hay cuatro o cinco y sobran la mitad. Lo he visto en la tele el otro día. Es como lo de los médicos. Me parece que la gente no se gasta una peseta en uno particular, si puede ir a uno del seguro. Así que para eso está la policía.

– No creas. Ahora con lo del divorcio y todas estas cosas nuevas la gente anda muy agitada, y necesita detectives que espíen. Es la moda, y a la gente le gusta estar a la moda. Yo también leí ayer que desde que hay ley del divorcio se han separado en España ciento cincuenta mil matrimonios, y la cosa va en alza.

– ¿Y qué tiene eso que ver con las novelas que has escrito? Tú escribes de la mafia, de los contrabandistas, del hampa, de gente que aparece muerta con un cuchillo en la espalda en una habitación cerrada, de detectives corruptos y prostitutas honradas, de organizaciones criminales, de asesinos profesionales…¿Cuántos asesinos a sueldo conoces tú en la ribera del Manzanares?

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