Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto

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Los amigos del crimen perfecto es una novela coral vertebrada en torno a un grupo de amantes de la novela negra que persiguen, desde hace años, tanto el estudio como la quimera de un crimen perfecto, hasta que la realidad acaba envolviéndoles en uno que, siendo un crimen perfecto, acaso ni es crimen ni perfecto.

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Esa cantidad sacudió a Espeja el viejo. Las llaves saltaron de sus manos como una alimaña que hubiese recobrado la libertad, y habrían caído al suelo si no hubieran estado sujetas por la cadena.

– Eso es mucho dinero -advirtió de un modo sombrío.

– Dora. Hazte cargo. Hace cuatro meses que no le paso la pensión -mintió, porque Cortés no hacía otra cosa que contar los días para poder llevarle el dinero a su mujer. Pero Espeja no conocía esos detalles, como ningún otro de la vida de sus empleados-. A cuenta de las dos próximas novelas -añadió Paco Cortés sin hacer ni una concesión al pordioseo.

– No tengo tanto disponible -mintió Espeja, y contó treinta billetes de mil, y guardó el resto en la caja verde.

El rostro del editor se nubló con el sablazo.

– Fírmalo.

Paco quitó el dinero de la vista, por si se arrepentía, y firmó el recibo que le tendió el editor.

– ¿Qué me dices, Paco? Me das una de detectives, y una de amor, hasta que encuentre a alguien que me escriba sólo las de amor. A ti lo mismo te da escribir una basura negra que una basura rosa.

Creyó cobrarse los primeros intereses de su préstamo llamando basura a la carpeta azul que estaba sobre la mesa.

Francisco Cortés hubiera creído media hora antes más verosímil que allí mismo la señorita Clementina y Espeja el viejo les iban a asesinar que lo que iba a suceder en ese preciso momento. Como hubiera dicho el propio Modesto Ortega, habría tenido más lógica. Pero nada la tenía en esta vida.

Notó en la garganta un cuesco de dátil, que ni subía ni bajaba. Quizá me esté cogiendo la gripe, pensó Paco. Tampoco se le ocurrió media hora antes que pudiera estar pillando una gripe. La conversación con Espeja el viejo había puesto en fuga todas sus defensas. Cuando escribía sólo era real lo que iba quedando en el papel. Lo demás no contaba. Eso era algo que Dora le reprochaba. Le decía: cuando estás fuera, porque estás fuera, y cuando estás en casa, porque estás escribiendo. Nunca te tengo para mí sola. Y llevaba razón. Iba a llevarle el dinero y le diría que la perdonaba. No, no diría que la perdonaba, porque eso sería poner peor las cosas. No le gustaba mendigar. Iba a dejar las intrigas, las mujeres. Eran como la nicotina, como el alcohol, como la droga. Uno se adicta a los crímenes, a las mujeres, a las novelas como al tabaco. Sin darse cuenta. Se empieza por broma, por hacerse el hombre. Le diría que la amaba sobre todas las cosas. El era personaje de sí mismo y de su propia vida, como lo eran los de sus novelas de las ficciones que urdía para ellos. Las cosas le sucedían sin pensar. Unas traían a las otras. Se levantaba cada día sin saber cómo iba a acabarlo, por lo mismo que dos holandesas antes de poner la palabra FIN Delley y Olson estaban todavía resolviendo cuál de los dos iba a sobrevivir o si morirían los dos o si se salvaban los dos. Y de la misma manera que sus personajes, se conducía él. ¿Por qué Dora no entendía eso que ya le había explicado un centenar de veces? Las mujeres en él no eran un desenlace, sino un planteamiento. Era la lógica de la realidad, aunque reconocía que en sus novelas había mucha más lógica, porque al llegar al final podía volver sobre las cuartillas escritas y amañarlo todo convenientemente. ¿Cómo se volvía al pasado y se arreglaban los errores? ¿Cómo pegar los trozos de un jarrón roto sin que se notara? Su vida era un jarrón roto, del que ya faltaban algunos trozos. Eso es seguro. Siempre se pierde alguno. Sí, le dolía la garganta. En una novela él hubiera tachado las palabras dolor de garganta con unas equis, y habría dejado de dolerle. En una novela habría suprimido el pasaje donde el jarrón se rompía, y el jarrón seguiría incólume. No hubiera tachado su aventura con Mariola, porque no veía en ella nada malo. Pero habría hecho que Dora no se enterase de ella y no le hubiera dado lugar a echarlo de casa. No le habría hecho daño con esa absurda traición, si no se hubiese llegado a enterar. Pero en la vida las cosas ocurrían de modo imprevisto. A la salida tendrían que pasarse por una farmacia. Les venía de camino de la tertulia, se consoló. En las novelas las cosas, sobre todo las inmotivadas, sucedían más fácilmente. Pero ¿cómo meterse de nuevo en la vida de Dora, saltar a los capítulos anteriores, y allí cambiar penosos episodios, y hacer que los que habían sucedido no hubieran sucedido nunca, o que los olvidara para siempre en los capítulos siguientes? ¿Cómo iba a olvidar ella?, y le pareció que otra vez había pensado demasiado en alto, porque ésa era la pregunta que imaginó que podía estar haciéndole su ex mujer. Y ahora, aquel imbécil recordándole que su vida era una basura llena de novelas basura.

– ¿Qué me respondes, Paco? Es lo que digo, te estás volviendo idiota. Bebes demasiado. Despierta. A ti lo mismo te da escribir una mierda que otra, y a mí me resuelves la papeleta. Lo de esa vieja se estaba viendo venir. Está acabada.

Fue aquella malsonancia la que colmó el vaso, pensó luego Paco Cortés. Espeja había encendido un puro barato que le aureolaba la cara como a un brujo. Tenía un aspecto de viejo indecente: metido en un traje color ala de mosca, corbata negra, de luto o de ordenanza ministerial, no se sabía, delgado, mal color, una calva bruñida, el pecho hundido, manos blancas y femeninas con las puntas teñidas de amarillo por la nicotina y las uñas sucias de los poetas y un tic nervioso que le hacía toser de continuo y pasarse por la boca unos pañuelos no demasiado limpios, que doblaba con sumo cuidado antes de devolvérselos al bolsillo. Qué porquería.

– ¿Qué me dices? Parece que te ha dado la tontera.

Paco Cortés se había quedado mirando por la ventana. Pensaba en Dora. También en Espeja. Cabrón. Tuvo miedo de que Espeja el muerto-que-en-paz-descanse le hubiera oído el pensamiento y se lo hubiera soplado al oído a Espeja el viejo, tan cerca como le tenía. Cada vez que le llevaba el dinero a Dora se producía una escena imprevisible. El préstamo le daría para llevarle un ramo de flores. No, flores no. Nada disgusta tanto a una mujer como que le regale flores el hombre que ella no quiere que le regale flores. Eso lo quieren ellas reservar para el hombre suyo, como hace la mujer de la vida con los besos en la boca, que guarda únicamente para su novio. Quizá pensara que no tenía derecho a regalarle flores. Un pañuelo. Un pañuelo, en cambio, les gusta a todas. Le compraría un pañuelo en el puesto de las gitanas de Gran Vía, después de pasarse por la farmacia. Se vio un poco miserias. Con el dinero que había logrado sacarle a Espeja, podía estirarse algo más y entrar en una tienda. Había sido un buen golpe. Debió de pillarle desprevenido. Treinta mil extras. Sintió Paco la euforia de los audaces con suerte. Y además, a este bicho le tengo ahora cogido. Lamentó sólo no haberle pedido trescientas mil.

– No pienso escribir más novelas ni rosas ni negras ni verdes, Espeja. Se acabó. No me vas a volver a ver el pelo, porque eres un viejo indecente y un explotador, como ya lo era el puto Espeja el muerto y como lo será el puto Espeja hijo. Una familia de putos indecentes.

Paco se había vuelto loco. No le gustaban las palabras malsonantes, no las decía nunca él ni las pronunciaban sus personajes. Cosas de la censura, y él se había acostumbrado a la censura. Ninguno de sus personajes, por ejemplo, hubiera dicho puto nada. Las novelas policíacas modernas, después de 1977, sí. En ellas había mucho y que te follen, hijo de puta, gilipollas, así te mueras, cabrón, eres un montón de mierda. A él eso ya le llegaba tarde. En realidad algo estaba pasando. Cada día aparecían diez novelistas nuevos, muchos, todos los días, en el periódico, en carteles, en la televisión. No se sabía de dónde podían salir tantos. Y luego se iban todos a Cuenca, a Gijón, a Barcelona. Congresos, simposios, seminarios. Demasiado intelectuales para él. Sus personajes habrían dicho: maldito, o canalla, por lo mismo. No. El era un caballero sudista. En sus novelas no había hijos de puta, sino bastardos, ni cabrones, sino cabritos, ni jódete o que te follen, sino muérete o que te aspen. No hablaban mal, no decían tacos jamás, en sus novelas no los metía. Por eso la palabra puto le sacudió a él mismo el pecho como un esputo duro y cabrón, pero en ese momento paladeó aquellos putos lenta, golosamente, como pastillas de café con leche.

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