Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto

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Los amigos del crimen perfecto es una novela coral vertebrada en torno a un grupo de amantes de la novela negra que persiguen, desde hace años, tanto el estudio como la quimera de un crimen perfecto, hasta que la realidad acaba envolviéndoles en uno que, siendo un crimen perfecto, acaso ni es crimen ni perfecto.

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No eres más que una basura, Olson repitió en voz alta cortés.

Olson, que vio asomar el sobre, preguntó, apuntando con el arma aquel trozo de papel.

– Qué treta es esta, Delley?

Los diálogos solía Cortés soltarlos en voz alta, para hacerse una idea de cómo sonaban, al mismo tiempo que tecleaba con furia sobre la máquina.

No es mala foto, Olson. Tú has salido bien, pero yo juraría que esa zorra no es tu mujer.

– Delley, ¿qué pretendes? Eres una rata.

Delley reportó su ira, apretando los dientes, y rugió como si no hubiera oído:

Olson, cálmate. Tú mujer será comprensiva. La chica es una verdadera monada.

Modesto Ortega volvió a tumbarse. Iba para largo

Paco Cortés necesitaría, como mínimo, dos holandesas más. No le gustaba en absoluto esa solución, porque Espeja el viejo era terminante. Pagaba a seiscientas pesetas la holandesa, hasta las ciento veinte primeras, pero a partir de esa cifra no desembolsaba ni un céntimo más. «Es un problema tuyo solía repetir, yo tendré que gastarme mas papel y no puedo subir el precio de cada ejemplar. Da gracias a que no meto la tijera y podo como habría hecho mi tío que en paz descanse; entonces los editores sí tenían lo que teman que tener» Maldijo Cortés a su patrón imaginando su respuesta, pero arrostró las dos holandesas sin que le doliesen prendas. La novela quedaría terminada. Era un escritor. O eso se repetía a menudo, pesara a quien pesara. A Dora en primer lugar. Se lo había dicho muchas veces: tienes que entenderlo, amor mío los escritores tenemos estas cosas, estos inconvenientes, como si dijéramos. «¿Me estás diciendo que todos los escritores se lían con una furcia?», fue lo que Dora le pregunto, furiosa. Y Paco contestó entonces, con absoluta seriedad: «Casi todos. Al menos alguna vez. Lo da el arte».

– ¿Terminas, Paco? -preguntó Ortega en voz baja, detrás de él. Su amigo no le oyó.

Se empleaba con frenesí en las últimas frases: Delley, vivo; Olson, vivo; Evans, Emerson y el resto de sus ayudantes, vivos. Pero al señor Austin no le libraría nadie: un villano como él tenía que morir de un balazo entre ceja y ceja. Haría que una bala le besase el cráneo. Se le pegaba el estilo de los clásicos. Fue Olson quien se lo quitó de en medio. Con la misma pistola con la que había matado a Dora. Luego simuló el suicidio. Le cargarían la muerte de la muchacha. A Olson ya le arreglaremos las cuentas, pensó Cortés. En la próxima novela. Sería por novelas. Aquellas últimas frases sonaron en la cabeza de su creador como los acordes de una apoteósica sinfonía que va a dar paso a una cerrada salva de aplausos.

Pero no se oyó nada. La casa estaba en silencio. Era una casa triste, con más habitaciones de las que precisaban él y su gato, con poca luz, sin otros muebles que los que la dueña de la casa le había alquilado, pasados todos de moda, maltratados por el uso de anteriores inquilinos, lámparas como para ahorcarse de ellas, armarios de luna entera para ponerse cada mañana el fracaso diario, y mirárselo uno bien, el fracaso con forro de aburrimiento, y el sofá en el que estaba tumbado su amigo Modesto, mirando un televisor todavía en blanco y negro que parecían haber encontrado en la basura. Modesto Ortega debía de haberse quedado dormido otra vez. Lo hacía siempre. En cuanto se descuidaba, se le cerraban los párpados y descabezaba un sueñecito, incluso de pie. El decía, pidiendo un poco de comprensión: es la medicación que tomo. No se sabía para qué tenía tanta prisa por ir a la tertulia, cuando se pasaba la mitad de ella dormitando.

– ¿Qué tiene que ver eso de dormirse con cometer un Crimen Perfecto? -dijo Ortega como si le leyese el pensamiento a su amigo.

– ¿Tú serías capaz de cometer un crimen, Modesto?

– Todos cometeríamos un crimen alguna vez, si nos garantizaran el anonimato y la impunidad. Yo mismo…

– No presumas, Modesto. Tú eres incapaz de matar un mosquito…Además, con ese nombre. ¿Y ayudarías a un asesino? ¿Lo encubrirías?

– Soy abogado, Paco. La duda ofende: sí, si fuese mi cliente, y no, si no lo fuese. Creo muy poco en la justicia, pero mucho menos en los asesinos.

Ortega se quedó traspuesto de nuevo, de modo que no hubiera podido asegurar si el diálogo anterior había tenido lugar o lo había soñado, pero lo cierto es que, lo creyera o no Cortés, él sería capaz de cometer un crimen, como el resto de los mortales, si le asistiese un móvil razonable y contase con la víctima adecuada en el lugar preciso, con la adecuada coartada y la discreción atenta de la policía.

Lo había pensado muchas veces. Moralmente razonable, sí. ¿Moralmente? Sí, eso dijo Modesto Ortega. No había más que esperar. Empieza a pensarlo. Soñaba.

– ¿Modesto?

Le respondieron por él desde el cuarto de la televisión unos profundos, serenos y líricos ronquidos.

FIN. A Francisco Cortés le gustaba rematar con esa rotundidad sus novelas, por si quedaba alguna duda, aunque no era ésa la última página que escribía, sino la penúltima, ya que reservaba ese privilegio a la primera. Manías de novelista. Nombre y título de la obra. Metió en la Underwood una holandesa impecable. Le gustaba aquel trozo de papel inmaculado. Era la página que menos le costaba escribir y en cambio cobraba por ella lo mismo que por el resto. Los negocios sucios del Gobernador . Subió cuatro espacios en el carro, centró a ojo esa línea con los tabuladores respecto de la que acababa de escribir, y reflexionó un momento. Puso Samuel Speed. Con dos dedos. Siempre escribía con dos dedos, a una velocidad endiablada, como si disparase a dos manos una ametralladora. Una M32 soviética de tambor basculante.

Tenía muchos otros seudónimos donde elegir: Fred Madisson, Thomas S. Callway, Edward Ferguson, Peter O’Connor, Mathew Al Jefferson, Ed Marvin Jr. y una docena más que utilizaba caprichosamente.

Nunca había firmado nada con su nombre. ¿Quién iba a comprar una novela policíaca escrita por alguien que se llamara Francisco Cortés, separado, que llevaba una vida patética y vecino de Madrid en una casa sita en la calle Espartinas? Espeja el muerto había sido de la misma opinión, lo era Espeja el viejo y lo sería Espeja hijo, andando el tiempo y si la suerte no le mejoraba. Y si aún hubiera tenido la audacia de cargar con tal nombre, ¿quién iba a creer que alguien al que seguramente llamarían Paco iba a tener conocimientos sobrados para hablar de Chicago, de Detroit, de Londres, de Nueva York o de cualquiera de esas oscuras provincias francesas, en las que, a la manera de Simenon, había desplegado sus tramas? Cierto que podría trasladar los argumentos a Madrid. Pero era una cuestión de crédito, lo más importante en el arte de novelar. Porque también eso estaba más que excusado: ¿Quién iba a creerse que en un lugar como Lavapiés sucedieran crímenes como los de Nueva York, Londres, Chicago o Marsella? No. Hammett y Chandler, esos sí que sabían matar a conciencia. Ocho, diez, doce muertos por novela. Sin ningún problema, esperando la lógica, el tesón, la agudeza que resolviera el caso. Y qué ojo. Ellos sí tenían ojo para todo. Ahí estaba el detective de Bay City Blues, capaz de ver por la noche como los buhos. Estaba buscando un revólver caído entre la pinaza de un bosque. Noche cerrada. Ni una luz. Ni una linterna. Ni la brasa de un cigarrillo. Al fin lo descubrió medio enterrado, antes de agacharse y recogerlo, vio que «una hormiga se arrastraba a lo largo del tambor». Los clásicos son geniales. Paco Cortés quería ser un clásico. En ese momento nadie espera que el lector se vaya a fijar en una hormiga, ni siquiera se para a pensar que las hormigas se recogen temprano como las gallinas, y que no andan por ahí de picos pardos, ni mucho menos metiéndose en el tambor de un colt 45, pero a los clásicos se les perdona todo. Para Paco Cortés el crimen era una cosa muy seria. Crímenes como Dios manda, bala o cuchillo, nada de amaneramientos, como él decía. Consideraba, igual que De Quincey, que todos los casos de envenamiento, comparados con el estilo legítimo, o sea, la muerte con sangre de por medio, lo mismo que las figuras de cera respecto de una estatua de mármol, o un cromo en comparación con un verdadero cuadro de museo, eran una estafa. Al diablo todos los traficantes de veneno que no se atienen a la honesta costumbre de cortar cuellos sin recurrir a esas abominables innovaciones para lucimiento de la policía científica, decía. Cuando se es un clásico, hay que apechar con ello. Por eso el lector había de creerse desde el primer momento que eso que le contaban podía o no ser verdad, pero tenía que ser real, o podía haberlo sido, y todo lo que ocurría demasiado cerca de él, en Madrid, viniendo al caso, acababa siendo mediocre y vulgar, y nadie se lo creía. ¿Qué pensaría un lector de un asesino que se llamara Casimiro Palomo, natural de Torrijos, provincia de Toledo? Eso estaba bien para El Caso, nada más. Con un nombre como ése no se escalan las rampas del arte. ¿No resultaba más convincente que un negro se llamara Newton Milles y fuese él quien se cargaba al dueño de una casa de empeños? ¿Las cosas que sucedían en la Down Street de Los Ángeles, frente a la bahía, junto a las dársenas del puerto podían ser tan creíbles como las que sucedieran en la Costanilla de los Angeles? No, desde luego. Cortés seguía con atención la sección local de los periódicos y sobre todo El Caso , en busca de argumentos servidos en bandeja por Lolita Chamizo, redactora de ese periódico y amiga suya, pero nunca le aprovechaban: unas veces, demasiada sangre y demasiado notoria, y otras, demasiado escasa y poco conmovedora. Y el arte, y las novelas policíacas eran la expresión sublime de ello, busca el equilibrio aristotélico: en medio está la virtud, o dicho de otro modo: ni tanto ni tan calvo. Aquí los asesinatos se cometían de uno en uno, cada mucho tiempo. Pero ¿y esa maravilla de hecatombes en las que perecían quince o veinte hombres a balazo limpio, con su escenario, su móvil, sus sospechosos, tal y como sabía hacer el maestro de maestros, Raymond Chandler? Veinte muertos en un poblacho de cinco mil habitantes, qué maravilla. Aquí uno tenía que bregar con las palizas de la Guardia Civil en un despacho con un crucifijo flanqueado por una foto del Caudillo y otra del Ausente…Eso era sencillamente apestoso. Podría servirles a los directores del nuevo cine español que empezaba a descollar, pero no era para él. Espeja el viejo tenía razón, y aunque le repatease harto, había que dársela en eso: nada de novela social. Lo que él perseguía era siempre sutil.

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