Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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Al derramarse el whisky había manchado unas cuantas cuartillas, pero la mayor parte de líquido había ido a parar a la alfombra y al tillado. Pero ¿qué era un whisky cuando dos hombres estaban a punto de matarse de una manera tan sanguinaria?
– Paco, ¿estás ahí?
– Ya voy -gritó Paco desde el fondo de la casa.
Se levantó y aún continuó un rato, de pechos, sobre la máquina de escribir, leyendo en el papel que asomaba en el carro.
Una vieja Underwood, alta, pesada, negra. Un verdadero catafalco a prueba de terremotos y de argumentos. Para él la vieja Underwood era lo mismo que para Delley Wilson su viejo Smith & Wesson de calibre especial. Paco en cambio no había visto un Smith & Wesson en su vida, sólo en lámina, en un libro. Tenía varios sobre armas de fuego. ¿Cuántos cientos de hombres habían muerto entre aquellas teclas, picados por el golpe certero de las matrices, cuántas cabezas habían rodado bajo aquellas cuchillas implacables, cuántas coartadas habían quedado desvanecidas en el fuego cruzado de la q y la m, cuántos asesinos, malhechores, barbianes, belitres, malsines, rufianes, bergantes, granujas, truhanes, bribones y bellacos habían dado cuenta a aquel cilindro encauchutado de todas sus fechorías, cuántas mujeres se habían evaporado igualmente en los brazos de quienes no habrían tenido otra recompensa en su lucha contra el crimen que ese efímero, pasajero y subyugante minuto de amor? ¿Cuántos caballeros andantes del crimen no habían salido de aquella inamovible montaña de los sueños?
– ¿Abres, Paco?
– Ya.
Seguía leyendo las últimas frases que acababa de escribir. Se hubiera dicho que temía que aquellos Delley y Olson actuaran por su cuenta mientras iba a abrir la puerta, y cometieran cualquier desaguisado que echase por tierra el trabajo de las dos últimas semanas.
Le quedaban únicamente un par de cuartillas para acabar esa novela y aún no sabía si Delley mataría a Olson o si Olson vendimiaría a Delley Ambos desenlaces los encontraba sugerentes y posibles. Ambos le convenían.
Delley era un tipo romántico y resuelto. En el fondo se parecía a él mismo. Olson había matado a Dora y él quería a Dora. Pero Dora le había traicionado y su doble juego le había llevado por un camino peligroso que naturalmente acabó cierta noche en un sucio y tenebroso callejón de Detroit, a la salida de un tugurio, donde los hombres de Olson la habían mandado al otro barrio. Una mujer ambiciosa, sin escrúpulos, y bellísima. Era la clase de heroínas que le atraían, de las que se había enamorado siempre y que siempre le habían hecho desgraciado. Las chicas malas. ¿Por qué a los hombres nos gustan las chicas malas?, solía preguntarse en sus novelas cuando no se atrevía a respondérselo a sí mismo. Y a menudo había alguien por allí, página antes, página después, que lo hacía por él con cualquier frase de repertorio. En cuanto a Olson…
– ¿Qué ha pasado? Aquí dentro apesta a whisky
– Hola, Modesto. Esta mañana Poirot tiró la botella cuando quería comerse la tortilla -respondió Paco, sentándose de nuevo frente a su inseparable e idolatrada Underwood, con la cabeza puesta más en su novela que en lo que acababa de preguntarle a su amigo.
Muchos lunes Modesto Ortega se abstenía de comer con la familia. Dejaba su despacho a las tres o tres y media, tomaba cualquier cosa y se llegaba a casa de su amigo Francisco Cortés, escritor de novelas policíacas, de detectives y de intriga en general. A continuación salían, tomaban café en algún bar y se dirigían, andando, a la reunión semanal de los ACP, que empezaba en el café Comercial, de la Glorieta de Bilbao, a las cuatro y media, y que solía alargarse hasta las seis y media o las siete.
– ¿Cómo se titula ésta?
Modesto Ortega echó un vistazo somero a la hoja, mientras leía por encima del hombro de Paco Cortés.
– Es sólo un momento, Modesto. Diez minutos. Siéntate. Tengo que acabarla hoy mismo. La están esperando. Necesito el dinero. Debo dos meses de alquiler y tengo que llevarle lo suyo a Dora.
Desde hacía dos años la mayor parte de las mujeres de sus novelas se llamaban Dora, como su ex mujer. O Dorothea o Dorothy o Dory o Dorita o Devora. A algunas les cambiaba el nombre luego, en pruebas. Pero el arranque era ése. Trataba de conmoverla, de seducirla de nuevo, de pedirle perdón por lo que le había hecho, de convencerla de que las cosas ya no volverían a ser como antes. A veces, como ahora, hacía que alguien la matase. Era una manera de decirle que estaba desesperado y que por amor era capaz de todo. Otras, la mandaba a la penitenciaría, pero por lo común la protagonista de sus novelas acababa perdiéndose sola, entre poéticas sombras, al encuentro de su propio destino, desilusionada por el trato que le daban los hombres, ninguno de los cuales estaba a la altura ni de su juventud ni de su belleza irresistible, a la espera del hombre de su vida, o sea, él, Francisco Cortés, que ya había sido el hombre de su vida, lo había dejado de ser y esperaba serlo de nuevo.
Destino era una palabra que le gustaba mucho a Cortés cuando escribía novelas, porque no había nada que hacer cuando aparecía por medio. Había que plegarse a ella y aceptarla, como ante el mismo destino. Paco, en cambio, no aceptaba que Dora le hubiera echado de su lado y se hubiese tenido él que ir de casa, a los dos años de casados. Por eso le gustaba tenerla cerca cuando escribía.
– Luego la terminas; vamos a llegar tarde -recordó Modesto, pero ni su voz ni su actitud querían apremiarlo.
Francisco Cortés leía distraído las últimas frases para retomar el hilo.
– Bien pensado -añadió Modesto al rato, en el momento en que su amigo comenzaba a aporrear el duro teclado-, lo mejor que tienen las tertulias es que a nadie le importa la puntualidad. La gente va, no va, y a veces incluso se muere y nadie se da cuenta hasta que pasan unos meses. Entonces viene uno y pregunta, dónde estará Fulano, y los demás se encogen de hombros, pasan otros dos o tres meses y llega uno a la tertulia con la noticia terrible; dice, Fulano está muy enfermo, y todos se quedan anonadados, piensan, podía ser yo, y a los otros dos o tres meses, va y se muere. Lo que yo te diga: para morir nacemos y olvidado lo tenemos.
– Por favor, Modesto, no seas cenizo. ¿Puedes callarte? Me distraes.
Modesto Ortega era un gran amigo de Paco. Era «su» amigo. Le había llevado como abogado la separación de Dora, pero se conocían de mucho antes, de cuando se fundaron los ACP. Tenía el despacho en General Pardiñas. Se ocupaba también de toda clase de asuntos civiles y penales. Asuntos menudos. Era una persona de aspecto serio, con un traje que parecía el mismo siempre, en invierno y en verano: no gris, no azul, no oscuro, no claro, no de lana, no de algodón, no de tergal, no de lino. O sea, un traje de abogado. Llevaba el pelo corto, a cepillo, completamente cano, y un bigote de pelos cortos, duros y tiesos que le crecían hacia adelante y le dejaban la boca como debajo de una marquesina. Las cejas, muy levantadas siempre, le daban un aspecto de asombro perpetuo. Movía el cuello a uno y otro lado igual que un mochuelo con golpes secos y precisos, muy vivos en una persona como él que estaba ya más cerca de los sesenta años que de los cincuenta. Para ser abogado no hablaba mucho. Escuchaba siempre como ido. Era también algo apocado, sin sangre.
– No entiendo cómo te has metido a abogado, Modesto -le decía de vez en cuando su amigo-. ¿Qué le dices al juez?
Definitivamente Delley estaba en un verdadero aprieto. Cercado, en una habitación de la que no podía escapar, como no fuese volando, o a través de las balas, y con la prueba, aquella maleta con el dinero, que culpaba al Gobernador, señor Austin, de la muerte de Dora, de la muerte de Dick Colleman, de la muerte de Samuel G. K. Neville y de la más desmesurada estafa de la que se tenía noticia en la ciudad de Detroit.
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