Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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Sam Speed. Bastaron tres disparos de la equis para que Samuel quedara convertido en Sam. Sam Speed. Así le pareció más sonoro, rotundo y convincente. Además recordaba bastante a Sam Spade.
Empezó a canturrear. Solía sobrevenirle la euforia en cuanto terminaba. Pero la euforia no tardaba en devolverle a su propio descrédito.
Modesto, al que despertaron las primeras notas de ese himno de la alegría, oyó los preparativos. Iban con retraso. Habían sido más de diez minutos. Cortés extrajo de una carpeta azul unos cuantos folios, que dejó sobre la mesa, y metió en ella la novela nueva. El ruido de los cordones elásticos, al cerrarse, le sonaron a gloria celestial.
– Ya, Modesto. Podemos irnos.
– ¿Es buena?
Se dejó contagiar del buen humor de su amigo, y también se le iluminó el rostro, aunque al mismo tiempo se encogió de hombros.
– Ya sabes tú cómo son estas cosas. Podría haber sido peor.
– No. Siempre te quedan bien. Los lectores no notamos que les haga falta nada. Es increíble la facilidad con la que se te ocurren las historias. No sé de dónde las sacas. Y en un mes. Eso no lo hace nadie en España.
– No exageres.
– Tú me entiendes.
– Lo importante es que dentro de media hora vamos a cobrar setentaidos mil pesetas.
Le gustaba mucho a Modesto Ortega que Paco se acordara de meterle en aquellos plurales.
Media hora más tarde estaban llamando a la puerta de Ediciones Dulcinea, S. L., en la calle Preciados.
SE trataba de un piso destartalado y decrépito, frente a Galerías Preciados, alquilado por Espeja el muerto a su dueño en 1929, y mantenido por su heredero con la misma renta y una falta de higiene que no hacía sino ir en aumento, en pro de la solera. Doce balcones a la calle, suelos de madera gastados por los remordimientos generales, un olor difuso a lejía y a vinagre, más de diecisiete habitaciones y aposentos ocupados en su totalidad por mesas en las que ya no se sentaba nadie y estanterías en las que dormían unos miles de ejemplares, algunos de hacía cuarenta años, llenos de polvo, testigos cabales de la historia de la empresa familiar y de la decadencia de la raza española. Lo peor de lo peor para los prestigios sólidos y modernos: casticismo puro.
– ¿Cómo va a ser lo mismo tener al editor en la Cuarenta y cinco esquina con la Quinta Avenida, que en la calle Preciados? Tú me entiendes -le dijo Cortés a su amigo mientras subían a pie las escaleras-. Y sin ascensor.
– Además -subrayó el abogado al que el esfuerzo aceleraba el fuelle.
Una mujer, igualmente de la cosecha de 1929 y con un traje negro de cuello blanco, les abrió la puerta.
Lo hizo como si les franquease la entrada al capítulo primero de una novela gótica. Lo normal es que, con el aspecto de la recepcionista, no salieran vivos de allí. Alguien les asesinaría y vendería sus despojos al criado de un médico maniático y sin escrúpulos.
Eran las cuatro de la tarde, pero se habría dicho que la oficina contaba con todos sus efectivos: secretaria, contable, tesorero, el viejo mozo para todo y el propio señor Espeja el viejo, aferrado a su escritorio de roble como el capitán al timón del buque. Buena imagen.
– Van a tener que esperar. El señor Espeja está en este momento ocupado con doña Carmen. Voy a avisarle de que estás aquí, Paco.
– Vaya usted, Clementina.
La vieja secretaria entró en un despacho contiguo. Era una mujer alta, caballuna, con una joroba apenas disimulada y desviada hacia el hombro derecho, y andares atentados y sigilosos. El detalle del cuello blanco, con rizos de huevo frito, y las puntillas blancas de los puños, almidonados, le daban un aspecto aún más siniestro.
El señor Espeja el viejo, como era habitual, gritaba de una manera poco considerada. Cuando se vieron solos, el propio Paco Cortés susurró a Modesto Ortega que aquella doña Carmen era Carmen Bezoya, responsable de la línea rosa editorial casi desde los mismos orígenes de la novela rosa en el mundo. Se decía, o se había dicho, para ser más exactos, que aquella mujer había sido la amante de Espeja el muerto.
– Es sólo un minuto.
Clementina, de vuelta, fue a sentarse en su sitio. Sobre la mesa, junto al teléfono, modelo de baquelita, que tampoco había sido sustituido desde 1929, había en un platito una maceta de tamaño yogur. Entre chinaros negros nacía un cactus como un acerico erizado de alfileres y coronado por una diminuta flor color brasil. Parecía haberse pinchado con los alfileres la yema del dedo. Modesto Ortega se quedó mirando a la vieja secretaria, que ni siquiera se tomó la molestia de sonreírle. Entre el cactus y ella se diría que había un vago parentesco.
«Se lo tengo dicho, doña Carmen, y no me haga usted que se lo repita: nada de novela social. Lleva usted escribiendo novelas rosas desde hace sesenta años, así que no tengo que recordarle cómo se hacen. A las lectoras les gusta que las mujeres sean jóvenes, guapas y pobres y los hombres canallas, guapos y ricos. Las guapas son un poco tontas y las buenas son menos guapas, pero más decentes. Las guapas, golfas y las feas, en cambio, muy buenas madres, novias y hermanas. Lo de los hombres no tiene variación: siempre egoístas y depredadores de su virtud. Usted me entiende. Las guapas acaban pasándose de tontas y las listas acaban siendo un poco más guapas. ¿Me sigue usted? ¿Qué porquería es esa de que la protagonista se enamore ahora de un cura obrero? ¿Usted cree que va a venir lo de Rusia y que estamos aquí para hacer novela socialista? ¿Quiere usted arruinarme un negocio que lleva funcionando desde 1929? A escribir teología de la liberación a otra parte. Eso aquí no vende.»
Paco Cortés y Modesto Ortega oían en silencio, sin atreverse a moverse de sus asientos, aquella explosión de ira de Espeja el viejo que desbordaba la puerta de su despacho. La señorita Clementina trató de quitarle importancia:
– Ya sabes cómo se pone. Toma, acaba de llegar.
Le tendió a Paco Cortés un ejemplar de No lo hagas, muñeca , por Smiles Hudges, otro de sus seudónimos. En la portada, de Manolo Prieto, como todas las de Dulcinea, se veía a un hombre con sombrero y gabardina que trataba de arrebatarle la pistola de caño corto, en principio una Colt A-1 Commander, a una rubia platino, vestida también con una gabardina, aunque por el escote se insinuaba que debajo de la gabardina podía no llevar nada. Miró por encima el dibujo y le pasó el libro a Ortega, que se apoderó de él con ansiedad.
– ¿Esta es la que me contaste de las esmeraldas que pasaban de contrabando en un cargamento de café?
Cortés asintió con un movimiento de cabeza.
Aquel cuarto, comunicado con otros, era luminoso, pero estrecho y largo. Con tantas ventanas recordaba a un tranvía. Como dos guardianes flanqueaban el despacho del director sendos bustos de escayola, metidos en hornacinas a uno y otro lado. El polvo de más de cuarenta años les había apelmazado la severidad del porte. Toda la fantasía decorativa de Espeja el muerto había fraguado en aquella nota artística, mantenida allí desde la fundación del emporio como imagen de un sagrado tabernáculo.
– ¿Quiénes son? -preguntó Modesto Ortega que acariciaba el libro recién horneado sin atreverse a mirarlo, posponiendo con ello la voluptuosidad de leerlo y remirarlo más tarde a solas.
– Quevedo y Lope -respondió Cortés.
Aquella respuesta humilló al abogado. Tratándose de Quevedo y Lope todo el mundo tendría que reconocerlos. Se limitó a barbotear: «Claro, ¿quiénes iban a ser, si no?».
Cortés, sentado en un sillón forrado de terciopelo rojo, ajado y acárico, sólo pensaba en llevar el dinero a Dora. ¿No habría una manera de arreglar las cosas? Estaba dispuesto a perdonárselo todo. ¿Qué me tienes tú que perdonar? Imaginó que ésta era la pregunta que le lanzaba Dora, llena de rencor, así que Cortés procuró que su pensamiento fuese aún más silencioso, para que ni siquiera llegase un eco de él, en la imaginación, a su ex mujer. Acostumbrado a que los personajes de las novelas le hablasen dentro de la cabeza, esa manía se había trasladado a los seres de carne y hueso, de modo que bastaba que pensase en ellos, para que empezasen ellos a dialogarle bajo su frente.
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