Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto

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Los amigos del crimen perfecto es una novela coral vertebrada en torno a un grupo de amantes de la novela negra que persiguen, desde hace años, tanto el estudio como la quimera de un crimen perfecto, hasta que la realidad acaba envolviéndoles en uno que, siendo un crimen perfecto, acaso ni es crimen ni perfecto.

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Estaba dispuesto a perdonarla, aunque no tuviera nada que perdonarle, porque en realidad había ocurrido por culpa de él. Pero ¿qué culpa tiene un escritor? Las cosas que le suceden a los escritores son muy diferentes de las que les ocurren al resto de los mortales. Ella lo tenía que saber desde el día en que se casaron. No es que me gusten las mujeres, se había disculpado, es que me gusta la intriga. Y ella…

– Después de la tertulia voy a ir a llevarle a Dora el dinero. ¿Me acompañas, Modesto?

Musitó la frase, como si se encontraran en la sala de espera de un médico.

Modesto Ortega, distraído, observaba no sin desconfianza las facciones de Quevedo y Lope. Le costaba reaccionar. Sus pensamientos tenían algo de aceite, más que de agua. Era viejo, pero no lo sabía. De vez en cuando, cuando reparaba en su pelo, ya completamente cano, decía: me siento un chaval. O sea, un viejo. Y las ideas iban por dentro de él a su aire. Flotaban más que fluían. Como el aceite. No era rápido. Quizá por eso no era bueno en las salas de los juzgados.

– ¿Uno de esos no tenía que ser Cervantes? ¿Ésta no es la editorial Dulcinea? Por lo menos tenían que poner a don Quijote. Las cosas no tienen ninguna lógica.

Por eso le gustaban a él tanto las novelas policíacas y de detectives. En ellas la lógica era primordial. Como en el ajedrez. También le gustaba jugar al ajedrez. Y su amigo Paco era el rey de la lógica. Cómo hacía que encajase todo. No se le escapaba un solo detalle. Incluso, si tenía tiempo, podía conseguir, como esos confiteros virtuosos, algo genial: espolvorear la novela, ya escrita, de detalles significativos, lógicos, como si fuese azúcar glas, proposiciones y nudos falsos que acaban deshaciéndose al tirar de los extremos. Eso contribuía a que el lector, agradecido, conociese las cimas del goce deductivo en las últimas páginas. Pero ¿qué lógica podía haber en una editorial que se llamaba Dulcinea y que tenía un busto de Quevedo y otro de Lope?

Se abrió la puerta del despacho y apareció una dama de unos doscientos años, pequeña como un dije, envuelta en vapores de naftalina y con labios tan al rojo vivo que causaban una gran impresión. Vestía blondas blancas, encajes y sedas a medio planchar, que parecían haber dejado el baúl de los recuerdos media hora antes. Sí, se hallaban en una novela gótica Seguramente la dama, a juzgar por la intensidad del carmín, acababa de comerse el hígado del señor Espeja el viejo. O como mínimo un cactus.

Doña Carmen al ver a Cortés, al que conocía de tropezárselo por allí desde que era un muchacho, consideró que tema que decir algo, pero al descubrirle la compañía de Ortega, recapacitó, respiró hondo, meneó la cabeza, la levantó en una gallarda sacudida y salió sin despedirse, aunque no tan orgullosa como para disimular que el despiadado señor Espeja el viejo le había hecho llorar. Por eso salió tambaleándose. A ella. una anciana de su distinción, que había conocido a Espeja el muerto, Espeja el viejo le había arrancado las lágrimas. ¿Por qué no viviría Espeja el muerto para lavar la ignominiosa infamia de aquella contumelia? Así describía ella en sus novelas las afrentas de honor.

– Clementina ordenó la mujer, dile de mi parte que espero que me llame para pedirme disculpas. Estaré en casa.

Salió de escena por un forillo al tiempo que Paco entraba por otro.

– Paco, acabo de despedir a doña Carmen. Nos llevaba a la ruina. Cierra la puerta. Está cada vez más chocha.

Modesto Ortega se quedó fuera esperando, sin quitarle el ojo ni a Quevedo ni a Lope.

– ¿Nunca ha habido un busto de Cervantes ahí, o de don Quijote?

La señorita Clementina no entendió la pregunta y le miro de la misma manera que le miraba a ella el cactus.

– No, desde que yo estoy aquí siempre he visto a esos dos. Los compró el Sr. Espeja-que-en-paz-descanse en una tienda de escayolas precisamente de la calle Cervantes -la coincidencia la encontró divertida y le hizo soltar un graznido que se parecía en algo a una risita-. Aún estará la factura. Aquí no se tira nada.

Pasaron otros diez minutos sin decirse nada, mientras la mujer remecía con la punta afilada de un lápiz las piedrecitas volcánicas.

– Es una momia -continuó argumentando Espeja el viejo a Paco Cortés al otro lado de la puerta-. ¿Tú puedes creer que le ha dado por hacer novelas con curas obreros? Esto es cosa de la democracia. El otro día me trajo una en la que una duquesa se liaba con su chófer, aunque el chófer a quien gustaba era a la hija de la duquesa. Hasta ahí todo bien. Pero a continuación no se le ocurrió otra cosa que poner que el capellán de palacio se enamoraba del chófer, y la hija, a quien también le gustaba el chófer, se cargaba al cura, con quien el chófer estaba liado sin que la duquesa lo supiera. ¿Me sigues? Asesinado. Yo le dije: Mujer, ¿qué le han hecho a usted los curas? ¿Se va a pasar usted a la novela social o lo que quiere hacer es novela policíaca? Si quería que el chófer se acostase con la hija, con el cura o con todos a la vez, era un problema suyo. Pero ¿qué necesidad tenía usted de envenenarlo con el vino de misa?

– Pobre doña Carmen. No sabe que en las novelas no conviene envenenar a nadie. Eso es cosa de los italianos, que son muy ceremoniosos y un poco afeminados -dijo de pronto Paco Cortés.

– ¿De qué demonios me estás hablando? -rezongó Espeja el viejo-. El caso es que cuando le decía todo eso, la espantajo me miraba como si se hubiese vuelto idiota. Sabes que yo he seguido con ella todos estos años por consideración a la memoria de mi tío-que-en-paz-descanse. Él le tenía aprecio. Pobre tía Lola, lo que sufrió. ¿Quieres tú escribir novelas rosa, Paco? Son seiscientas veinte la holandesa, veinte pesetas más que las de detectives. A ti te daré seiscientas cincuenta. Se venden el doble. Y más fáciles de escribir, porque a las mujeres les da igual que las cosas cuadren o no, con tal de que acaben en boda. Y ahora puedes ponerte incluso guarro. A las tías les va también esa marcha, ya me entiendes. Y ahora, con la democracia, eso se puede hacer. Pero nada de curas maricas ni de maricas. ¿Qué me dices? Quizá te conviniera cambiar de género. Tú también te estás volviendo idiota…

No había día que estuviese con Espeja el viejo que éste no le faltase al respeto.

– De momento lo que me conviene es cobrar ésta -respondió Paco con sequedad.

A la euforia que sobrevenía a la palabra FIN de sus novelas sucedía, a veces, sin solución de continuidad, un estado de afasia, depresivo, y el humor se le desvió definitivamente.

Espeja se levantó, se dirigió a un gran escritorio de roble, que tenía a su espalda, uno de esos de persiana, propiedad sin duda del difunto Espeja, y abrió uno de sus cajones. Sacó de él una pesada caja metálica, esmaltada en color verde, y la puso sobre su mesa de despacho. Se sentó de nuevo y empezó a tirar de una cadena que llevaba prendida en el chaleco hasta que le vino a las manos un desmesurado manojo de llaves, entre las que buscó una diminuta.

Cuando el contable no estaba, Espeja el viejo se ocupaba personalmente de los pagos. Contó el dinero de Cortés. Quedaba allí más del triple, así que antes de que Espeja el viejo cerrara la cueva de Alí Baba, Cortés se atrevió a pedir un adelanto a cuenta de la próxima.

– Sabes que esta editorial es una casa seria, y no de préstamos -refunfuñó con cara de pocos amigos…-. ¿Cuánto necesitas?

Cortés tuvo la agilidad felina de Delley. Pensó: necesitaría otras cincuenta mil, pero si pido cincuenta me dará diez, así que pediré cien y me dará cuarenta, pero como él está pensando en ese momento lo mismo que yo, no tengo más remedio que pedirle…

– Ciento cincuenta mil pesetas.

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