Tom Clancy - Los dientes del tigre

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"Si le vas a patear el trasero al tigre, más vale que tengas un plan para enfrentarte a sus dientes."
Tom Clancy. Durante la era del terrorismo global, donde cualquiera puede acceder tanto a un fusil Kalashnikov como a algunas fatales nociones de química, o simplemente está dispuesto a morir por una "causa justa", las antiguas reglas ya no corren.
Por más organizaciones gubernamentales creadas ad hoc, las únicas efectivas son las rápidas y ágiles, libres de supervisión y restricciones y fuera del sistema.
En un anónimo edificio suburbano, una empresa invierte con éxito en acciones, bonos y divisas pero, tras la fachada financiera, de lo que se ocupa en realidad es de identificar y localizar amenazas terroristas para eliminarlas del modo que sea.
Instalado con la venia del presidente norteamericano, "el Campus" recluta a tres nuevos talentos: el agente del FBI Dominic Caruso, su hermano Brian, combatiente en Afganistán, y Jack Ryan Jr., que ha crecido rodeado de intrigas mientras su padre llegaba a la Casa Blanca.
La frenética trama de Los dientes del tigre obligará a Jack a deshacerse de sus conocimientos sobre espionaje y operaciones de inteligencia para enfrentarse a un mundo que se ha vuelto mucho más peligroso, poblado por fanáticos islámicos y narcotraficantes colombianos.
El genio de Tom Clancy para las historias amplias y absorbentes lo ha convertido en uno de los narradores más destacados de la actualidad. Su nueva novela supera las marcas anteriores.

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Tom Clancy Los dientes del tigre Traducción de Agustin Pico Estrada PRÓLOGO - фото 1

Tom Clancy

Los dientes del tigre

Traducción de Agustin Pico Estrada

PRÓLOGO

El otro lado del río

David Greengoid nació en Brooklyn, la más estadounidense de las comunidades, pero en su Bar Mitzvah, algo importante cambió su vida. Tras proclamar "soy un hombre", fue al festejo y se reunió con algunos integrantes de su familia que acababan de llegar de Israel. Su tío Moses era un próspero comerciante de diamantes allí. El padre de David tenía siete locales de venta de joyería al menudeo, el principal de los cuales estaba en la calle Cuarenta de Manhattan. Mientras su padre y su tío hablaban de negocios y bebían vino californiano David conversaba con su primo hermano Daniel. Daniel, quien le llevaba diez años, comenzaba a trabajar en esos momentos para el Mossad, la principal agencia de inteligencia exterior de Israel y, como buen novato, no paraba de contarle anécdotas a David. El servicio militar obligatorio de Daniel había sido en un cuerpo de paracaidistas israelí. Había llevado a cabo once saltos y había participado en combates en la Guerra de los Seis Días, en 1967. Fue una buena guerra para él, pues no se habían producido muchas bajas en su compañía, y habían provocado las suficientes en las filas enemigas como para que le pareciese una hazaña deportiva – una partida de caza contra animales peligrosos, pero no demasiado, conclusión que había coincidido a la perfección con lo que esperaba y suponía que fuera la guerra. Sus relatos habían sido un vívido contraste a los sombríos noticiarios televisivos sobre Vietnam que dominaban las tardes por ese entonces, y, entusiasmado con su recientemente confirmada identidad religiosa, David había decidido en ese instante emigrar a la patria judía en cuanto se graduara en la escuela secundaria. Su padre, que había servido en la Segunda División Blindada de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, y que, en conjunto, encontró esa aventura más bien poco agradable, veía con escaso placer la posibilidad de que su hijo fuese a una jungla asiática a pelear una guerra por la cual ni él ni las personas que trataba habitualmente sentían mucho entusiasmo -pero después de la graduación, el joven David partió hacia Israel en un vuelo de El Al y jamás pensó seriamente en regresar. Se dedicó a su hebreo, sirvió en las fuerzas armadas y, como su primo, fue reclutado por el Mossad.

Tuvo éxito en su trabajo, tanto, que hoy era el Jefe de Estación en Roma, puesto de no poca importancia. En tanto, su primo Daniel había dejado la organización para dedicarse a los negocios de la familia, que eran más redituables que una carrera de funcionario. Ocuparse de la estación del Mossad en Roma lo mantenía ocupado. Tenía a tres agentes de inteligencia de tiempo completo a sus órdenes, y traían bastante información. Parte de esta información provenía de un agente que llamaban Hassan. Era de familia palestina, tenía buenos contactos con el FPLP, el Frente Popular para la Liberación de Palestina, y, a cambio de dinero, compartía con sus enemigos las cosas de las que se enteraba. El dinero era suficiente para financiarle un confortable apartamento a un kilómetro del parlamento italiano. Hoy, David debía recoger información.

El sitio era uno que ya había empleado antes, el baño de hombres del Ristorante Giovanni, al pie de la escalinata de la Plaza España. Primero se tomó su tiempo para disfrutar de una ternera a la francesa -plato que preparaban a la perfección- y, tras terminarse su vino blanco, se levantó para buscar el paquete. La estafeta era la parte inferior del mingitorio de la izquierda, una ubicación un poco teatral, pero que tenía la ventaja de no ser limpiada ni inspeccionada. Habían adherido allí una placa de acero, y si alguien la notaba, no le daría importancia, ya que llevaba, grabados en relieve, el nombre de un fabricante y un número carente de significado. Antes de verificar la estafeta, aprovechó para hacer lo que se hace normalmente en un mingitorio. Mientras lo hacía oyó que la puerta se abría con un crujido. Quienquiera que hubiese entrado, no demostró interés en él, de modo que, para hacer las cosas bien, dejó caer su paquete de cigarrillos y, inclinándose a recogerlo con la mano derecha, con la izquierda sacó el envoltorio magnético de su escondrijo. Fue una actuación profesional, como la de un mago que llama la atención hacia una de sus manos mientras hace el truco con la otra.

Sólo que esta vez no funcionó. No bien hubo terminado de recoger el envoltorio, cuando alguien tropezó con él desde atrás.

"Perdón, viejo -quiero decir, signore", se corrigió una voz en lo que parecía inglés de Oxford. Exactamente lo necesario para que un hombre civilizado no se incomodara en una situación como ésa.

Greengold ni siquiera respondió, sino que simplemente se volvió a la derecha para lavarse las manos e irse. Llegó al lavabo y abrió el grifo antes de mirarse al espejo.

Casi siempre, el cerebro va por delante de las manos. Esta vez vio los ojos azules del hombre que había tropezado con él. No había nada raro en ellos, fuera de su expresión. Para el momento en que su mente le ordenó a su cuerpo que reaccionase, la izquierda del hombre ya lo había tomado de la frente y algo frío y aguzado había penetrado en la parte superior de su cuello, justo abajo del cráneo. Su cabeza fue tirada bruscamente hacia atrás, facilitando el paso de la navaja por su médula espinal, que quedó completamente seccionada.

La muerte no fue instantánea. Su cuerpo cayó al cesar toda orden electroquímica de la mente a los músculos. Sólo quedaba una sensación de ardor en el cuello, pero la conmoción impidió que se convirtiese en auténtico dolor. Intentó respirar sin entender que jamás volvería a hacerlo. El hombre lo manipuló como si fuese un maniquí y lo metió en la cabina. Para entonces, sólo podía ver y pensar. Vio la cara, pero ésta no significaba nada. El rostro lo miraba como quien contempla una cosa, un objeto, sin concederle siquiera la dignidad de odiarlo. Inerme, David miraba mientras el otro lo sentaba sobre el inodoro. Al parecer, el hombre le revisaba la chaqueta en busca de su billetera. ¿Qué, sólo un robo? ¿A un funcionario jerárquico del Mossad? Imposible. Entonces, el hombre tomó a David del cabello para levantarle la cabeza.

"Salaam aleikum", le dijo su asesino: la paz sea contigo. ¿Así que era un árabe? No parecía árabe en absoluto. Su desconcierto se debe de haber notado.

"¿Realmente confiabas en Hassan, judío?", preguntó. Pero su voz no expresaba satisfacción. El tono, carente de emoción, era despectivo. En los últimos instantes de su vida, antes de que su cerebro muriera por falta de oxígeno, David Greengold comprendió que había caído víctima del más viejo de los trucos del espionaje, el de la falsa bandera. Hassan le había dado información para identificarlo y hacer que se descubriera. Qué forma estúpida de morir. Sólo le quedó tiempo para un último pensamiento:

Adonai ejad.

El asesino se cercioró de que sus manos estuvieran limpias y miró sus ropas. Pero cuchilladas como ésa no hacían sangrar mucho. Se embolsó la billetera y el envoltorio y, acomodándose la ropa, salió. Se detuvo en su mesa para dejar veintitrés euros por su comida, unos pocos centavos de propina. No pensaba volver pronto. Terminada su tarea en el Giovanni, atravesó la plaza. Al entrar, había notado una tienda de la marca Brioni, y sintió la necesidad de adquirir un nuevo traje.

El cuartel general del Cuerpo de Infantes de Marina de los Estados Unidos no está en el Pentágono. El mayor edificio de oficinas del mundo tiene lugar para el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, pero por una razón u otra los infantes de marina quedaron fuera y debieron conformarse con su propio complejo de edificios, el llamado Anexo Naval, a unos cuatrocientos metros de allí, sobre la ruta Lee en Arlington, Virginia. No lo lamentaron. Los infantes de marina siempre fueron como unos hijastros de las fuerzas armadas de los Estados Unidos, técnicamente una parte subordinada de la Armada, donde su función original fue oficiar de ejército privado de ésta para que no fuera necesario embarcar soldados en los buques de guerra, dado que se supone que Ejército y Marina no sienten mutua simpatía.

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