Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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– Dime una cosa, Olson -dijo Delley-. ¿Ha muerto Ned?
– Para siempre.
Paco podía no ser un tipo duro, pero era un novelista duro, y retomaba el hilo como el cirujano su bisturí, después de haber almorzado opíparamente.
El amigo Ortega fue a sentarse a un angosto salón. No le escoció que Paco Cortés le hubiese mandado callar. Comprendía que ciertas cumbres sólo podían coronarse en silencio.
Se tumbó el abogado en un sofá cuan largo era, sin quitarse el abrigo, como había hecho Delley con su arrugado impermeable la mañana en que se encerró en el apartamento. Pero Modesto Ortega ignoraba aún lo que hubiera o no hecho Delley en aquel cuartucho de un edificio de St. Ángel Street, en la parte sur de la ciudad, aunque iba a ser por poco tiempo: él era el primer lector de las novelas de su amigo y cabría decir su mejor crítico, si no fuese porque jamás le criticaba nada. Las encontraba portentosas, un milagro, como el relámpago metiendo su espada entre las nubes.
Encendió el televisor. En aquella habitación hubiera podido ocurrir cualquier crimen encarnizado y violento, a tenor de los muebles, los cuadros, el sofá y los sillones.
– Paco -le dijo una vez más su amigo Modesto-: ¿No te da dolor de cabeza ese papel de la pared?
Se refería a unas flores del tamaño de coliflores que trepaban desde los rodapiés hasta el cielo raso, en colores vináceos.
– Sabes que todo esto es provisional, me lo han alquilado así -le respondía el novelista-. Cualquier día hago las maletas y me vuelvo con Dora.
– Llevas diciendo lo mismo hace dos años.
Modesto miró el televisor, encopetado con una figura de alabastro verde, representando a un chino que porteaba dos pozales pendientes de una cuerda.
– Baja el volumen -le ordenó su amigo desde el despacho.
Hablaban de una sesión de las Cortes. Como era habitual en los últimos años, el locutor aseguraba que aquélla era una sesión histórica. Apareció un tipo que subía a la tribuna de oradores, mientras otros entraban y salían sin importarles demasiado nada de lo que allí estaba sucediendo.
Se oía el furioso, inagotable y sostenido tecleo de la Underwood.
Modesto reconoció en el tableteo la inspiración en toda regla, y se imaginó la cabeza de Paco Cortés como una rotativa que imprimía a gran velocidad su fecundo pensamiento, dirigido a ordenar el mundo conforme a leyes más sagradas que las de la justicia. El, como abogado, no creía nada en la justicia. En cambio sentía hacia la vida y sus arcanos un respeto atávico. Por esa razón admiraba a Cortés…
– Paco, no me has dicho todavía cómo la vas a titular.
– Los negocios sucios del Gobernador, y espera a que termine -oyó que suplicaba su amigo sin dejar de teclear.
– Yo creo que la censura no te va a pasar ese título.
– Ya no hay censura, Modesto.
Era abogado y pese a ello a veces se olvidaba de que Franco había muerto. La costumbre. En los Juzgados las cosas seguían más o menos como siempre. En algunos, en los que ya había desaparecido la fotografía del dictador, ni siquiera se habían tomado la molestia de quitar el crucifijo.
Delley no podía cargarse a ninguno de los hombres del señor Austin, siendo como eran policías. Hubiera podido hacerlo porque los lectores sabían a esas alturas que Olson y todos los demás estaban untados de porquería hasta las barbas, pero no era una buena idea acabar una novela privando a una ciudad como Detroit de un departamento de policía más o menos respetable. Depuraría la Jefatura, pero tendría que dejar a alguien velando por los probos ciudadanos que pagan sus impuestos. Así se lo había dicho siempre su editor, el señor Espeja el viejo, sobrino del señor Espeja el muerto y padre del joven Espeja: «Si quieres hacer novelas en las que salgan policías fascistas, escribe novelas sociales. Las reglas de lo nuestro son más sencillas: el mundo está lleno de malos, que son más que los buenos y más divertidos, tienen mejores coches, mejores mujeres y mejores hígados, pero también son más tontos. Así que los buenos, después de haberse dejado patear, insultar y humillar por los malos durante ciento veinte holandesas, a seiscientas pesetas la holandesa, logran matar a la mitad de los malos y dejan la otra mitad en barbecho, porque las novelas tienen que seguir saliendo, ¿y de qué viviríamos nosotros si desaparecieran todos los malos? ¿Lo has entendido, Paco? No me fastidies. Si sacas un policía corrupto tienes que sacar otro que ayuda a las viejecitas a cruzar la calle. ¿Me entiendes? Nada de novelas sociales».
Paco Cortés no podía sufrir a su editor, pero llevaba con él diecisiete años. Había congeniado más con Espeja el muerto, pero con Espeja el viejo, no, nada.
La gente tiene una idea muy equivocada de los editores. Acaso les imaginan preocupados por la cultura y los problemas trascendentales, esa clase de hombres sensibles que en cuanto pueden apoyan la cabeza en la mano y les da por ponerse pensativos y melancólicos como los ilustrados, manoseándose la quijada. Espeja, conocido por empleados, suministradores y clientes como Espeja el viejo, para distinguirlo de Espeja el muerto y de Espeja hijo, había heredado un negociejo pasable que consistía en fabricar libros técnicos, enciclopedias del hogar, formularios para oposiciones a funcionarios del Estado y novelas rosas, novelas del oeste y novelas policíacas para los kioscos y las librerías de los Ferrocarriles Españoles. Prebenda esta última del Régimen pasado. Y por lo demás nunca estaba melancólico, sino de pésimo humor, convencido de que su empresa vivía cada minuto el último de una heroica historia empezada en 1929 por su tío Espeja el muerto o «mitío-que-en-paz-descanse», como gustaba llamarle.
– ¡No eres más que basura, Olson!
El grito de Paco, que podría referirse también a Espeja el viejo, se oyó en toda la casa, y Ortega, que se había quedado traspuesto, se despertó sobresaltado.
El diputado de las Cortes era otro. Desfilaban con el sonido quitado. Algunos, después de dejar su voto, en vez de volver a su escaño, se salían al pasillo.
Conocía bien aquellas explosiones del genio. Sabía que cuando Paco Cortés gritaba de ese modo estaba a punto de ocurrir algo grande, único, sublime. Se acercó con sigilo. Encontró al novelista entregado a los momentos más gloriosos de todo el proceso. Paco Cortés vivía aquellos finales con verdadera excitación. No podía evitarlo. Comprendía que era absurdo. Pero sucumbía a sus propias tramas. Se ponía nervioso, no aguantaba en la silla cinco minutos seguidos, se levantaba, soltaba una carcajada, encendía un cigarrillo mientras seguía encendido otro en el cenicero, batía palmas, gritaba a sus personajes como si fuesen de carne y hueso, toma, toma, clamaba, enardecido, gritaba, genial, es genial, y volvía a sentarse, escribía otro folio, descolocaba las cosas del escritorio, comía el resto de la tortilla que había dejado Poirot, se llevaba a los labios por enésima vez el vaso de whisky que llevaba sin whisky hacía lo menos dos horas, lo que estaba a un lado de la mesa lo desplazaba al otro, sus diccionarios, las novelas inglesas en las que de vez en cuando se inspiraba o de las que plagiaba tal o cual episodio, las cambiaba de sitio, a veces las devolvía a las estanterías del pasillo, seguro ya de no necesitarlas más, y se jaleaba como un niño…
Buscó Cortés en el montón de cuartillas una, y escribió en ella, entre dos líneas mecanografiadas, con el bolígrafo: «En el apartamento de Dora encontró el sobre con las fotografías que inculpaban al señor Austin…».
En las novelas policíacas todo debía ajustarse, y si no, se hacía que se ajustara. Una novela policíaca es como una contabilidad escrupulosa, y los arqueos deben cuadrar, y para eso el buen novelista policiaco tiene como mínimo un par de ases en la manga. Son como los tahúres. Eso lo sabe todo el mundo, pensaba Cortés, desde Poe hasta Conan Doyle, pasando por Agatha Christie. Así que volvió cincuenta holandesas atrás, se sacó de la manga su propio as y lo deslizó por debajo de la puerta, en forma de sobre con unas fotografías comprometedoras, sin el menor escrúpulo.
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