Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto

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Los amigos del crimen perfecto es una novela coral vertebrada en torno a un grupo de amantes de la novela negra que persiguen, desde hace años, tanto el estudio como la quimera de un crimen perfecto, hasta que la realidad acaba envolviéndoles en uno que, siendo un crimen perfecto, acaso ni es crimen ni perfecto.

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– Lo importante es el método, Modesto. En cuanto tienes método, puedes resolver cualquier cosa. Todo eso es un mundo. Yo hablo mucho con policías. Soy como quien dice del Cuerpo, ya lo sabes. No te puedes figurar la cantidad de cosas que ven y la de casos que a los de la policía se les escapan. Todos casos increíbles que están pidiendo una mente sagaz.

– Sí, pero esos se quedan sin resolver, y se quedan sin resolver porque detrás no hay una peseta. ¿De qué vivirás? ¿Para qué van a necesitar un detective? ¿Te vas a pasar el día siguiendo a una pareja para ver dónde se adulteran, y hacerles un par de fotografías?

– Al principio, a lo mejor. Es como tocar el piano. En cuanto tienes el método, puedes interpretar lo que te apetezca. Al principio serán casos sin importancia, pero la gente que echa mano de los detectives es la de dinero, y donde hay dinero termina habiendo delito, y donde hay delito siempre hay alguien dispuesto a cometerlo, y una vez cometido, siempre aparece el que quiere delatarlo a la policía y otros que tratan de impedir que la policía lo sepa. A esa noria quiero subirme yo.

– No sé…

– Está decidido. Yo creo que no era escritor. En la vida hay que dar de vez en cuando un golpe de timón, como en las novelas, cuando se te atascan… Y no pasa nada. Saldré adelante.

– Pero ¿cómo puedes sostener una cosa así después de haber escrito las novelas que has escrito? Si tú no eres novelista en España, ¿quién lo va a ser? Tienes tanto talento como cualquiera, incluso más, porque al fin y al cabo casi todos escriben de lo que ven. Eso no tiene ningún mérito. Mérito el tuyo, que hablas de cosas que te tienes que sacar de la imaginación. No has estado nunca en Chicago, ni en Nueva York, ni en Londres, no has salido de Madrid en tu vida, pero cuando hablas de todas esas ciudades, están vivas. Parece que estás allí. No se cómo lo consigues. Tú no has estado en Londres y yo sí. Cuando me paseé por Hampstead, era igual que el barrio que sacas en El té de la seis . ¿Te acuerdas cuando escribiste sobre el incendio del Hotel Majestic de Los Ángeles, o de la cabaña al lado del lago Michigan? Parece que te encontrabas delante. Todavía estoy oyendo los patos. ¿Cómo sabías tú que en el lago Michigan había patos? Yo los vi con mi mujer, cuando fuimos a llevar a Martita a estudiar allí. Más que oyendo, parece que los estoy viendo. Esos personajes son ya más que tú, Paco, que antes que tú pensaras en ellos no existían y que andan ahora sueltos llevando un poco de justicia por el mundo, de orden, de lógica…Eso era muy…

Se estaba emocionando y resultaba incluso elocuente. Quizá en los tribunales se transformara también, y le viniese la facilidad de palabra.

– Déjalo, Modesto. Te lo agradezco igual. A lo mejor eres un buen abogado.

– Tú te podrías morir -continuó- y nadie se daría cuenta. Ahora, si tus personajes dejaran de existir, los lectores podrían denunciarte por asesinato, y demandarte por daños y perjuicios…

Aquello era un alegato…

Francisco Cortés, el autor de novelas policíacas, de detectives y de intriga en general, o lo que de él quedaba, se sintió conmovido. Pero no era persona que tomada una decisión se volviera atrás. Como decía Unamuno, al que citaba de vez en cuando para elevarse la categoría: «En las decisiones, y en los libros, hay quienes son vivíparos y ovíparos, los que tienen que incubar el huevo durante semanas, y los que paren decisiones o libros en unos instantes. Y yo soy de éstos, no hay más que verme». Eso era una enseñanza que había sacado también de las novelas. Duro, había que ser duro. A las mujeres les gustan duros, y a los lectores más aún. Dora le dejó por blando, aunque a él los lectores, a partir de ese momento, le daban lo mismo, igual que las linotipias a Delley. La prueba estaba en que había tardado veintidós años en tarifar con los Espeja. Francisco Cortés iba a ser en adelante un hombre duro. A última hora de la tarde se iba a llegar por casa de Dora, y le diría: haz las maletas, coge a la niña; os venís a casa. Y Dora le seguiría. Pero ¿qué tonterías estaba pensando? La casa de Dora era la suya. ¿Cómo iban a seguirle a la casa en la que vivía, donde no se podía vivir? Daba igual, era una manera de pensar. Sí. Empezó a ver que todo eran ventajas.

Estaban llegando al Comercial. Eran cerca de las cinco.

– Voy a hablar con Loren esta misma tarde. Con este dinero me da para alquilar un bajo un par de meses, y empezar a funcionar. Y luego ya todo rodado. La noria de la vida. La ronda. Empezarán a venir, aquello será una procesión, cornudos, mujeres engañadas, socios que se engañan entre sí, estafas, herencias despilfarradas antes de tiempo, escamoteos, dobles vidas, dolos, escalos, agravantes…

Ese era precisamente el título de otra de sus novelas, Dobles vidas …El mismo había llevado una doble vida y por eso se veía como se veía…

Tendría que decirle a Dora que este mes no le podría pasar la paga convenida. Le explicaría. Entendería. Malo. No le iba a gustar nada que no le pasara la pensión. Pensaría que había vuelto a las andadas. No era el momento de ver los contra sino los pro. En seguir a alguien no se gasta nada. El metro, un taxi. Nada. No hay más que tener una libreta y un bolígrafo.

– Modesto, no le digas a nadie que he dejado la novelística. Y menos a Milagros.

VIERON llegar a Sam Spade y a Perry Mason y como ambos venían con la cara desencajada, lo atribuyeron a lo que estaba sucediendo en el Congreso de los Diputados.

Spade preguntó si había venido Maigret, el policía de la comisaría de la calle de la Luna. Le respondieron que no y que con lo que estaba cayendo, era improbable que lo hiciera.

– ¿Cayendo dónde?

Spade les miró como cuando se sospecha que los demás conocen ya una noticia terrible de la que ninguno quiere ser mensajero, aunque en este caso fue lo contrario, porque cuando vieron que ni Perry Mason ni Spade estaban al corriente aún de lo sucedido, se atropellaron por contárselo todos a la vez, mezclando los hechos contrastados con toda clase de incertidumbres y congojas naturales del momento. Por una vez, ahora sí, estaban viviendo algo «histórico»: unos guardias habían entrado en el Congreso de los Diputados y se estaba produciendo un golpe de Estado. ¿En ese preciso momento? Sí. ¿Con qué repercusiones «a nivel del Estado»? Se ignoraba.

– Eso es imposible -concluyó un Perry Mason aturdido.

No. Había sucedido. Estaba sucediendo. ¿La televisión? No sabían. En el Comercial no tenían televisor. Sólo Tomás, el camarero, Thomas para los ACP, con un transistor pegado a la oreja, como Miss Marple, iba trayéndoles a la mesa, entre las consumiciones, las novedades que iba atropando en diferentes emisoras, en las que libaba con avidez.

Sherlock Holmes, sentado junto a uno de los ventanales, miraba distraído a la calle. Sostenía, mortecina, una gran pipa de espuma de mar, regalo de su mujer. La manoseaba nervioso. De todos los ACP era el más alterado. También el único que había vivido y hecho la guerra, y creía que lo que estaba sucediendo era un calco alarmantísimo de todo lo acaecido en España en los lejanos días de julio de 1936. Así que no hacía más que espiar a través de los ventanales del café lo que pasaba afuera. Temía ver aparecer en cualquier momento, por los bulevares, provenientes de Brunete, los tanques, avasalladores, blindados y estrepitosos. Sin embargo lo que se divisaba desde allí era lo mismo que cualquier otro día, coches que subían, que bajaban, que giraban, el pacífico kiosquero, unas gentes con cara de sinapismo que el metro fagocitaba y escupía, desavisadas de lo que le estaba ocurriendo a España.

– Lo mismo que cuando mataron a Calvo Sotelo; esto es igual que aquello -solemnizó Sherlock Holmes-. No se puede vivir con un muerto diario, como vivimos.

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