Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto

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Los amigos del crimen perfecto es una novela coral vertebrada en torno a un grupo de amantes de la novela negra que persiguen, desde hace años, tanto el estudio como la quimera de un crimen perfecto, hasta que la realidad acaba envolviéndoles en uno que, siendo un crimen perfecto, acaso ni es crimen ni perfecto.

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– ¿Y Poe? -preguntó alguien.

– No ha venido -contestó Marlowe-. Y vosotros, viejales, parece que os estuvierais cagando por la pata abajo.

En ese momento, como convocado por la alusión, apareció Poe por la puerta.

– Más respeto, chaval -le dijo Sherlock, estirando el cuello y sin esperar a saludar al recién llegado-. No sabes lo que fue aquello.

– ¿Cómo que no lo sé? Mi viejo estuvo en la División Azul, con dos cojones, matando bolcheviques -dijo Marlowe.

– Marlowe -advirtió Spade, a quien la palabra cojones había bajado de su nube- no hables así delante del clero y de las mujeres.

El cura se encogió de hombros, dando a entender que por él le perdonaba, y de las mujeres, la vieja, Miss Marple, que tampoco simpatizaba con Marlowe, asintió, y la otra, la joven vestida de negro, no movió ni un músculo de la cara.

– Bueno -continuó Sherlock sin hacer caso de esa interrupción-. Yo conocí aquello y fue horrible. Sacaban a la gente, la mataban por la noche, aparecían los cadáveres en las cunetas o los sitios más raros. Yo estuve yendo con mi madre al Parque Móvil de Bravo Murillo a mirar si entre los cuerpos que traían todas las mañanas estaba el de un tío, un hermano de mi madre. Fuimos durante un mes, y no apareció nunca, pero vimos más de lo que quisimos y de lo que podría olvidarse.

Nadie dijo nada. El fantasma de la guerra civil, como el genuino y agorero cuervo de Poe, se instaló en medio de la tertulia, sobre la mesa, entre las tazas de café, los vasos de agua y los tiques con las cuentas de las consumiciones, y graznaba su apodíptico nevermore .

En el Café, aparte de los ACP, quedaban dos viejos esqueléticos, uno que debía de llevar allí sin moverse desde hacía unos ochenta años y el que acababa de entrar, a su lado, ambos sin hablarse, tan tranquilos, tomándose a sorbitos su café con leche. Tampoco parecían haberse enterado de nada.

Los funéreos vaticinios de Sherlock pusieron una nota luctuosa en el ambiente. Nadie se atrevió a contradecirle. Nunca en las reuniones de los ACP se había hablado de política. Ni siquiera Maigret el policía, que hubiera podido contar y no parar de las cosas que había tenido que ver en el servicio, gastaba un minuto de su tiempo en esas cuestiones que apasionaban por entonces a toda la población. Y no es que estuviese prohibido hablar de política entre los ACP, sencillamente ése era un asunto que no le interesaba a nadie lo más mínimo, al menos allí. Los ACP, a imitación del Detection Club que formaron Chesterton, D. L. Sayer. Agatha Christie, F. Willis, Crofts, Wade y otros, era un club de amantes de la novela policíaca, un grupo de personas a las que unía el amor del arte por el arte, el arte puro, el asesinato como una de las bellas artes, para decirlo con frase impar.

Spade se animó a intervenir en la conversación, y preguntó, sin darse cuenta, lo mismo que ya había preguntado al llegar.

– ¿Alguien sabe si va a venir Maigret?

Sí, faltaba Maigret. Maigret era Lorenzo Maravillas. Maigret era la pieza clave en aquel momento. Era lógico, estando como estaba metido en la policía, que, de saberse algo más de lo que estaba sucediendo, lo sabría él. Los golpes de Estado no se preparan sin que la policía lo sepa antes, y menos aún con una policía como la española.

– No -dijo Spade-, a mí me da igual lo del golpe, porque conociendo a la policía española, aparte de estar en el golpe, no sabrán nada más. Esos hacen las cosas sin saber por qué.

– No estaría de más que se acercase alguno de nosotros a la calle de la Luna -sugirió Mason.

Miraron todos a Spade, pero éste negó con la cabeza.

– Yo no puedo presentarme allí.

Todos lo entendieron.

Alguien sugirió entonces que lo mejor era esperar. Quizá Maigret acabase apareciendo.

Maigret no se perdía ni una sola tertulia. Era un entusiasta por naturaleza. Estaba soltero y había dejado el País Vasco hacía cuatro años, y este hecho le mantenía en un estado de permanente euforia. Era habitualmente el primero en llegar a las reuniones y el último en dejarlas, cuando se lo permitiera el servicio.

Por las actas que llevaba tan al día Nero Wolfe, se sabe que ese 23 de febrero asistieron a la reunión del Comercial, Spade, Perry Mason, Milagros, Poe, Miss Marple, el propio Nero Wolfe, el padre Brown y Marlowe. Un tercio de los integrantes de los ACP, pero también los más asiduos. Faltaban Max Cuadrado, un joven ciego bautizado así en memoria del insigne detective ciego Max Carrados que resolvía los casos con la ayuda de los ojos de su amigo Parkinson; Néstor Burma, pieza ornamental del grupo, en cama con una gripe, como tantos por aquellos días; Mike Dolan, alias de Lolita Chamizo, redactora de El Caso, otro miembro más de los que fumaban en pipa, aparte de su atuendo enteramente masculino, con trajes, chalecos, camisas de cuello blando y corbatas de aspecto judicial, y, por último, el miembro más viejo de la tertulia, don Julio Corner, que a la manera del personaje de la baronesa de Orczy se ufanaba de resolver todos los casos sin salir de su rincón. Éste, que era un sabio, solía decir que para comprobar que el cielo es azul en todas partes no hace falta dar la vuelta al mundo, teoría plenamente secundada por Sam Spade, que la llevaba a la práctica escribiendo de ciudades en las que jamás había puesto el pie y con tanta fiabilidad como un cronista oficial de las mismas. En cuanto a las actas no figura ese día el nombre de Maigret, pero la realidad se encargaría de contradecirlas, porque Maigret finalmente apareció. Y si no figura en el libro de asiento es, sin duda, porque Nero Wolfe se lo llevó antes de que Maigret asomase por allí.

Sherlock Holmes seguía junto al ventanal, sin encontrar el momento propicio para levantarse, marcharse y no parecer un cobarde.

– Tendríamos que ir a aprovisionarnos, por lo que pueda pasar.

Fue Nero Wolfe el de la sugerencia. Nero Wolfe tenía un restaurante, y el instinto hizo que se acordara de avituallarse.

A la cara equina de Sherlock asomó el hambre sufrida en la guerra y en la posguerra.

– Donde hay que estar ahora es en casa, con la familia -advirtió.

– Como en Nochebuena.

Ese era el humor cáustico de Spade. Inconfundible. Lo sacaba también en las novelas. La discusión con Espeja el viejo, mucho más que por el golpe de Estado, se lo había afilado.

– Tú haz lo que quieras, pero yo me voy a ir.

Sherlock se levantó, molesto por primera vez en su vida por el comentario de su amigo y con el semblante borrascoso. El padre Brown, a quien tampoco le gustaba que la gente cargara cruces en solitario, se levantó por hacerle a Sherlock de Cirineo, pero estaba tranquilo: si iba a haber de nuevo persecución religiosa, él debía ir corriendo a quitarse el alzacuellos y ponerse otra ropa, aunque tal como pintaban las cosas temió que fuese lo contrario: tendría que sacar la sotana de la sacristía.

– Yo también me voy. En la parroquia pueden necesitarme.

Tampoco faltaba nunca el padre Brown. Eso era más explicable que lo de Maigret: estaba convencido de que la feligresía siente mayor y más natural propensión al mal que al bien. Miss Marple apagó el transistor que había tratado de meterse por la oreja, lo guardó en el bolso y se dispuso a marcharse también. Mason se coló en su abrigo sin decir nada y Nero cerró con parsimonia el libro de asientos, como maestro de ceremonias, dando la reunión por finalizada, sumándose al grupo de los desertores. La preocupación y la inquietud se habían generalizado, pero no iba a suceder nada por que un día, después de quince años, no se celebrase la tertulia.

Se quedaron solos Spade, Marlowe, Poe y Milagros.

Milagros, la mujer de negro, tampoco decía nunca nada. Era muy reservada. Todo lo que se le había escuchado en aquellas tertulias de los ACP hubiera podido memorizarlo un loro. No bebía alcohol ni refrescos ni agua, sólo un café tras otro. Se estaba con la espalda recta como una tabla, escuchando atenta, y moviendo la cabeza sin despeinarse. Aunque se la tuviera de frente, parecía de perfil, como las egipcias faraónicas. Hierática, con su cara fina, larga, pálida, con los labios descoloridos y unas ojeras como dos lirios para dos ojos de color azabache incógnita. Fumaba con la misma voracidad con la que trasegaba los cafés cortados, pero tampoco expulsaba el humo, se lo tragaba y parecía que se lo quedaba dentro por no llamar la atención. Vestía siempre de negro vernáculo, y nunca faldas, siempre pantalones, veranos incluidos, blusas negras, diademas negras y pañuelos oscuros. Sólo en los zapatos o en las sandalias se permitía agudas audacias, y eran éstos a veces de color crema, rosa o blancos. Eso en cuanto a su aspecto exterior, pero por dentro sólo perseguía una cosa: ser real, es decir, una de las heroínas de las novelas de su amigo. Si se lo hubiesen preguntado a Sam Spade, lo hubiese confirmado, porque era el único que lo sabía, y nadie sino ella llevaba peor el hecho de que toda la realidad que había en las obras de Spade se decantara siempre del lado de Dora, la mujer oficial, y no de ella.

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