Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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– ¿Y qué te ha contado de su vida? -preguntó Paco-. Para las veces que habéis estado juntos, ¿qué es lo que sabes tú de él? Ahora es el momento de decirlo, si lo sabes. Si la suya es una pista mala, la abandonamos. Pero no vas a poder decir nada. Porque Poe no hablaba nunca de sí mismo. Podía pasar por alguien incluso desenvuelto, sociable. Se sumaba a las conversaciones, intervenía, pero en el fondo nadie conoce nada de él.
– Esa es la verdad -admitió Maigret-. El primer día me dijo que no había conocido a su padre porque había muerto ya cuando él nació. Y nunca más me habló de eso, ni de sus hermanos. Me dijo que los hermanos le sacaban bastantes años. Pero ahí se pararon sus confidencias.
– Y tú, ¿qué más sabes de mi suegro? -preguntó Paco a Maigret.
– Que se vino a Madrid, y que ya no se movió de aquí. Y la fama que tenía ya conoces cuál era.
– Eso -dijo Paco- es como no saber nada. Alguien tiene que saber más cosas de él.
– La vida de un policía -reconoció Maigret- es, por una parte, los casos en los que ha intervenido y, por otro, la relación con los compañeros. Pero olvidan antes que nadie, porque no podrían vivir con todo lo que la vida les echa encima. Ni siquiera a los que tienen más cerca les cuentan ni una décima parte de lo que sucede en su trabajo. Un policía vive siempre dos vidas, y de una de ellas, precisamente la de policía, lo olvida todo cuando sale de la comisaría. Pero sucede también algo curioso. Si un policía tiene que recordar, puede recordar casos incluso que hayan pasado cincuenta años antes.
– Tiene que haber un modo de llegar al centro de toda la historia de mi suegro. Toda historia tiene un centro, y no hay una sola a la que no se pueda llegar. Acordaros del anagrama de los ACP, un laberinto…
– Sí, pero ése -recordó Mason- es un laberinto que no llega nunca al centro, lo roza, y te echa otra vez fuera.
Paco comprendió que no había elegido bien el ejemplo, y rectificó sobre la marcha.
– Pues aquí haremos que llegue al final. Uno de nosotros ha de averiguar algo más sobre mi suegro, y otro, algo más sobre Poe.
Las investigaciones de los tres amigos, por llamarlas de alguna manera, se tropezaron con parecidas dificultades que las de la policía.
Transcurrió un año con la limpieza que pasa en esta misma línea. La vida para todos ellos siguió como hasta entonces.
Por supuesto los ACP no volvieron a reunirse. Algunos lo habrían hecho gustosos, como Nero Wolfe, uno quizá de los que más añoraba a sus viejos amigos. Empezó incluso nuevos libros de asientos, para poner al día los asesinatos curiosos del día, porque aquellos otros libros que le requisaron no se los devolvieron por más que los solicitó, y aparecerían un día, como tantas cosas, en un contenedor, de donde alguien los rescataría para llevarlos a la Cuesta de Moyano o al Rastro, como de hecho sucedió. Ya nadie se acordaba de don Luis Alvarez, tampoco de Poe, menos aún de Hanna. La vida continuaba con su insignificancia. Incluso de Marlowe perdieron la pista Paco, Mason, Maigret. El joven relojero se había echado una novia, se iba a casar, al fin llevaba personalmente el negocio de su padre. No era necesario ni siquiera que robara su propio negocio, como en cierta ocasión malició Dora. Únicamente Maigret, Paco y Mason se veían de vez en cuando, almorzaban y comentaban cómo les iba en la vida.
Maigret, cada vez más descreído de su profesión, se limitaba a sacar adelante su trabajo sin mayores alardes; Mason, con la mirada puesta en la jubilación, llevaba sus casos de rutina, y Paco Spade, tras la muerte de Espeja el viejo, al que se llevó por delante una cirrosis traidora, puesto que era abstemio, y de acuerdo con Espeja hijo, que seguía siendo el dueño del negocio familiar, Paco se hizo cargo de la editorial, y remodeló y activó el negocio con la contratación de nuevos autores y nuevas traducciones, como demandaban los lectores del género. En el aspecto sentimental y familiar de los tres amigos, las cosas habían variado ligeramente: Maigret iba igualmente a casarse en breve, Dora estaba embarazada de su segundo hijo y a Mason la hija mayor se le había metido monja.
– Monja en estos tiempos -se quejaba amargamente el padre.
– Siempre será mejor que policía -le consolaba su amigo Maigret.
– O que dar cuentas a un Espeja -corroboró Paco.
Cierto día sucedió algo que vino a cambiar las cosas.
La suegra de éste, que parecía haberse remozado en muchos sentidos tras la muerte de su marido, en otros, los mentales, dio muestras de una senilidad cada vez más preocupante, desarrollando manías enteramente nuevas, y así dio en temer que los socialistas iban a quitarle la pensión, a ella y a todas las viudas de militares y policías que hubiesen servido en tiempos de Franco.
Esa manía encontraba eco, naturalmente, en otras amigas suyas, viudas igualmente de militares y policías, que de forma más o menos estridente, manifestaron sus temores y organizaron una Sociedad para la vela de sus intereses o, como solía decirse entonces, para defensa de su problemática.
– Me ha llamado la mujer de un compañero de tu suegro. Su marido está preocupado. Hablan de depuraciones en la policía y de recortar las pensiones. Incluso podrían quitarme la mía.
A doña Asunción, asustada, todo le asfixiaba. Se veía poco menos que mendigando por las calles.
– Tranquila, ¿qué ha sucedido?
Estaban almorzando un domingo, en casa de Paco y Dora.
– Han publicado un libro en Albacete en el que el marido de esta amiga mía y tu suegro no salen bien parados.
Hablaba de su amiga Carmen Armillo y su marido, también comisario, don Carmelo Fanjul.
Dora sabía a quién se refería su madre al hablar de Carmen Armillo y Carmelo Fanjul. Los recordaba como amigos de sus padres, cuando eran niñas su hermana y ella. Paco, salvo el nombre, ni siquiera los identificaba.
Doña Asunción ni quería hablar de ello ni, cuando lo hacía, lo hacía abiertamente, molesta de tener que volver a una vida pasada que creía definitivamente enterrada, convencida por ello de que la vida no es lo que se vivió, sino lo que se recuerda. Y ella lo había olvidado todo. Era pues inocente, como se sabría después que también lo había olvidado todo su marido Luis, no menos inocente por esa regla de tres.
– ¿Qué libro es ese? -preguntó Dora.
– Uno que habla de las cosas que tu suegro hizo en Albacete, después de la guerra -le respondió a Paco, porque le resultaba más fácil dirigirse a él para tratar esos asuntos, que a su hija.
Asunción llevaba una existencia pacífica, con sus nietos, viendo a sus hijas, respirando al fin libremente después de cuarenta años de casada. Aquel imprevisto metía en su vida un elemento de incertidumbre y congoja. No hacía ni dos años que su marido había muerto, y le parecía que toda su vida con él era cosa de un pasado remoto, ya sepultado para siempre. Incluso cuando se refería a uno y otro, marido y pasado, parte todo del mismo nebuloso sufrimiento, lo hacía de tal modo, que parecía que no había tenido nada que ver con ellos. Nunca decía, por ejemplo, «mi marido». Jamás hablaba de los años pasados. Siempre era «tu padre», «tu suegro», «tu abuelo», o, cuando ya no había más remedio, «Luis», como hubiera podido decir «Ramiro» de un mecánico. En cuanto al pasado no era más que ese indeterminado «hace ya muchos años», que lo mismo podía abarcar sus tiempos de niñez, de juventud o de casada.
– Dicen que tu suegro hizo cosas horribles…
Asunción meneó la cabeza, aunque no se podía determinar si lo hacía por desaprobarlas o por los estragos de ciertos temblores seniles. Se echó a llorar. Dora trató de consolarla. Paco guardó silencio y lo impuso a la pequeña Violeta, que alborotaba cerca. No hubiera podido explicar fácilmente aquellas lágrimas de la buena mujer. No eran, desde luego, porque se hubiese manchado o ultrajado la memoria de su marido. Ella era la primera en haberla menoscabado, olvidándose de él. Pero para ella, «una mujer de otro tiempo», expresión en la que solía escudarse para explicar no ya lo que no tenía explicación, sino lo que ella ya no alcanzaba a comprender, para ella, digo, don Luis no dejaba de ser el padre de sus hijas, como ella no dejaba tampoco de ser, aunque le pesara, la mujer que había compartido cuarenta años de su vida y la cama donde durmió todos esos años.
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