Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto

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Los amigos del crimen perfecto es una novela coral vertebrada en torno a un grupo de amantes de la novela negra que persiguen, desde hace años, tanto el estudio como la quimera de un crimen perfecto, hasta que la realidad acaba envolviéndoles en uno que, siendo un crimen perfecto, acaso ni es crimen ni perfecto.

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Vio Maigret entrar a Mason y levantó el brazo para que le descubriera. Mason se sorprendió de encontrarle allí. Paco Spade no les había dicho a ninguno de los dos que el otro también estaba citado.

– Por fin. Los ACP cabalgamos de nuevo -proclamó Mason en cuanto se sentó con su amigo, y aquella sorpresa puso inopinadamente de buen humor al abogado, despertándole la fantasía:

– Tomás, hoy tráeme un whisky, uno de malta, de verdad, nada de nacionales…

– ¿O no cabalgamos de nuevo? -preguntó Mason en cuanto el camarero se alejó.

– Creo que no -le desengañó el policía-. Me parece que no van por ahí los tiros.

Paco Spade se retrasaba. Los amigos hablaron de su presente.

– Mi vida es un asco. Modesto. Si pudiera dejaría el trabajo. Pero ¿qué puede hacer un policía? Donde quiera que vaya, siempre será un policía. Es como si eres militar. El militar y el policía siempre serán policías y militares. Lo mismo que los curas, aunque se casen. Hay profesiones muy malas.

– Por esa regla de tres, a mí me pasaría lo mismo. Nadie está a gusto con lo suyo.

– Cuando teníamos nuestras reuniones de los ACP, por lo menos contábamos con algo que valía más -dijo Maigret-. Yo esperaba los días de la tertulia con verdadera ilusión, como pueden esperar los forofos del fútbol el partido de su equipo. Sólo que nosotros nos ocupábamos de cosas importantes. Saber por qué razón alguien mata a otro es importante. Saber cómo es posible, si es posible, que alguien viva con la culpa de haber matado a alguien, también lo es. La Naturaleza del Mal y la Naturaleza de la Mentira. Y en el otro extremo, el Bien y la Verdad. Aquí parecía que nos divertíamos, y todo eso de las novelas y los crímenes iba muy en serio. Yo al menos me lo tomaba en serio.

– Y yo -admitió Modesto Mason-. Para mí además era saberme necesario. Conozco a Paco desde hace más de veinte años, lo vi empezar, su vida es también parte de la mía. Me gustaba verle escribir. Tenías que haberle visto tú sacarse una novela de la cabeza en una semana. Era increíble. Las escribía silbando. Para mí eso es lo más bonito que me ha pasado nunca. El me consultaba cosas, me preguntaba, me pedía que le hiciese informes. Todo lo que tenía que ver con leyes, se lo resolvía yo. A veces era yo también el que le disipaba las dudas. Como no viajaba, le contaba cómo eran los sitios por donde nosotros íbamos. Le traía las guías de todas partes, los planos de todas las ciudades. Me pedía que le contara casos que me llegaban al despacho. Tuve un cliente que llevó a juicio a un comisionista suyo, porque decía que éste se había quedado con dos carteras de bisutería fina. Se lo conté a Paco, y cuando menos me lo podía imaginar, te traía un novelón como la copa de un pino, No lo hagas, muñeca , que va de todo eso de las esmeraldas. Le contabas las cosas y parecía que no atendía, pero todo lo iba metiendo en la cabeza, y luego lo soltaba ya elaborado.

– ¿Y por qué hemos dejado de vernos, entonces? -preguntó con tristeza Lorenzo-. Si todos añoramos los ACP, ¿por qué no volvemos a quedar?

– Lo he intentado muchas veces con él. Pero Paco dice, reuniros vosotros, sin mí. Yo le digo: pero ¿qué te cuesta ir? Antes no te costaba nada. Vas, te sientas, y hablamos los demás. Pero él no quiere ya. Dice: todo en esta vida tiene su momento. Yo creo que a él esto le hace daño, ya no quiere saber nada de novelística, para él eso terminó, se ha secado. Ve a otros jóvenes que empiezan y a los que todo les sonríe, y cree que se le ha pasado su tiempo. No habla de ello, pero sé que es así. Hace un mes, cuando empezó a trabajar de nuevo en la editorial, volví a la carga. Le dije, ahora que estás de nuevo en lo policiaco, volveremos a reunimos, ¿no, Paco? No, me dijo; y con más razones que antes. Tengo una familia y voy a ganar algo, lo que no he ganado en veinte años. No tenemos nada. Yo ya no voy a escribir más. Y entonces, ¿qué harás en la editorial?, le pregunté yo. Refritos, me contestó, y buscar a otros que escriban. Pues eso, le decía yo, los ACP te van a permitir seguir en activo. Y él me dijo, no, porque antes para mí, mientras el crimen era una diversión, funcionaba. En cuanto se ha convertido en trabajo, me da lo mismo. No me creo nada; pensaba, algún día podré hacer mi propia novela, la mía, no la de los asesinos y la de los policías; ¿qué tiene que ver todo eso con la vida? Nuestras vidas son pacíficas, pero necesitan de un infierno para sobrevivir, y lo describen sobre el papel, y necesitan acabar en una novela con la vida de otros, para que la nuestra valga algo. Pero lo cierto es que las vidas si algo valen es en lo que son, y algún día, pensaba, haría una novela de mi purgatorio, sin tener que recurrir al infierno de otros. Pero ese momento no ha llegado, y sé que ya no llegará. Mi infierno es no poder escribir una novela sólo mía; mi purgatorio es saberlo, y mi pobre cielo haber escrito treinta y tres novelas que han hecho felices a otros menos a mí. Yo le decía. Paco, puedes hacer coincidir las dos cosas, la novela policiaca y la tuya; los caballeros andantes, ¿qué tenían que ver con Cervantes?, le dije. Y Paco me respondió, yo no soy Cervantes, y para hacer eso que tú pides, habría que ser un genio, y no lo soy. Ni lo ha sido nadie. Las novelas policiacas son mentales, y la novela es algo que sale de la vida, no de una ecuación. Ha habido grandísimos escritores policiacos, pero falta que nazca el mesías del género, el Cristo, el Cervantes, el Shakespeare de lo policiaco, y ése no soy yo. El que entone el más melodioso canto fúnebre de la novela al mismo tiempo que su canto del cisne. Además, me dijo también, en cuanto le ves las vueltas a una cosa, pierdes interés por ella.

– Y sin él los ACP no serían lo mismo, ¿no? -dijo Maigret.

No se sabía si Lorenzo lo afirmaba o si, al preguntarlo, dejaba un pequeño resquicio a la esperanza.

– En los grupos siempre hay alguien que es la médula. Sin médula, todo eso se viene abajo como un montón de huesos. Dale una médula, y los huesos se ponen en pie, y eso camina. Además el grupo ya no podría ser lo mismo. ¿Tú volverías a reunirte con Miss Marple, con Sherlock, con el padre Brown, después de lo pésimamente que se portaron con él y de dejarlo solo? Actuaron como unos cobardes. Ellos podrían ser amigos del Crimen Perfecto, pero antes hay que ser amigos de los amigos, y si un amigo te sale criminal, con más razón.

– El que tiene razón eres tú -admitió cariacontecido Lorenzo-. Y, ¿qué estamos esperando aquí?

Con más de media hora de retraso, apareció Paco Cortés.

– ¿Sabíais que Poe ya no vive en Madrid?

Los amigos negaron con la cabeza.

– Vengo de estar con Marlowe. Me he pasado por la relojería de su padre. Me lo he llevado a tomar un café. No se ha despedido de ninguno de nosotros. ¿Por qué lo habrá hecho? Nosotros nos portamos bien con él. ¿Por qué nos habrá hecho eso? ¡Qué decepción! Marlowe me dijo que la muerte de Hanna le afectó mucho. No hablaba con nadie, no llamaba a nadie, se volvió muy taciturno. No salía ni siquiera de casa. Actuaba de una manera muy rara. No se ha vuelto a su pueblo, como quería, pero salió una vacante en Castellón, y se ha ido para allá. Podría haberse despedido. ¿En qué quedó todo lo de Hanna?

Paco le hizo esta pregunta a Maigret.

– En nada. Una sobredosis. No lo sé muy bien. Si quieres me entero. Las cenizas las mandaron a Dinamarca.

– Poe se ha ido. ¡Vaya con el chico! Raro tipo -exclamó Mason.

– Pero muy inteligente -añadió Maigret.

– De eso quería hablaros -dijo Paco.

Mason y Maigret se miraron, y éste volvió a repetir:

– Muy inteligente. Fue el único que vio que el viejo de la calle del Pez se había suicidado.

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