Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto

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Los amigos del crimen perfecto es una novela coral vertebrada en torno a un grupo de amantes de la novela negra que persiguen, desde hace años, tanto el estudio como la quimera de un crimen perfecto, hasta que la realidad acaba envolviéndoles en uno que, siendo un crimen perfecto, acaso ni es crimen ni perfecto.

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– ¿Qué vas a ver? ¿Lo vieja que me he hecho?

Eran todas las fotografías de su niñez, de sus padres, de Luis, de los padres de su marido, él de joven, ella de soltera, algo así como la historia pretérita, bodas de otras gentes que a Paco le resultaban desconocidas, hombres y mujeres sentados en banquetes en cuyas copas aún destellaban los raros lampos de la felicidad, gentes bailando en esos mismos banquetes, fotos de las niñas, una foto de los cuatro delante de aquel 1.500 al que se había referido hacía poco Dora, todo de tiempos anteriores al nacimiento de las niñas, Dora y Amparito, y de después también…

– Esta era mi suegra…-empezó a decir.

Se veía a una mujer de unos setenta años, una foto de tres cuartos, con los contornos difuminados, como las que solían ponerse en los cementerios. Era una mujer gruesa, casi un fenómeno de feria. La cara parecía que fuese a salirse de los límites de la fotografía. Tenía un bigote que la descaraba. Causaba risa y espanto. Llevaba un traje negro que disimulaba mal aquella papada que se le desbordaba sobre un collar de perlas. Estaba de medio lado y se le veía una oreja grande y descolgada, también con una perla…

– Me hizo la vida imposible. Era un monstruo. Lo que no me hizo llorar. Al poco de casados se vino a casa, cuando faltó mi suegro. Vivió con nosotros cuatro años, hasta que se murió. Se pasaba el día diciendo que yo era una inútil, que no sabía hacer nada, que su hijo había hecho el peor negocio de su vida, porque se había casado con una señorita… En aquella época Luis ya no venía muchas noches a casa. Se las pasaba por ahí. En el servicio, decía. Mi suegra sabía todas estas cosas, porque de soltero debía de ser lo mismo. Pero sorbía el aire por donde él pasaba. La tenía coladita. Como era hijo preferido, y luego único, es que se lo comía con los ojos. Parecía como un novio. Al principio yo todavía tenía fuerzas, y discutíamos. Mi suegra nos oía desde su habitación, y al día siguiente lo primero que me decía, en cuanto él volvía a marcharse, era que encontraba muy natural que se fuese a buscar fuera lo que no encontraba en casa. Era malvada, malvada de verdad. Lo decía para humillarme. Nunca le dije nada a Luis de aquellas peleas con su madre. Eso le habría puesto furioso. Que yo criticara a su madre le sacaba fuera de sí. Ocurrió un día. Me levantó la mano y me la puso delante, toda abierta, como si se contuviese para no aplastarme la cara contra la pared. Era un hombre muy violento. Cuando bebía se ponía mal. Un día me dijo que si tenía agallas me volviera a casa con mi madre. A mi madre habíamos tenido que internarla en un sanatorio. Se había vuelto loca la pobre, después de la guerra, por todo lo que había pasado. Fue una crueldad horrible decirme aquello, yo tenía diecinueve años, era una niña, y tenía que haberle dejado entonces, haberle dicho, ahí te quedas, pero… el no saber.

La mujer lanzó un par de gemidos agudos y secos, luego humedeció los labios en aquel licor apelmazado, y siguió hablando.

Nunca Paco, hasta ese momento, había hablado con su suegra más de cinco minutos en serio. Años en la familia, y sólo habían intercambiado frases banales. Le extrañaba todo aquello, nuevo para él. Mason habría dicho que no era lógico, después de tantos años.

– Y me quedé con mi marido. Y desde ese día supe que mi vida iba a ser un suplicio. Y cada vez que caía más bajo, él se crecía más y más. No se puede figurar nadie las cosas que he visto en esta casa, lo que he tenido que soportar no se lo puede figurar nadie, ni Dora ni Chon… Era horrible. Yo estaba asustada. No sabía nada de la vida. Vosotros no os podéis figurar lo que fue la guerra, sois demasiado jóvenes. Y yo me decía que él no era como los demás, y me creía lo que me contaba, porque ya no sabíamos lo que podíamos creer o no. Luego le destinaron fuera de Madrid unos meses. Yo me dije, aquí la vida va a ser más fácil, mi suegra se quedará, no querrá venir con nosotros. Pero tuvimos que llevárnosla, y se pasaba todo el día rabiada por tener que estar en una ciudad de provincias como aquélla, que era un pueblo de mala muerte, y volvió a pagarla conmigo, porque no podía meterse con su hijo, y aunque él decía que aquello le gustaba menos que a nadie, yo sabía que había sido él quien había pedido el traslado, porque le ascendían y además porque el trabajo le gustaba. En Madrid tampoco me ves el pelo, y a ti qué más te da estar aquí o allí, para lo que tienes que hacer todo el día. Fue un infierno. No quiero ni acordarme. Tenía mucho trabajo, les traían todos los días gente que detenían. Apenas paraba en casa. Siempre fuera, y yo allí, encerrada con mi suegra en una pensión y en una ciudad en la que no conocíamos a nadie. Yo le lavaba las camisas, no quería que las lavase la muchacha. Cuando no las traía manchadas de carmín las traía manchadas de sangre. Por suerte, y Dios me perdone, mi suegra se murió a los tres meses, y luego vino Chon, y nos destinaron otra vez a Madrid. Un día dijo que lo tenían sentenciado los del maquis, que lo habían sabido por unos a los que habían cogido, y ya teniendo familia, pidió el traslado a Madrid. Pasé mucho miedo. Me imaginaba que cualquier día lo traerían muerto… Tu suegro no era una buena persona, Paco. No lo fue con nadie. Si me apuras, ni con su madre. No podía soportarla, no soportaba a nadie, en el fondo odiaba a todo el mundo, por eso empezó a beber, aunque creo que empezó a beber antes, en la guerra. La guerra les hizo a todos alcohólicos…

La mujer seguía con la foto de su suegra en la mano, sin saber qué hacer con ella. Pareció despertarse de un sueño, se lo sacudió con un ligero movimiento de cabeza, y devolvió la fotografía a su caja. Paco ni siquiera se atrevió a curiosear entre las muchas que allí había. Algunas eran diminutas, como de carnet, su suegro vestido de falangista, de paisano, con el bigote más, menos recortado, con traje, sin él.

Al volver a casa, Dora se disculpó con Paco, por no haberle podido avisar con tiempo y haberle despachado el recado de recoger a la pequeña, y Paco se disculpó a su vez por llegar con más de dos horas de retraso.

– ¿Cómo has encontrado a mi madre?

– Bien, entretenida ordenando papeles.

Paco le contó a su mujer la conversación con su madre. Dora le dijo:

– Sí que es raro; la mitad de esas cosas yo no las sabía. Quizá no las sepa ni mi hermana.

Cuando al domingo siguiente Dora le comentó a su madre, fingiendo enfado, que la mitad de las cosas que le había contado a Paco de cuando ella y su padre eran jóvenes ni siquiera se las había contado a ella, la mujer se defendió como pudo:

– Hija, te las he contado mil veces, sólo que ya no te acuerdas.

Y cambió de conversación. El momento propicio de las confidencias íntimas había pasado, y quizá no se volviese a repetir jamás, como ese cometa cuya vuelta nos hallará ya muertos.

Y sin embargo fue aquel día en el que Paco y su suegra hablaron tanto tiempo el que le dio al ex novelista la clave para resolver el asesinato de su suegro.

Ni siquiera participó sus sospechas a Dora. Al día siguiente telefoneó a Maigret. Tenía urgencia de verle, aunque no le adelantó nada por teléfono, por temor a que Dora escuchase algo. Luego hizo lo mismo con Mason. Quedaron citados los tres en el viejo Comercial.

Llegó Maigret a la cita antes que los demás. Entró en el café, del que llevaban tanto tiempo ausentes, como quien vuelve al país natal. Reconocía las cosas, los veladores, los espejos, los parroquianos, el mostrador, los camareros… Todo seguía igual que entonces, el vago entonces. Pero no se reconocía a sí mismo en aquellos espejos leprosos.

Era muy poco lo que tenía, cuando se reunían los ACP. Pero su vida no carecía de contenido entonces. La amistad en sí misma justifica muchas vidas, se dijo. Podrían haber seguido viéndose después de la muerte de don Luis. Fueron unos momentos de pánico. Nada más. Las cosas no se habían resuelto, pero tampoco se resolvía un treinta por ciento de los asesinatos. Y recordó lo que tantas veces se había dicho en aquel café: los crímenes perfectos no son perfectos porque no se descubra al criminal, sino porque no se le pueden probar al asesino, por lo mismo que parecer culpable no le hace inocente a uno.

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