Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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A Paco Cortés, sin embargo, la noticia le excitó lo indecible. Sentía, como el perro de raza, despertarse instintos de detective, y la voluptuosidad de acercarse a la verdad fue mayor que el dolor que esa verdad podía causar en seres queridos. Pensó en Dora.
Esta vez, ya solos, cuando doña Asunción se fue, no tuvo más remedio que contarle todo lo que, a sus espaldas, habían tratado de saber sobre su padre, él, Maigret, Mason, incluso el propio Marlowe.
Dora escuchó en silencio. El cataclismo de la muerte de su padre significó un verdadero desbarajuste en los afectos de la hija. Fue como si un golpe de ola hubiera movido de sitio todos los muebles y enseres de un camarote. Luego sobrevino la calma, y Dora, que cuando vivía su padre no desaprovechaba la ocasión para mortificarle o irritarle de forma consciente, pasó, ya muerto, y tras aquellos breves y pasajeros fervores que siguieron a su muerte, a no hablar nunca de él. Se habría dicho que había precisado de veinte meses para que se muriese realmente en sus afectos, desarraigándolo para siempre de ellos.
– Me da mucha lástima todo lo de mi padre. No tengo ya fuerzas ni para olvidarlo.
Estaban sentados los dos. Dora se acariciaba distraídamente la tripa apandada por un embarazo muy adelantado ya.
– ¿Y crees que a mamá eso de Albacete le podría perjudicar?
– No. Lo dicen hasta los periódicos: aquí ha cambiado todo menos la policía, y por eso las cosas en España han podido cambiar tanto. Los mismos que estaban, están. Lo demás es cosa de tu madre, todo le afecta mucho. Pero yo querría preguntarte algo. Si conocieses al asesino de tu padre, y supieras quién es, ¿lo denunciarías?
Dora se asustó de aquella pregunta. Miró a los ojos de Paco, como si de ellos pudiera extraer una verdad terrible. Paco se dio cuenta de ello, pero permaneció en silencio esperando que su mujer dijera algo.
Dora respondió con otra pregunta:
– ¿Tú sabes quién es?
– No. Pero podría saberlo. Sólo quiero que me respondas a lo que te he preguntado. Si conocieses al asesino de tu padre, ¿lo denunciarías?
– Creo que sí… ¿No lo harías tú?
– No sé -dijo Paco-. Muchos crímenes que pasan por crímenes, no lo son; y a otros, que no lo son, se les considera así. Yo no sé lo que haría. Tu madre sólo ha empezado a vivir desde que mataron a tu padre. Imagina lo que hubiese sido su vida en común después de que tu padre se hubiera jubilado.
Si mientras estaba en activo fue un infierno, después, ¿qué hubiera sido, con él a todas horas en casa? La hubiera matado o hubieran tenido que separarse. Hazte a la idea de que tu padre viviera todavía…
Dora, a quien esa suposición le pareció abusiva, se estremeció.
– Nunca hemos visto a mi madre tan feliz como ahora.
Si mi padre resucitara, ella se moriría. Pero no se puede quitar de en medio a la gente, Paco. Una cosa son las novelas, y otra la vida real. Lo sabes muy bien. Y en la vida real hemos de vivir todos a medias, con las cosas descacharradas. Ésa es la vida. A cambio tenemos nuestras pequeñas alegrías, nacen hijos, los vemos crecer, nos reímos con ellos. Esa felicidad es real. En las novelas las cosas malas pesan mucho, pero no tienen en cambio una sola cosa buena real. Las novelas negras se llaman negras porque sale en ellas la basura del hombre, y el que las lee, piensa: mi vida es mejor que la de esos, a mí nadie me va a disparar, yo no moriré. Nosotros, en cambio, tratamos de ver lo limpio de la vida, sí. Tenemos nuestra alegría. Pero no podríamos vivir si tuviésemos que soportar en la conciencia la muerte de alguien. Y no sólo la muerte, sino la maldad. Y la maldad no es más que el rostro de una mentira, y la mentira sólo engendra culpa. Te lo he leído cien veces en las novelas que escribes. Queremos hacer un mundo mejor, no peor. Eso, desde un punto de vista literario, quizá no sea oportuno ni conveniente, pero tenemos que vivir en la vida, no en una novela. Para vivir precisamos no lo ficticio, sino lo necesario. Y eso es lo que me has estado diciendo todo este tiempo, para explicarme por qué ya no vas a escribirlas tú.
– La gente convive también con la mentira, y quiere también hacer el mundo mejor -le replicó su marido-. La gente que ha cometido un crimen, que se ha portado mal con alguien, no va a la policía y le dice: deténganme, porque soy el asesino. Tampoco va nadie y le dice a un amigo, Fulano, me he portado como un cerdo. Acabo de estar en tal sitio y te he gastado una mala jugada. En cuanto a lo otro, a don Quijote, para vivir, le bastaba con lo ficticio. Lo necesario acabó con su locura, pero también con su vida.
– No me líes, Paco. Tú no eres don Quijote. Sí, ya sé que nadie va y le dice a su mujer, estoy liado con una golfa. Lo que yo digo es que estoy en contra de la muerte, y me da igual que la pena de muerte la ponga el Estado o que sea un particular el que la administre o el que la suministre.
– Pero está el arrepentimiento…
Dora volvió a estremecerse. Le recordó aquella conversación que mantuvieron ella y Paco a propósito de Milagros, y que les llevó a la separación.
– Por favor, no me asustes -y Dora se llevó las manos a la tripa, como si así defendiera al bebé de una agresión inminente. Y precisamente porque no era una persona a la que gustase andarse por las ramas, hizo la pregunta de la única forma que hubiera podido hacerla.
– ¿Mataste tú a mi padre?
A Paco se le arquearon las cejas. Siempre le sorprendía Dora. No entendía la cabeza de las mujeres. En parte su fracaso como novelista provenía de que no las conocía lo suficiente. En sus novelas las mujeres que salían estaban sacadas de otras novelas, no de la vida. Y en las novelas que a él le gustaban, las mujeres eran todas bastante previsibles. Las malas, eran muy malas, y las buenas muy buenas. Ninguna hacía preguntas imprevisibles, como Dora.
– ¿Fuiste tú, Paco?
Se le ocurrió a Paco una respuesta de novelista duro, decir, por ejemplo, «Dora, ésa es la pregunta de un policía». Pero no lo hizo, porque cuando se ama a alguien se pone siempre uno en el lugar del más débil.
Dora estaba muy seria. Tenían el televisor encendido, aquel televisor que fue testigo de la última vez que vio con vida a su padre. Lo que pasaba en ese momento cobró una importancia inusitada, que parecía estorbar una respuesta. Por eso Dora, con el mando en la mano, bajó el volumen.
– Dímelo, Paco. Tengo derecho a saberlo.
Y Paco iba a decirle la verdad. Siempre se la había dicho, hasta donde la verdad no le hiciese daño a ninguno de los dos. Pero esperó un momento. La tenía frente a sí. Se dio cuenta de que la había asustado. Estaba tan amilanada como aquella vez que ella le preguntó sobre Milagros. El embarazo la había embellecido mucho. No quería ser cruel con ella, y sonrío. Decidio prolongar aquello un poco más, por conocerla mejor.
– ¿Me crees capaz de matar a alguien?
– Tampoco te creía capaz de que me engañaras con aquella puta.
Paco Cortés se asustó de veras. Pensó que estaba llevando el juego algo lejos. No le gustó ni se esperaba aquella contestación. ¿A qué venía recordarlo ahora? Se enfureció consigo mismo, por haber querido jugar con Dora al ratón y al gato, como solían hacer los personajes de sus novelas, pero no podía seguir adelante sin atajar aquel comentario. ¿Qué tenía que ver todo aquello con su suegro?
– ¿Por qué has dicho eso, Dora?
– Porque no me gusta, Paco, que me mientas ni que juegues conmigo. Para mí es mi padre, y no una cosa de diversión. Y cada vez que hablas de él, me duele, como si me clavaras un cuchillo, como ni siquiera te puedes tú figurar.
Paco, que quiso desdramatizar la situación dijo con ternura:
– Sí puedo.
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