Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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Todos encontraron estas anotaciones, que leyó Nero como el secretario de un Consejo de Administración, muy apropiadas, aunque suscitaron las protestas del padre Brown.
– Desde luego lo de hacer que suceda en la Misa del Gallo, lo encuentro excesivo. No se sabe qué pinto yo en los ACP, si no puedo evitar un crimen en Nochebuena y llevarlo limpio a presencia de Dios…
Mike entrecerró los ojos y aspiró el cargado aire del café como si se tratara de las verdaderas y embriagadoras esencias del arte criminal.
– Ha de ser un golpe certero -dijo paladeando su sadismo.
Las semanas siguientes fue cada cual aportando datos para ese Crimen Perfecto, menos Paco Cortés, que miraba condescendiente esos preparativos.
– Yo ya me entretuve de novelista casi veinticinco años. Eso ahora os toca a vosotros, los jóvenes y los amateurs.
No obstante le erigieron en arbitro, capacitado para elegir de entre los argumentos, los matices o las coartadas, cuál era la más convincente, las más artística, la más lógica.
– La víctima debería ser un mecánico de la Renault -decía, por ejemplo, alguien-. Hay que acercar el arte al pueblo, hablarle en su lenguaje, contarle cosas y ambientes que reconozca, y ejemplarizar: hacer ver a esta sociedad que las condiciones embrutecedoras en las que trabajan tantos, sólo puede generar violencia.
– De ahí a la novela social, un paso -corregía Paco, recordando lo que Espeja le decía.
En tales disquisiciones se les fueron a todos los ACP dos meses de intenso trabajo creativo que no dieron cuartel a Nero Wolfe para llevar sus libros.
En manos de un juez o de la policía, con un crimen real de por medio y sin poder explicar las razones por las cuales se confeccionaron, pondrían en un grave aprieto a quien los poseyese.
Parecían el diario de un psicópata que guardara religiosamente todo lo relacionado con su perversión, y lo ordenara como si fuese el ara sacra donde ofrendar los bajos instintos a una divinidad del mal.
Pero Nero Wolfe era todo lo contrario de un hombre que aparentase tener ninguna patología. Le había puesto el nombre, como de costumbre, Paco Cortés, más que por su finura detectivesca, que la tenía y mucha (era un deductivo nato), por su aspecto. Era como el detective de Rex Stout: pesaba unos ciento treinta kilos, y se ganaba la vida con el restaurante de la calle Larra, con mayor cartel cada día. Sus aficiones eran las novelas de detectives y la pesca de cangrejos, lo que iba perfectamente con su carácter elegiaco: ya no había novelas como las de antes ni quedaba ya un solo cangrejo en los ríos españoles. Era el amigo más antiguo de Paco. Se habían conocido precisamente el día en que a Cortés le publicaron su primera novela con Espeja el muerto: La noche es joven .
En la cubierta de aquel libro, una verdadera reliquia para los coleccionistas, se veía una chica tirada en el suelo. Al caer se le había subido la falda y se veía el arranque de la pierna por encima de la rodilla, y una liga. Eran los tiempos de la censura. El vestido era blanco, muy escotado, y el artista había captado aquel escorzo con mucho sentimiento. De los pies había uno que seguía calzado con un zapato de tacón de aguja. El otro zapato, tirado de cualquier manera, estaba a un lado. Las uñas de ese pie descalzo estaban pintadas de rojo, y por problemas de ajuste de la impresión las manchas rojas no pisaban exactamente sobre las mismas uñas, sino algo desviadas, con lo cual daba la impresión de que se lo estaban comiendo por las puntas cinco cucarachas rojas. Paco Cortés, que entonces era sólo el Lemmy Burnett de la cubierta, ni siquiera reparó en esas minucias. Y Lemmy Burnett, Lemmy por el Lemmy Caution de Peter Cheney y Burnett por William Riley Burnett, el del Little Cesar que interpretó magistralmente en la pantalla Edward G. Robinson, Lemmy Burnett, decía, entró al azar en aquel restaurante de la calle Larra para celebrarlo, al grito de, precisamente, «la noche es joven», y lo hizo con cierta novia con la que por entonces andaba. Antes de llegar al segundo plato, ya estaban borrachos. Cuando el dueño del restaurante se les acercó para preguntarles qué tal iba todo, la novia de Paco Cortés le mostró el libro que habían apoyado en la botella de agua, para que no se les despistase ni un segundo.
– Lo ha escrito éste.
Nero Wolfe, que entonces tampoco gastaba ese apodo, sino su nombre verdadero, Antonio Sobrado, no lo creyó, porque el autor que figuraba en la cubierta no casaba del todo bien con el castellano perfecto de Paco Cortés. Creyó que era una broma de borrachos.
Paco se puso muy serio y le dijo:
– Estamos borrachos, pero esta novela la he escrito yo, y también otras cinco más.
– No conozco a ese autor -le dijo Sobrado.
– ¿Cómo le va a sonar, si le estoy diciendo que ese nombre soy yo y es la primera vez que lo he usado? Ésta es la novela número seis.
– No le creo.
A los cinco minutos, hablaban apasionadamente de novelas policiaca.
– ¿Qué novelas te gustan a ti?
– ¿De las grandes? -preguntó Cortés.
Nero Wolfe comprendió que estaba en efecto delante de un experto.
– ¿A qué llamas tú grandes?
– Lo siento -se disculpó el recién estrenado novelista-. Me refería a los clásicos, ya sabes Malet, McCoy, William Irish…
– Yo creía que los grandes eran Doyle, la Christie, Simenon.
– Esos son los clásicos.
– De acuerdo -empezó a decir Antonio Sobrado-. De los tuyos me gusta, de McCoy, Di adiós al mañana , y de Irish, La novia iba de negro . Y de los míos El regreso de Sherlock Holmes , de sir Arthur, El hombre que oyó pasar trenes toda la noche , de Simenon, y de La Dama, El asesinato de Roger Ackroid , quizá los Diez negritos , no sabría con cuál quedarme.
Soltó todos esos títulos con un aplomo admirable, sin el menor titubeo, como el examinado que aspira a la matrícula de honor.
Paco y su novia quedaron impresionados.
– No está mal -dijo el novelista-. Pero ¿conoces El misterio de la habitación amarilla de Gastón Lerroux, Lord Peter y el desconocido de Dorothy Sayers, El asunto Benson de Van Dine , El problema del telegrafista de Dickson Carr o El misterio del sombrero de seda de Ellery Queen? Las que tú has dicho son novelas de sobresaliente. Éstas son de magna cum laude, y son clásicas. Son a las novelas policiacas lo que el Rolls a los motores y Miguel Ángel a las Capillas Sixtinas. Mañana te las dejo.
Y así fue como Cortés y Sobrado empezaron a ser amigos. Él le presentó a su abogado, otro amigo del crimen de papel. El abogado, Modesto Ortega, era aún más entusiasta de las novelas policiacas que el propio Sobrado, que le había captado para esa secta.
Seis meses después de tales encuentros se fundó el club de los ACP, siendo su núcleo fundacional Sobrado, Ortega, Paco Cortés y la novia de éste, Milagros, una joven a la que no se conocía ninguna otra particularidad que la de haberse separado de un marido riquísimo cuando ni siquiera llevaban un año de casados.
Desde el primer momento Sobrado, que tenía una gran experiencia en llevar contabilidades, se prestó a abrir unos libros con los haberes y deberes de los ACP, así como actas de todas las reuniones que tuvieran efecto. Cuando él no podía asistir, alguien tomaba nota por él de lo que se debatía, y en unos años los anales de los ACP eran un documento digno de atención: los casos más extraordinarios de la criminalidad mundial, ordenadamente recortados, clasificados y comentados en aquellos álbumes que las cuotas de los asociados sacaban periódicamente de una imprentilla de la calle Farmacia.
Y fueron esos álbumes lo primero que requisó la policía, cuando se iniciaron las investigaciones del asesinato de don Luis Alvarez, comisario de policía adscrito a la Comisaría de la calle de la Luna, y llegaron hasta Paco Cortés y los ACP, camino que fue más tortuoso de lo que pudiera pensarse.
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