Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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Hanna, experimentada en lances parecidos, arbitró sobre la marcha una nueva cláusula de la que tampoco se había hablado antes.
– Dijimos que cada cual era libre para hacer lo que quisiera, y que la nuestra es una relación libre. Tampoco hablamos de que hubiese ninguna obligación por parte de nadie para tener que contarle al otro las cosas, si no quería. He conocido a alguien, y a ese alguien tampoco le importa que viva contigo.
Para Poe fue un cataclismo. Quedaba ya muy lejos, evaporada del todo, aquella primera noche, la magia que entre los dos había brotado, los escasos réditos que ese milagro les había producido. Parecían haberse marchitado las caricias, los abrazos, la intriga que para los dos significaba la búsqueda de placeres comunes que les llevaban indistintamente a aquella cama baja o al antepecho de la terraza, para contemplar los atardeceres espectaculares y renovados.
Después de pensárselo una semana, Poe llegó con una nueva propuesta.
Había empezado a observar algunas cosas inopinadas en su amiga. Algunos lunes, cosa rarísima en ella, no aparecía por casa, pero más raro aún: tampoco lo hacía por la academia.
Así que, cierto día, después de una de las tertulias de los ACP, Poe le anunció a Hanna:
– Estoy pensando en mudarme a otra parte.
Hanna le miró con tristeza, pero no se atrevió a oponerse. No habría tenido argumentos. Se limitó a pegarse a él y acariciarle con ternura el pelo.
Incluso Cortés lo adivinó.
– A Hanna y a ti os pasa algo.
– Eres un buen detective, Cortés -ironizó Poe, el único de los ACP que se había tomado en serio la decisión del ex novelista, y le llamaba por su nombre, y no Sam o Spade.
Este le contó cómo estaban las cosas y Spade le confirmó algunos detalles inquietantes.
– Sí, ha dejado de venir a algunas clases. Las suyas, de inglés, se las doy yo. Pero está creando un mal ambiente entre los alumnos y entre los compañeros.
Esa noche, después de hablar con Paco, aprovechó Poe un momento en el que Hanna y él, como muchas noches, leían antes de apagar la luz, en la cama.
La explosión de cólera de la joven fue violentísima. Poe jamás la había visto de aquella manera. Hanna exigía respeto para su vida privada.
Estaban ya en mayo, pronto se echarían encima los exámenes finales y no era cuestión de empezar de nuevo la vieja transhumancia, así que adelantó su decisión de mudarse.
– En cuanto termine los exámenes, me buscaré otro piso.
A Hanna también le quedaría la duda de si Poe tomó la decisión de dejar la buhardilla de la Plaza de Oriente al conocer que había reanudado su relación con las drogas.
En todo caso Hanna se mostró de acuerdo, acaso aliviada de que esa decisión la hubiese tomado por ella el propio Poe, pero el mismo desapego que mostró Hanna le mortificó lo indecible a él; su frialdad le escoció amargamente a ella. ¿Qué podía hacer él? ¿Qué podía hacer ella? Los dos, ¿qué podían hacer ya?
Poe le contó a Marlowe lo que ocurría. Era su mejor amigo en Madrid, acaso el único de verdad.
Se entendía bien con él, no sólo porque fuesen de la misma edad, sino porque era todo lo contrario a él. Y Marlowe acabó protegiendo a Poe como si fuese algo de su sola incumbencia, convencido de que por Madrid no se podía dar un paso a derechas si no se contaba con un buen guía, y eso era él, un experto cicerone y un buen amigo. Marlowe vio en el hecho de que Poe iba a procurarse una nueva guarida la circunstancia favorable para buscar con él un piso, al que poder irse también, dejando atrás a «sus viejos».
– ¿Tu familia está de acuerdo? -le preguntó Poe.
– Mi vieja está de acuerdo; mi viejo, no, porque lo que más le gusta es llevarme la contraria. Pero como en mi casa la que manda es mi vieja, a mi viejo no le quedará más remedio que tragar.
Marlowe era por constitución el ser más feliz de la tierra. Le preocupaba, en este orden, lo siguiente: las mujeres, las armas y las novelas policiacas. El resto giraba de una u otra manera alrededor de este universo, parcialmente desordenado y caótico. Las mujeres estaban tan alejadas de él como Saturno del Sol, con las armas lo mismo tenía apasionados idilios que períodos de indiferencia, y sólo en las novelas policiacas encontraba él la compañía y la confortación necesarias; decía que lo que sabía para la vida, lo había sacado de esas novelas, tanto las cosas que había que decirles a las mujeres y el modo de conducirse con ellas, como la ética de las pistolas.
A él correspondió, pues, la idea genial, pues así hay que calificarla, de crear un Crimen Perfecto.
UN CRIMEN PERFECTO, escribió en el encabezamiento de una hoja blanca, ante el resto de los miembros de los ACP.
En todo el tiempo que llevaban reuniéndose éstos, jamás se habían tropezado, en la realidad, se entiende, con ningún crimen que pudiese ser considerado modélico. Todo lo más, casos sin resolver, que distaban muy mucho de la perfección anhelada que puede convertir un acto espantoso y criminal en algo digno ya que no de admiración, al menos de estudio.
Lo planteó un jueves del mes de mayo. El revuelo que se armó en la tertulia fue enorme.
– Un Crimen Perfecto; eso es -resumió categórico.
El padre Brown no se mostró en absoluto de acuerdo.
– Las armas las carga el diablo -dijo-. Lo que ha de hacer el hombre justo es pensar por el criminal y atraerle al bien, si se halla en el mal, incluso antes de que lo cometa. Lo que no podemos es llevarle al mal, para ensayar con él una operación de rescate por afán de lucimiento. No hay nada tan bello y legítimo como hacer el bien ni ciencia tan ardua como saber vivir esta vida de un modo virtuoso y de forma natural.
– Tú siempre te tomas estas cosas a la tremenda, Benigno -intervino Paco Cortés-. Esto no es más que un juego ¿Y en qué habías pensado, Marlowe?
– En algo excelso. Algo como el caso Williams.
Se refería al caso del marinero irlandés, escocés según otros, que cometió los siete brutales asesinatos que exterminaron a dos familias enteras en un arrabal marinero de Londres. Todos en los ACP estaban más que al corriente de ese caso clásico que había dado lugar a unas páginas mediocres de De Quincey, quien tuvo el acierto de encontrar para ellas un título feliz al que no hace el honor el contenido, El asesinato como una de las bellas artes , y retomadas por P. D. James en La octava víctima , obra magistral del género, donde las haya.
– Algo llamativo -continuó diciendo Marlowe-, pero la idea en realidad es de Poe.
Poe, a quien no le gustaban los primeros planos de la notoriedad, hizo una somera inclinación de cabeza para dar por buena la atribución.
– Era sólo una idea, aunque yo no llamaría al caso Williams crímenes perfectos se disculpó. Yo sólo lo llamaría algo con un buen escenario, como los muelles de Londres en 1811 un crimen en principio gratuito, que no beneficiaba a nadie espectacularidad en su comisión, víctimas pacíficas, escasez de medios para cometerlo, celeridad y un resultado aparatoso en la suma de todos estos factores. A saber, no es un Crimen Perfecto, es sólo un crimen clásico.
Sherlock, que escuchaba con atención, sentenció como a él le gustaba:
– La perfección es clásica.
– Puede ser -objetó el amante de la lógica, Mason-. Pero lo clásico ya no es posible. Lo que se ha impuesto es lo moderno. Cometer o planear un crimen clásico en 1811 era muy sencillo. Esos asesinatos hoy la policía los habría resuelto en un cuarto de hora, en cuanto hubieran tomado las huellas dactilares.
– Estoy totalmente de acuerdo -corroboro Maigret, que recogió la opinión de Mason como un cumplido al Cuerpo de Policía en general y a su amado Gabinete de Identificación en particular-. Habría bastado el análisis de la sangre que encontraron en las ropas del asesino para saber si correspondía o no a las de las víctimas. Hoy pueden hacerse esos análisis en cualquier parte, por trescientas pesetas y en menos de un cuarto de hora. De haber sucedido esto no habría habido un Crimen Perfecto ni libro clásico. Perfección y clasicismo borradas del mapa de un plumazo. Cometer crímenes cuando ni siquiera se sabía nada de las huellas dactilares es una audacia para principiantes. Ahora te llevan una máquina al lugar del crimen y sólo por el análisis de aire se sabe si ha estado o no allí cierta persona.
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