Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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Esa era otra de las razones por las que Paco Cortés y Dora se veían tan a menudo con Poe y Hanna. Estos habían estabilizado su relación hasta el punto de que la profesora había animado a Poe a dejar su calvario por las pensiones de Madrid y mudarse a vivir con ella.
– Pagaremos el alquiler a medias.
Con ese argumento convenció la joven a Poe, que arrastró a la buhardilla de la Plaza de Oriente su pacotilla de lona blanca.
Aquellos días fueron especialmente felices para todos. Coincidieron con el veranillo de San Martín, proverbialmente pródigo con la ciudad en crespúsculos dilatados y espectaculares. Poe y Hanna los compartían algunos sábados con sus amigos, convirtiendo el reducido espacio del apartamento en un estrecho camarote.
Pese a la inquietud de Paco Cortés, que seguía buscando trabajo, Paco y Dora volvían a conocer los mejores días de su noviazgo, los vivían y goloseaban sin rebozo. Se reían incluso de su felicidad.
– Toca madera -advertía Cortés.
Y para confirmar la superchería del novelista, vino a interrumpir aquel estado de completa armonía un hecho tan inesperado como desagradable y desgarrador, sobre todo para Dora.
Fue ésta quien había rogado a Paco que durante un tiempo al menos ocultaran a sus padres la reconciliación. No le gustaba tener que dar explicaciones y por otra parte el estado natural de las relaciones entre padres e hijos acaba siendo siempre el de los secretos o, mejor aún, el del secretismo. De la niña no había que preocuparse, porque era aún demasiado pequeña como para no saber darle la vuelta a las indiscreciones que pudiera cometer. Por ello cuando sonaba el teléfono era siempre Dora quien lo descolgaba y a la comida dominical en casa de sus padres, acudía, como era lo habitual, únicamente ella y su hija.
Pero vinieron las circunstancias a enredar las cosas cuando cierto domingo don Luis esperaba en casa con una gratísima sorpresa: dos magníficos televisores último modelo, veintiocho pulgadas, procedentes de un decomiso irregular, idénticos, uno para ellos y otro para su hija.
Era evidente que Dora no iba a poder cargar con aquella enorme caja, a menos que alguien le echara un mano. Don Luis se ofreció a llevárselo a casa ese mismo domingo, tras el almuerzo, camino de la comisaría, donde esa tarde estaba de guardia. Improvisó Dora toda clase de excusas, cada vez más angustiada, al comprobar que ninguna de ellas haría desistir al policía de una determinación que le llevaría a darse de bruces con Paco, en cuanto llegaran.
Encontraron a Paco Cortés tumbado en el sillón, sin zapatos, dormitando con una novela en la mano frente a un viejo televisor en blanco y negro, junto a Poirot, que al ver al extraño huyó a refugiarse en otra habitación.
Del susto don Luis estuvo a punto de soltar su parte del botín y rodar él mismo por los arriscados abismos de aquel sueño. Se le fue el color de la cara. No se dignó ni siquiera a preguntárselo al propio Cortés, por no cruzar con él una palabra:
– ¿Qué hace ese gilipollas en mi casa?
Así recordó a su hija que aquel piso lo había pagado él y aún seguía a nombre suyo.
Paco ni siquiera retiró los pies de la mesilla baja en la que descansaban. Tal vez hubiera debido hacer eso o algo parecido por Dora, pero no lo hizo porque estaba dormido y seguramente llegó a creer que toda aquella escena formaba parte de la misma pesadilla, de modo que se limitó a mirarle de una manera que el policía reputó arrogante
– No me mires con esa chulería y sal de esta casa inmediatamente.
– Eso es asunto nuestro -terció Dora, pero el policía ni siquiera la oyó.
La sangre tiñó su rostro de alcohólico y las venas del cuello y de las sienes se llenaron de pulsos que podían oírse.
Paco le observaba sin decir palabra, con los pies encabalgados. En sus ojos era difícil leer nada, aparte del desconcierto y la sorpresa. La pasividad fue interpretada por don Luis como una manifiesta obstinación, si no, más probablemente, una forma de provocación, de modo que no se lo pensó dos veces, se lanzó sobre su yerno con el puño por delante, se lo hundió en la cara, en una embestida formidable y extraordinariamente gimnástica para una persona de su edad, y acabó avasallándole pecho y garganta con las rodillas.
Las gafas de Paco Cortés, a consecuencia del violento sosquín salieron despedidas por el aire y acabaron estrellándose en la pared, de donde cayeron a plomo con una de las alas rota.
El novelista, que logró zafarse de las rodillas de su agresor, se levantó de un salto. Se echó mano a la nariz, se la puso delante de los ojos y la visión de la sangre le enfureció de tal modo que se lanzó contra aquel viejo correoso y alcohólico, y de la bofetada que le propinó lo sentó en el sillón.
– ¿Qué haces? -gritó Dora a su marido, sujetándole por la espalda.
El policía, que temió que su yerno se le echara encima, metió la cabeza debajo de los brazos, gimoteando de una manera acelerada y desconcertante.
Algunos vecinos, ante las voces, se habían asomado al rellano de la escalera. Dora, sin saber a qué acudir primero, corrió a cerrar la puerta, que había quedado abierta, sin perder de vista a su padre.
Este se puso de pie, se sacudió los brazos, sacó pecho, se colocó la corbata en su sitio, se remetió la camisa por el pantalón, repasó su chaqueta, la echó hacia atrás para dejar claro que llevaba el arma encima y que como lo mostraban sus ademanes era ya el mismo hombre de siempre…
– … Y te lo advierto -repelió-. Vas a dejar esta casa o te meto dos tiros.
Todo lo hubiese arreglado con esos dos mágicos tiros: España, el terrorismo, la delincuencia, su familia.
Dora reaccionó al fin, y pese al terror que le causaba su padre, sacó fuerzas y se encaró con él.
– Aquí vivo yo y yo decido con quién. Se acabó. ¡Fuera!
Don Luis hizo como que no oía y no le quitaba el ojo a Paco.
Este seguía buscando las gafas por todas partes, sin hallarlas, dándole la espalda a su suegro. Esta indiferencia le exasperó más aún. La niña, que había presenciado la escena, muda de espanto, se acercó a su padre, le rozó la rodilla con la mano y le tendió las gafas que había recogido en el otro extremo de la habitación.
– No vuelvas a poner los pies aquí, ¿me entiendes? Nunca más.
Era Dora la que ordenaba a su padre, con el brazo extendido señalando la puerta, que saliera de aquella casa.
Don Luis volvió sobre la corbata, que repasó con toques nerviosos.
– Te vas a acordar de mí.
Quedaron esas amenazas tiradas en el suelo como papeles sucios. A continuación el policía ganó la puerta, no sin antes propinar una patada brutal a la caja del televisor, que se había quedado en medio del pasillo, estorbándole el paso.
La marcha de aquel hombre dejó la casa en un silencio extraño. Dora se sentó en una silla en un estado de nervios difícil de describir. La niña corrió y se encaramó a su regazo. Paco Cortés buscaba la patilla rota, y cuando la encontró, ensayó una posible compostura, como si ese arreglo fuese todo lo que le preocupara en ese momento, con tal de no pensar.
Se acercó a Dora. Parecía un animal herido de muerte. Ni siquiera se hubiese atrevido a confesar a su marido que la fuente de su dolor no se encontraba en la escena que acababan de vivir. Había que buscarla mucho más lejos, en una mina mucho más honda, inagotable y empozoñada. Pero a nadie se lo había confesado y a nadie lo confesaría jamás. Todos tenían sus secretos, tan sagrados como venenosos. Se habría muerto no ya de vergüenza, sino de espanto, incapaz de permanecer incólume ante los ojos abiertos de su conciencia. Según con qué verdades no se puede vivir. Lo sabía bien ella, se lo había repetido cuántas veces. Es preferible vivir en la mentira, en el olvido, en el engaño, y sólo el cobarde logra sobrevivir a veces. De modo que para Dora era algo que no había sucedido nunca, pero que de vez en cuando emergía del centro de su ser, como un volcán entra en erupción, abrasándola como si vomitara una tierra abrasiva. Reconocer que había sucedido la hubiera llevado a cambiar muchas cosas en su vida. Pero había sucedido ya. Ocurrió una vez, y nada podría hacer que aquello desapareciera de la historia universal de los crímenes más sórdidos y crueles. Tal vez para su padre tampoco había sucedido. Estaba demasiado borracho aquel día como para que tantos años después admitiera que aquello sucedió realmente, pero Dora sabía que era imposible que lo hubiese olvidado. Su madre se había quedado en el chalet Manzanares, con su hermana pequeña. Ella había vuelto a Madrid, con su padre, porque estaba de exámenes. Era ya verano. Hubiera podido recordarlo todo segundo a segundo, desde que entró en su habitación y salió, cinco minutos después. Cuando todo hubo terminado, sólo pareció preocuparle una cosa. Acababa de violarla, pero le dijo, lleno de resentimiento y de desprecio:
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