Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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Intervino Cortés:
– Acuérdate también de aquello: «Las pruebas son siempre un arma de doble filo». Y las pruebas podían declarar inocente al sobrino, y no serlo. El mejor recurso para un delincuente es no ocultar del todo lo que no se puede ocultar, y en este caso lo que no podía ocultar era el orden, así que el sobrino pudo muy bien respetar ese orden, incluso rehacerlo meticulosamente, después de haberlo desbaratado.
Poe, que le había escuchado con atención, se quedó caviloso. Maigret hizo un gesto reticente. De vez en cuando le tocaba padecer las críticas de todos los errores que la policía cometía en el mundo. A Paco el caso ni siquiera le entretenía.
– Puede ser cierto -dijo al fin Poe-, pero también en Crimen y castigo dice el comisario Porfirii Petrovich que de cien conejos no se hace nunca un caballo, ni de cien sospechas se hace nunca una prueba o una evidencia.
– Ole por el niño -exclamó Miss Marple batiendo palmas como una colegiala.
El propio Cortés aplaudió con parsimonia al joven, como un maestro que reconoce haber sido descabalgado de una partida de ajedrez por un alumno.
Miss Marple celebraba tanto los crímenes como las investigaciones que sacaban a la luz a los culpables, y lo hacía con el júbilo de quien veía en ese asunto algo verdaderamente festivo. Mientras el crimen seguía sin resolver, partidaria incondicional de la astucia del asesino; y una vez empezaban a desmoronarse los obstáculos o a disiparse las espesas conjeturas que el criminal favorecía entre su crimen y la definitiva resolución del mismo, Miss Marple se deslizaba sin ningún rebozo de parte del investigador o de la policía. Disfrutaba lo que se dice con todo, en todos los papeles, como esos glotones que encuentran tan placentero buscar las viandas en el mercado, cocinarlas o comérselas. Era una mujer de unos cincuenta y cinco años, fondona, teñida de gris plata, con ojos muy claros, azules, la nota más exótica de aquella tertulia, porque por su aspecto parecía la mismísima reina Victoria Eugenia, así de compuesta y enjoyada se presentaba a la tertulia. El nombre se lo habían adjudicado, claro, no por su especial agudeza, sino porque, a imitación de Agatha Christie, se lamentaba continuamente de los buenos tiempos en los que los personajes de las novelas invertían en minas birmanas, petróleos americanos, fosfatos tunecinos o diamantes rodhesianos. El mundo del crimen moderno lo encontraba ella muy poco sofisticado. ¡Qué manía de irse a matar a un suburbio!, solía decir. Fuera le esperaba siempre su chófer, pero dentro se comportaba como una camarada más de los ACP y especialmente dichosa a la hora de sostener su cachimba en la mano y contribuir al escote sacando las monedas, que extraía de un bolso de marca, una por una, a pellizcos. Era también una de las más asiduas proveedoras que tuvo nunca Paco Cortés de guías telefónicas, comerciales o de espectáculos, así como de planos de las ciudades europeas o americanas a donde viajaba a menudo, acompañando a su marido para estorbarle en lo posible sus traiciones y aventuras. Miss Marple, que participaba de la proverbial tacañería de las personas de su posición social y económica, le presentaba aquellos mamotretos como si fuesen el vellocino de oro, aunque Paco Cortés sabía que las había sustraído o se las habían proporcionado gratis en los hoteles, y se las celebraba siempre como si con ellas las tres cuartas partes de sus novelas estuvieran ya resueltas, cosa que por supuesto también creía Miss Marple.
Y así se llegó al final de la tertulia.
En cuanto Paco Cortés se ausentó, el padre Brown, el único que podía abordar aquella cuestión abiertamente, preguntó a Miss Marple.
– ¿Su marido no podría encontrarle algo a Sam?
Miss Marple era de las que cuando se le planteaban asuntos que la incomodaban, empezaba a emitir unas risitas ratoniles que buscaban desviar la cuestión hacia regiones de más grato clima, alegradas por céfiros y ruiseñores.
– Si supiera algo de relojes, mi padre le contrataría. Necesitamos un oficial…
– Marlowe, no digas bobadas. ¿Cómo quieres que sepa de relojes Sam? -dijo Maigret malhumorado por cómo lo habían vapuleado con el asunto del pobre hombre de la calle del Barco.
– Lo decía con la mejor intención -se disculpó Marlowe-. ¿Y lo de la agencia de detectives no sigue adelante?
– ¿Con qué dinero? -preguntó Mason.
De todos los amigos de Paco Cortés, fue Mason el que más había sufrido con la retracción de éste. En secreto, y a espaldas de su mujer, le había estado prestando dinero todo ese tiempo, y aunque Paco Cortés le aseguraba que llevaba puntual cuenta de él, el abogado lo daba por perdido y, lo más importante, por bien empleado.
De todos los ACP era Mason no sólo el más compulsivo lector de novelas policiacas, sino el que conocía las de su amigo con pelos y señales, gracias a las lecturas reiteradas que de ellas hacía. La última de todas, Los negocios del Gobernador , sobre la que se tiró con avidez en cuanto apareció por los kioscos, le pareció una obra maestra. Dos veces la había leído ya, una detrás de otra. No se lo dijo para adularle. Tenía a gala leerse una novela al día, tras el trabajo, y la suya no tenía nada que envidiar a la biblioteca que su amigo había vendido al librero de viejo. En un primer momento esto, por cierto, molestó a Mason, a quien pareció que aquella venta había sido un acto impropio y vandálico del novelista.
– Ha sido una decisión irresponsable. Yo te la hubiera comprado, Paco.
– Sí, lo sé, pero yo, con el dinero que te debo, no hubiera podido cobrártela, y lo necesitaba para dárselo a Dora.
– Pero has vendido hasta tus propias novelas. Eso no lo hace nadie. Eres un bárbaro.
Fue también Mason el primero a quien Spade le relató su reconciliación con Dora.
– Me alegro por ti. ¿Y qué harás?
– Pleitear con Espeja.
– Ya vimos eso. Paco. No hay muchas posibilidades. Pero si tú estás resuelto, me tendrás a tu lado.
Fue la ocupación primordial de Paco en los meses que siguieron. Ante la imposibilidad de avenirse con Espeja el viejo, lo llevaron a juicio. Le acusaron de fraude, engaño reiterado, mala fe y estafa, así como de infringir la ley a sabiendas con contratos que la propia ley condenaba.
Y con la decisión de disputarle a Espeja el viejo el derecho sobre más de la mitad de su obra, pareció cambiar la suerte de Cortés. Hanna Olsen, la profesora de Poe, convertida ya en novia oficial de éste, le hizo a Cortés una proposición interesante, que Paco tardó en aceptar todavía un tiempo, por la inseguridad de hacer algo que nunca antes había hecho.
A las pocas semanas de reintegrarse a la vida civil, como él la llamaba, Paco Cortés empezó a intimar con la facción joven de los ACP.
Hanna y Poe pasaron a formar parte de sus amigos más allegados. Se veían los viernes, con la propia Dora y con Marlowe, que a veces les acompañaba. El relojero les divertía con sus chocarrerías. Preocupado por la suerte de Cortés, improvisaba para él empleos y ocupaciones de lo más pintorescas.
– Me he enterado que una casa de Barcelona está buscando en Madrid un representante de bisutería. Trae la mejor bisutería holandesa. Es un género que se vende solo. Paco, eso te conviene.
– Marlowe, ni siquiera sabía que Holanda estaba a la cabeza de la bisutería -le decía.
Otros días Poe y Marlowe se veían solos. El relojero se llevaba a su amigo a la galería de tiro de casa. Trataba de infundirle amor a la balística, como él decía.
– Cómprate una pistola -le aconsejaba Marlowe-. Y el permiso de armas nos lo arregla Maigret.
– No -le decía Poe-. No creo que a Hanna le gustase mucho tener un arma en casa. Es vegetariana.
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