Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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Había empezado Dora a llorar, pero aquellas lágrimas se derramaban sin dramatismo, sin exigencias, ni ofensoras ni ofendidas. No era más que la savia desbordada de un árbol al que había herido en otro tiempo el filo de un hacha demasiado afilada.
– No, Paco. He esperado que vinieras a mí y me dijeras algo. No si yo te quería, si seguía queriéndote. Lo que tienes que preguntarte es otra cosa, es si tú me has querido alguna vez, si has sabido algo de amor en todos estos años, conmigo, con la niña, con las otras mujeres, si eres capaz de amar algo o a alguien que no sean tus pobres novelas y tus estúpidos ACP.
– Llevo seis meses sin ver a nadie, ni siquiera a los ACP -empezó excusándose Paco, sin saber cómo iba a continuar. Se le pasó por la cabeza que era así como le sucedía en las novelas. Empezaba un diálogo y luego él sólo se iba colocando en la trama. Pero no quería que aquello se le fuese a estropear una vez más por no saber dónde llegaba la literatura y dónde empezaba la vida.
– Y, aunque suene patético -siguió diciendo-, quiero cambiar, pero no sé cómo. Sé cómo no quiero ser, pero no sé en qué quiero convertirme. En todo este tiempo he pensado mucho en las cosas que me sucedían, lo de las mujeres, lo de salir y todo lo demás. Cuando estás cerca de lo peor del hombre, eso acaba por afectarte, es como una mancha. La gente planea crímenes horribles por intereses mezquinos. Unos por celos, otros por dinero, otros por venganza. Al final, cuando sales de todo eso, sólo quieres oxigenarte un poco, y te crees que encontrarás el aire que te faltaba con unas, con otras, bebiendo con los amigos. Pero cuando uno se hace daño a sí mismo no sabe por qué es. No es por dinero ni por celos ni por venganza. Sencillamente, no lo sabe. Y eso aún le hace más daño todavía.
– Sí, Paco, pero en la vida no todos son criminales, no todos son policías que tratan de coger a los criminales. Esto no es un juego para que se diviertan bibliotecarias solteronas o los que van en un tren o los que no pueden dormir por la noche. Hay muchas más cosas. Si tú hubieras separado tu trabajo de tu vida, no creo que me hubiese importado. Pero lo has mezclado todo. Creías que el detective es el que al final se va una noche con la guapa, y luego cada cual por su lado. Yo te dije, vete con ellas, con alguna, pero déjame a mí con mi vida real. Y tú me decías, son historias de una noche, no tienen importancia. Y yo te dije, tienen importancia porque las noches que les has dado a todas las demás son un universo entero de vidas, y la mía ya no tiene luz propia, porque tú se la apagaste, pero es en la que vivo yo, y ni tú ni nadie tenéis derecho a convertirla en un montón de cenizas frías.
– No llores, por favor Dora, me rompes el alma.
– Paco, tú me las has roto hace mucho tiempo, y por eso se me van todas las lágrimas por todas partes. ¿Cuántas veces me has visto llorar? Yo antes jamás lloraba. Me fui de mi casa sin una lágrima. Ahora no hago otra cosa. Tengo el alma como una jarra hecha pedazos. Querías que te esperara en casa para cuando llegases agotado de tus fantaseos, y consolar al duro detective que iba a buscar en la vida argumentos para las novelas. Me llegaste a decir eso: que eras novelista y que los novelistas no son como todo el mundo, que ellos tienen licencia para ligar como el agente 007 tiene licencia para matar.
– Eh, Dora, yo nunca dije eso -protestó con amargura Paco.
– La frase quizá no, pero en la práctica era lo mismo. Tú creías que las novelas se buscaban en la vida. Yo no entiendo mucho de esto, pero más bien es al revés: es la vida la que busca las novelas, la que se las encuentra. Y si no, vale más que lo dejes, porque acabarás en un manicomio con todos esos que se creen Napoleón. Sólo que tú has acabado creyéndote Sam Spade, el gran Sam Spade. ¿Qué diferencia hay entre tú y el Napoleón que va con un embudo en la cabeza?
– Para mí se han acabado las novelas, Dora.
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Cómo supiste tú que lo nuestro se había terminado?
– O sea, no lo sabes. Yo creía que lo nuestro se había acabado para siempre, pero aquí estamos ahora, hablando de cosas pasadas, porque no han pasado, y por enésima vez, como al principio.
– Yo te digo que no volveré a escribir novelas. Nadie lo cree, menos yo. Para mí es el final. Me he acabado. Quiero llevar la vida de alguien de carne y hueso. Se terminaron los Madisson, los Peter O'Connor, y Sam Spade ha muerto también, y todas esas tertulias. Te quiero a ti y a la niña. Ya no habrá más crímenes perfectos. Quizá no veas a un hombre nuevo desde el primer día, pero sí a uno distinto, que trata de resucitar de mis cenizas…
– Pero que no sean las mías -le interrumpió Dora.
– A mi edad la novedad es ya cosa poco probable -concluyó Paco.
Sonrió Dora con escepticismo. Aquella sonrisa la volvió luminosa. Era una mujer alta, un poco más que Paco. A veces decía con nostalgia, me habría gustado ser bailarina, pero tan alta, ¿quién me iba a recibir en brazos? Y se sonreía de su recuerdo, cuando lo tenía. Cada vez menos. Aquello le quedaba ya muy lejos. De todos modos su padre se negó a que tomase clases de baile, y acabó resignada trabajando en una gestoría, cuando dejó la carrera de económicas, al conocer a Paco. Y eso tampoco se lo perdonaba don Luis, que hubiese interrumpido sus estudios por un golfo como el escritor.
– ¿Vas a reprocharme que dejaste de estudiar por mi culpa?
– Nunca lo hice y nunca lo haré. Sabes que no me gustaba la carrera. Y ni siquiera me costó ponerme a trabajar. Por ti, en parte. Siempre te dije que no me importaba que viviésemos de mi sueldo, si querías buscar otra cosa. Pero también encontrabas eso humillante.
Paco Cortés negó sin convicción con un gesto vago.
– ¿Y lo seguirías diciendo ahora?
– Ahora sólo quiero que la niña viva en una casa que no sea un infierno como en la que viví yo, que sea feliz ella, que sea más libre para hacer las cosas y que no tenga que arrastrar toda su vida las heridas que tú y yo tenemos en el cuerpo, que parece que nunca se van a cerrar. Eso es lo único que puedo decirte ahora. Todo lo demás me da igual.
Eran las tres de la mañana y siguieron hablando hasta el alba.
Cuando la claridad rosada lavó los cristales del balcón, Dora acarició la mano de Paco:
– Desde que éramos novios no habíamos hablado tanto.
Paco trabó sus dedos con los de aquella mano que le devolvía a tactos olvidados y queridos, y tras aquella larga conversación se acordaron tres importantes cuestiones: Francisco Cortés y Adoración Alvarez volvían a la vida en común, no comunicarían nada de esto a don Luis hasta que fuese inevitable, y Paco Cortés buscaría un trabajo. ¿Cuál? Cualquier cosa, incluso la corrección de pruebas escolásticas.
Los ACP se movilizaron para conseguir trabajo a su amigo Cortés.
Vivieron su vuelta como la de Enrique IV a la corte de los mendigos.
El revuelo que se armó en El Comercial cuando Cortés apareció fue general. Todos anhelaban un porvenir glorioso para la agrupación. Tomás y Abundio, camareros, le participaron que la primera consumición de esa tarde corría, para él, a cuenta de la casa. Lo recibieron todos con la fanfarria que se le reserva a un explorador que ha escapado de las garras de la muerte. Al mismo tiempo nadie se atrevía a preguntarle por todas las cosas que habían sucedido, por miedo a herir susceptibilidades o reabrir heridas, mal cicatrizadas aún. Lo importante era que Sam Spade había regresado.
– Sam, no te puedes figurar lo muerto que estaba esto sin ti -dijo Miles, la que nunca decía nada.
Paco Cortés, que estaba allí para despedirse, no se atrevió a desengañarla. Spade había muerto, y nadie quería aceptarlo.
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