Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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– No eras virgen.
Y le pareció suficiente como para quedarse tranquilo, aquella transacción de secreto por secreto. Callarás sobre lo que ha ocurrido esta noche por lo mismo que no diré nada de tu virginidad. Debió de parecerle aceptable tal simetría. Acaso la creyó merecedora de la violación como castigo a la pérdida de su virginidad. Jamás volvió, en efecto, a producirse nada parecido, ni se habló de nada. Al contrario. A la mañana siguiente, don Luis se levantó de muy buen humor, mientras su hija tendía las sábanas y el camisón que había lavado con asco y angustia esa misma noche. Y tales detalles aún le remejían las entrañas y le producían náuseas, aquel preservativo repugnante que sólo podía acusarle de premeditación y que hizo desaparecer él mismo como quien elimina del escenario del crimen las pruebas que lo inculparían, el buen humor que mostró esa mañana y el beso que intentó darle como despedida cuando marchaba a su trabajo, tal y como acostumbraba cada día…
– No quiero volverle a ver nunca más, Paco. Es lo que tendría que haber hecho hace años. No dejes que vuelva a entrar en esta casa ni que vuelva a ponerle las manos encima a mi hija.
Una hora más tarde llamaba su madre por teléfono, llorosa, asustada, y culminaba aquella tragedia con lamentos que en las tragedias suelen estarle reservados al coro, poniéndose una vez más del lado de su padre («¿Cómo has permitido que Paco le pusiera las manos encima a tu padre, hija?», fueron sus palabras exactas).
Dora dejó de ver a su padre y las comidas dominicales quedaron radical y definitivamente interrumpidas. La madre de Dora, y a escondidas de don Luis, volvió algunas tardes a ver a la niña.
Otras cosas en cambio entraron en vía de solución. Hanna, viendo que se había metido octubre y que Paco no se resolvía a dar respuesta a su proposición, le urgió.
– Decídete, Paco. Ahora estamos a primeros de curso y necesitamos un profesor.
Nunca hubiese pensado Paco Cortés que terminaría en una academia, enseñando español a un alumnado pintoresco de japoneses y canadienses en su mayor parte, en la Academia Nueva, escindida de la Academia Gran Vía en parte por el enrarecimiento de las relaciones de su director y Hanna, y que ésta y otros antiguos profesores de la Gran Vía abrieron unas manzanas más allá, en un piso amplio y destartalado de la calle San Mateo.
Su experiencia como profesor fue positiva, e hizo que se olvidara poco a poco y para siempre de las novelas. Ni necesitaba de las de otros ni sentía nostalgia por las que él mismo había escrito.
– Deberías haber conservado las tuyas -le dijo Dora-. A la niña de mayor seguramente le hubiera gustado tener las novelas de su padre.
– Pero yo soy un hombre duro -bromeó Paco, fingiendo el mismo aire que hubiese podido adoptar Sam Spade ante el más violento revés de la fortuna.
Era un hombre nuevo desde que vivía, como lo llamó él, el segundo noviazgo con Dora. Por eso se entiende mal lo que ocurrió dos o tres meses después con Milagros, Miles.
Pero eso es ir demasiado deprisa en esta narración. En cambio el noviazgo de Hanna con Poe fue decayendo, hasta convertirse en una relación de conveniencia, que dejaba rebabas peligrosas y cortantes, que a menudo les herían a ambos.
Dormían juntos, puesto que en aquella casa no había más que una cama, pero arbitraron, a instancias de Hanna, uno de esos reglamentos que beneficia mucho más a uno de los que lo suscriben, en detrimento de los derechos del otro: cada cual era libre para mantener las relaciones que quisiera, si se le presentaban y le convenía, siempre y cuando las acostadas tuviesen lugar fuera de aquella casa y, claro, fuera de aquella cama.
Poe sufrió tales cláusulas como imposiciones contra las que no hubiera sabido actuar.
En un primer momento pensó que era así como habían de desarrollarse las cosas en todas las parejas del mundo, por encima de los Pirineos. A menudo las mismas películas de las que él aprendía comportamientos cosmopolitas trataban de eso, como aquel detalle de comprarle a Hanna una botella de vino el primer día que habían quedado citados para cenar. Así que se vio obligado a aceptar la nueva política sobre la promiscuidad, porque era aquello o arrastrar de nuevo su vida solitaria por las pensiones de Madrid.
Matriculado al fin Poe en la Universidad, apenas tenían él y ella tiempo para verse.
La mañana la consumía el trabajo del banco; unas tardes, las clases y otras, las reuniones de los ACP, que volvieron a celebrarse con la misma regularidad de siempre. Incluso Dora no vio nada malo en que Paco asistiera a ellas, a sabiendas de que por allí podía aparecer Miles.
En cuanto a Poe y a Hanna la convivencia acercó y aproximó sus caracteres, su verdadera naturaleza: ambos eran personas tranquilas y reservadas, les gustaba leer, oír música, estar en silencio. No teniendo, además, mucho que decirse, algo así era fácil de llevar a efecto. En cierto modo les iba bien, no se preguntaban demasiadas cosas de sus vidas privadas, esa libertad de relación a la que aludía Hanna, y dedicaban los fines de semana a permanecer juntos en su vida rutinaria, sentados en la terraza, frente al teatro magnífico de los atardeceres madrileños, si hacía bueno, o dentro, leyendo, oyendo música o en la repostería, una de las aficiones de Hanna.
Cierto día ésta preguntó:
– Poe, si yo me fuera a otra parte, ¿te vendrías conmigo?
– Teniendo en cuenta que ya no tenemos nada que ver, que podemos acostarnos con quien queramos en la misma medida en que cada vez nos acostamos menos tú y yo y que tú cocinas muy bien, no deja de ser una proposición interesante. ¿Te has cansado de España? ¿Iríamos a Dinamarca?
– No. Te lo preguntaba por preguntar.
Hanna tenía la expresión ausente y triste.
– ¿De qué trabajaría allí? ¿De carpintero?
– Sí, es difícil -admitió Hanna, y volvió a hundir los ojos en las páginas del libro que estaba leyendo.
Esa semana había visto a Peter Kronborg, su ex marido. Estaba en Madrid. La había telefoneado y se habían visto. Iba de paso. Le aseguró que había dejado la droga, que trabajaba en una compañía alemana y que había estado cinco días en Barcelona. Había venido a Madrid para verla: la compañía lo destinaba a Madrid.
Hanna no encontró cómo decirle a Poe que lo había visto, que su ex marido iba a vivir en Madrid. Jamás hablaban de su marido, de Dinamarca, de nada que tuviera que ver con su pasado. Poe tampoco lo hacía. Entre ellos no había familias, ni planes, ni otra cosa que dos personas que ni siquiera se declaraban lo que sentían entre ellos. Vivían juntos, pagaban el alquiler a medias, pasaban sábados y domingos durmiendo o mirando el mundo clásico por el balcón. La visión del Palacio Real les devolvía invariablemente una imagen de su vida mucho más armoniosa de lo que en realidad era. A veces hacían el amor. Poe no sabía si lo hacían bien o mal, porque no tenía elementos de comparación. Hanna sabía que no lo hacían demasiado bien, pero tampoco le juzgaba mal por ello. Era una mujer que mostraba bastante indiferencia hacia tales asuntos. Nadie lo hubiese sospechado, viéndola tan hermosa. Los dos, templados los primeros y ardientes abrazos, parecían no necesitar de las labores del sexo, pero la visita de Peter fue para Hanna un seísmo íntimo y devastador.
Empezó a verse en secreto con él. Poe, demasiado joven para el oficio de las sospechas, permaneció ajeno a la aventura de Hanna durante cinco semanas.
Hanna se ausentó algunas noches de casa, y acabó haciéndolo también los fines de semana. A Poe sólo le quedó preguntarse, cuando transcurriera el tiempo, si aquella proposición de Hanna de que cada cual era libre para mantener otras relaciones, se la había hecho porque había visto ya a su ex marido, o si todo resultó una pura coincidencia.
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