Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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Aquella muerte les implicó a todos ellos, a unos durante unas horas y a otros durante semanas, y tuvo, como cabe suponer, consecuencias penosas. El propio Maigret vio cómo aquella muerte amenazaba con echar por tierra su futuro en el Cuerpo, pues a raíz de las investigaciones salieron a la luz no sólo su relación con los ACP, sino cosas de índole laboral, como aquel sistema ideado para poder estarse las horas bobas en su laboratorio sin que nadie le molestara.
El hecho crucial fue éste: don Luis apareció con un tiro en la cabeza, en su propio coche, en un descampado próximo al pueblo de Vallecas, conocido antiguamente con el nombre de la Fuenclara y en la actualidad como el Poblado de las Eras.
El calibre de la bala era un 7,65 mm, el mismo de la pistola del propio don Luis, sólo que la pistola de éste, un revólver de la marca Cádix, se halló en su pistolera, en su costado derecho, y el arma homicida no apareció por ningún lado.
Como el calibre de la munición no era el mismo que solía utilizar en sus atentados la banda terrorista Eta, descartaron de entrada poder atribuírselo a esa organización, como quizá hubiera convenido, de modo que se resignaron atribuyéndoselo a otra de las organizaciones terroristas operativas en esas fechas, los Grapo, que usaba a menudo pistolas robadas a la policía. El hecho de endosárselo a los Grapo no dejaba de ser un asesinato de tercera, pues en la policía a los militantes de esa organización se les consideraba poco menos que retrasados mentales, a diferencia de los etarras, a quienes se suponía desalmados y calculadores, lo cual muchos, incluidas personas muy sensatas, situaban muy cerca de la inteligencia.
Y así fue como apareció la noticia al día siguiente en la primera página de todos los periódicos y abriendo todos los telediarios: «Reaparecen los Grapo en Madrid. Comisario de Policía asesinado».
Se le hicieron las honras fúnebres en las dependencias de la calle de la Luna donde quedó instalada la capilla ardiente, se cubrió su cadáver con la bandera de España, se le concedió a título póstumo la medalla al mérito policial y doña Asunción Abril, su viuda y madre de Dora y Chon, pasó a disfrutar una pensión equivalente al sueldo íntegro de su marido.
Y al funeral acudieron la señora Álvarez con sus hijas, quienes tuvieron, por cierto, que pedir prestada ropa de luto, aquí y allá, entre sus amigas, porque ni tenían ellas ni era el momento de pasearse por las tiendas buscándola.
Los sentimientos de Dora fueron confusos en ese momento. No había vuelto a ver a su padre desde la tarde aquella en que la acompañó con el televisor y se encontró a Paco Cortes. Desde entonces las amenazas de don Luis a su yerno fueron bien explícitas, hasta el extremo de que llegó a visitarlo en la Academia Nueva y allí, delante de los alumnos, a la salida de una clase, le organizó una bochornosa escena: había descubierto que Paco seguía viendo a escondidas a su antigua novia Milagros.
Desde luego que Paco Cortés había asegurado a Dora haber dejado de verla. ¿Qué fue a hacer a casa de Miles aquella primera vez después de la reconciliación? Paco hubiera podido explicarlo: en casa de Miles había algunas cosas suyas, ropa, libros y unos cuadernos que quería recuperar. Miles le dijo, si las quieres, ven tú por ellas. Así de inocente todo. Pero no lo fue, no lo era, y no hubiera podido justificar lo sucedido. El propio Paco no lo entendía, y le avergonzaba en la misma medida que le enfurecía, tanto porque no sentía hacia Miles nada especial, como por estar enamorado de Dora, y aquello era una deslealtad imperdonable. Y lo fue que se hubiesen visto otras tres veces más, recaídas que sumieron a Paco en consideraciones sombrías, ya que su relación con ella no pasaba de beber en su compañía unas cuantas copas, cómodamente sentados en conversaciones tan inocentes como cómplices, mientras Miles esperaba paciente un cambio de vientos. El altercado de don Luis en la Academia, y todas sus amenazas, sirvieron al menos para que el ex novelista se tomara en serio las cosas y dejara de ver a Miles. Y si a Paco le constaba que Dora y su padre no habían vuelto a hablarse, no hubiera podido asegurar que su suegra no le hubiese dicho a Dora nada de aquellas visitas a Miles durante los dos primeros meses de la reconciliación.
En estas cosas fue en lo que pensó Paco cuando tuvo delante, de cuerpo presente, a su suegro.
Junto a él, sentadas, estaban Dora, la mujer del comisario, y su cuñada Chon.
El rigor de la muerte ni siquiera llegó a borrar del todo cierta expresión colérica del policía, explícita en el amargo pliegue de la boca.
Durante todo un día desfilaron gentes desconocidas que abrazaban a las tres mujeres, se condolían y les daban el pésame.
Unas veces detrás, de pie, y otras sentado junto a Dora, soportó Paco Cortés velatorio, responsos, misas y funeral. Fue precisamente su amigo Maigret quien primero le informó de diligencias que le atañían directamente.
Por estirar las piernas, se había salido del salón donde el féretro naufragaba en un mar de coronas de claveles y gladiolos que saturaban el ambiente con olores dulzones.
– Paco, uno de los compañeros que acompañó el otro día a don Luis a la Academia, ha dicho que allí le amenazastes de muerte, como no te dejara en paz a ti y a Dora, cuando fue a reclamarte el piso, que quería alquilar.
– Fue exactamente al revés. Lo del piso es cierto, pero lo único que le dije es que nos dejara a nosotros con nuestros problemas.
– Han abierto una vía de investigación por ese lado. Van a interrogarte. Cosa de puro trámite. Nadie se cree lo de los Grapo. Supongo que tendrás una coartada.
– Desde luego. Estuve en el cine. Dora puede corroborarlo.
– ¿Estuvo contigo?
– No. Pero sabía que iba al cine.
– Por favor, Paco. Que tú no eres nuevo en esto.
– Pero así son las cosas. Tenía la tarde libre en la Academia. Comí solo. No me vio nadie, no estuve con nadie, nadie pudo reconocerme y después del cine fui andando hasta casa dando un paseo.
– ¿En qué cine fue?
– En la Gran Vía.
– ¿Y te fuiste andando desde Gran Vía a tu casa? Paco, esto va en serio. Hasta yo podría oler que estás mintiendo. Como no necesitas más que una hora para sumarla a las dos de la película, te inventas eso del paseo.
Paco estaba tranquilo.
– Sonará como suene, pero ésa es la verdad, y no voy a declarar otra cosa. Si yo hubiera querido matar a mi suegro, lo hubiese matado mucho antes. Además, ¿cuál sería el móvil? Tú tampoco eres nuevo en esto, Loren.
– Quedaros con el piso. Suficiente. La gente mata por mucho menos. Tu suegro esperaba que Dora, entre tú y el piso, eligiera el piso.
– Eso es de locos, Loren.
La gente que entraba en la capilla ardiente se sorprendía de ver a aquellos dos hombres porfiando acaloradamente sin levantar la voz.
– ¿Por qué querría matar a mi suegro, eh? ¿Porque era una mala persona? ¿En un arrebato? ¿Por ahorrarnos el alquiler? En un arrebato no voy con él hasta Vallecas, llego a un descampado, le pego un tiro y me doy la vuelta. Alguien debería haberme visto. ¿Habéis interrogado a la gente de por allí? En aquellas chabolas había gente, ¿no? En las chabolas siempre hay alguien. ¿Vieron a alguien? ¿Me vieron a mí? No. Sólo un misterioso Peugeot blanco. Yo ni siquiera conduzco. No tengo una coartada, pero vosotros tampoco tenéis una prueba…
– Paco, lo siento. No hables de «nosotros», porque yo no soy de «ellos». Yo ya sé que no tienes que ver con todo eso, pero eres mi amigo y he querido avisarte de que te darán la lata. Ten las ideas claras, y te dejarán en paz.
– Lo más seguro es que lo hayan hecho los del Grapo. Esos son tan chapuceros que de vez en cuando las cosas les salen como si fuesen artistas.
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