Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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El comisario se sonrió y miró a su ayudante, por quien tampoco podía tolerar que el detenido se le insolentase.
– Y por qué razón me tratas de tú.
Paco Cortés, muy serio, sin querer entrar en más discusiones, subrayó el tuteo.
Es la segunda regla que no suelen saltarse los inspectores promovidos a comisarios: dejan de tutear a todo el mundo, menos al comisario que hasta ese momento era su jefe, para ustear hasta a la mujer de la limpieza a la que venían tuteando desde hacía diez años.
De todas las respuestas esa era la que menos se hubiera esperado don Ángel de Buen. Carraspeó el policía, hizo como que no había oído y empezó un interrogatorio que ya se le había practicado otras tres veces, evitando en lo posible el tú y el usted, para que el inspector presente y el guardia de la puerta no pensaran en una claudicación.
– Se lo he dicho antes a sus compañeros -empezó diciendo Paco-. Estuve en el cine. El día anterior mi suegra vino a casa y dejó el coche en nuestra plaza de garaje. Yo se lo saqué de allí porque a la mujer no se le da bien eso; debía estar fumando, apagué el cigarrillo en el cenicero del coche…
Don Ángel creyó tener ya resuelto el caso y cogido al culpable.
– Pero aquí dice que Francisco Cortés ha declarado que no conduce.
– Sí, y que no conduzca no quiere decir que no sepa hacerlo.
Don Ángel tuvo que llevar el interrogatorio a otro lado.
– Pero donde hay huellas del sospechoso Francisco Cortés -y subrayó la palabra sospechoso- es en la puerta del acompañante, no del conductor.
– ¿Usted -preguntó Paco- es consciente de todas las huellas dactilares que vamos esparciendo por ahí? Dejamos huellas como esporas un helecho, a millones.
– Esto no es una novela policiaca -advirtió el comisario cada vez con menos argumentos y guardó silencio mientras parecía buscar algo en los papeles que le habían puesto delante.
– Perdone que me meta en su trabajo -empezó diciendo un Paco Cortés que trató de no ser demasiado arrogante-. No tengo la menor idea de por qué me han traído aquí. Pero si lo que quiere saber es por qué hay huellas mías en el coche de mi suegro, no se lo puedo explicar. Quizá abrí desde dentro la puerta, para que mi suegra entrase. Todo lo que tienen que preguntarse es la razón por la cual yo querría haber cometido ese crimen a sangre fría. ¿Qué ganaría con ello? Mi mujer hacía seis meses que no se hablaba con su padre, y era por ello la mujer más feliz del mundo. Ese día pudo haber ocurrido de todo: desde alguien que se la tuviese jurada por alguna cosa relacionada con el trabajo o alguien al que mi suegro hubiese gastado una faena, cosa que no debía de ser tan rara. También pudo ser alguien que lo secuestrase para que le llevase a aquel poblado. ¿No se vende droga allí cerca? Alguien que se metió en su coche y le dijo que le llevara. ¿No hemos visto cien veces que unos chorizos roban un coche de la funeraria con muerto y todo, sin darse cuenta de que era un coche fúnebre hasta más tarde? Siendo estrictos, quizá deberían interrogar a mi suegra, ella es la principal beneficiaría de esa muerte, va a descansar como no pueden ustedes figurarse, porque mi suegro era una mala persona que ha hecho de ella una desdichada. O a mi mujer. O puede también que lo haya hecho un compañero suyo…
– ¡Basta! -El comisario, que no había levantado la vista de los papeles, tampoco parecía haberle escuchado-. ¿Y qué hay de esa secta donde se estudian y planean crímenes perfectos? Hemos hablado con sus compinches, y todos le señalan como cabecilla. Qué desvergüenza, médicos, abogados, empleados de banca…
– …policías -añadió Paco.
Buscó con la mirada el comisario al inspector que presenciaba el interrogatorio, de pie, junto a la puerta, y pareció decirle con una media sonrisa, «ya lo tenemos».
Sin embargo nadie sabía por dónde seguir.
– Hemos interrogado a Lorenzo Maravillas, de la comisaría de la calle Luna…
– Un buen amigo…-admitió Paco.
– Seguramente en El Comercial son todos unos fuera de serie.
Paco comprendió que aquel hombre daba palos de ciego.
– Se lo advierto -dijo don Ángel en tono amenazador-. Sabemos que lo mataron entre todos, y tú eres el que los dirigió.
Volvió al tuteo, reservado, como se sabe, a los convictos.
– No nos cabe la menor duda. No te dejaremos en paz. Os interrogaremos uno a uno, y acabaréis cayendo. Cometeréis un error, encontraremos una prueba, y el edificio se vendrá abajo. Siempre ocurre así. Y por muchas novelas que hayan leído ustedes, el culpable acabará en la cárcel.
– ¿Ha terminado usted? -preguntó Paco muy en serio-. ¿Sabe cuál es mi teoría, comisario? No sé quién pudo matar a mi suegro ni las razones por las que lo hizo, pero a quien lo hiciera le comprendo perfectamente y le admiro más cuando me paro a pensar en el beneficio que sacaría de esa muerte, o sea ninguno, porque no se me ocurre pensar en otro móvil en este asesinato que el de suprimir de este mundo a una mala persona. Es decir, la filantropía. Eso por un lado. Y la medalla al mérito policial deberían habérsela dado al asesino y no a don Luis. Por otro, si es usted el que dirige esta investigación y no encuentra a los culpables…
– Ajajá, ¿y cómo sabes que son más de uno los culpables?
– …No me impresiona usted nada, comisario. Y déjeme terminar la frase. Decía que no se haga usted ilusiones cuando no encuentre a los culpables o al culpable. Un Crimen Perfecto lo es no porque alguien sea incapaz de dar con el autor o los autores, sino porque no hay forma material de demostrárselo ¿Entiende usted lo que quiero decirle?
Ni siquiera le llevaron al juez. Le soltaron después de ese interrogatorio, sin cargo ninguno, pero con una advertencia bien explícita que le devolvió al tuteo definitivamente:
– Te crees muy listo, Paquito. Pero acabarás en la cárcel.
Toda la vejación que se llevó de aquel lugar, la ignominiosa infamia y la ignominia infamante, fue aquel «Paquito», tan ominoso.
LA primera deserción fue la de Miss Marple, la primera también a quien llamaron a declarar en comisaría.
La llevó su chófer. Se puso para la ocasión un traje de crêpe rosa, elegantísimo, convencida de que estaba viviendo alguna de las novelas de Agatha Christie que tanto le gustaban. El preguntorio estuvo a cargo del mismo comisario en jefe, don Ángel.
– Señora, sabemos que usted no tiene que ver en el complot, pero si nos informara…
Miss Marple respiró tranquila.
– …sabemos que se ha usado su secta…
– ¿Qué secta, señor comisario?
– La que ustedes tienen en el café Comercial.
– ¡Una secta! Pero si yo llevo años yendo allí, y aquello es de lo más inocente…
– Es lo que usted cree, señora. Lo peligroso de las sectas es que tienen una apariencia normal y ni siquiera los que están en ellas saben dónde están metidos. Por eso nos cuesta tanto localizarlas, desmantelarlas y meter a los responsables en prisión. Sabemos que esa secta, no con usted, desde luego, usted no era más que una de sus coartadas, preparaba la comisión de crímenes que ellos llamaban perfectos…
– ¿Ellos?
– Sí, Francisco Cortés…
– ¿Sam? ¿Sam Spade?
– ¿Quién es Sam Spade? ¿Ése es nuevo?
Don Ángel miró al funcionario que tenía al lado, desconcertado, por si éste sabía algo más.
– Sam es Paco -aclaró Miss Marple.
– En efecto. Paco Cortés, alias Espei…-corroboró el inspector adjunto ayudándose de unas chuletas.
– Bueno -siguió don Ángel-. Es el responsable. Andábamos detrás de él hace ya mucho tiempo…
– ¡Dios mío! -dijo horrorizada Miss Marple-. ¿Cómo es posible?
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