Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto

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Los amigos del crimen perfecto es una novela coral vertebrada en torno a un grupo de amantes de la novela negra que persiguen, desde hace años, tanto el estudio como la quimera de un crimen perfecto, hasta que la realidad acaba envolviéndoles en uno que, siendo un crimen perfecto, acaso ni es crimen ni perfecto.

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– Hazme el amor, por favor, Rafael.

Como la primera vez, era ella quien llevaba la iniciativa.

El dormitorio no mejoraba el aspecto de desolación y provisionalidad de toda la casa: una cama, incluida en el alquiler, lo mismo que un armario de luna de una moda de hacía veinte años, una habitación sin cortinas que daba a una calle trajinada con exceso de luz, un terrazo sin alfombra, una bombilla en el techo sin pantalla.

Quiso de nuevo Hanna traer un poco de alegría a aquel momento triste. Miraba Poe el techo tumbado en la cama con las manos debajo de la nuca. Hanna tenía apoyada su cabeza en el pecho lampiño del chico:

– ¿Cómo puedes vivir aquí?

Sonó el timbre de la puerta.

– ¡La policía! -dijo Hanna, que se cubrió instintivamente como si ya la tuviera delante.

Poe se puso un pantalón y así fue como le abrió la puerta a Maigret.

– ¿Estás solo?

– No.

Le invitó a pasar. Se sentaron donde él y Hanna habían estado media hora antes. Hanna seguía en el dormitorio.

– Un idiota quiere marearnos a todos -dijo Maigret-. Está convencido de que Paco mató a su suegro, pero que no lo hizo solo. Cree que estamos metidos medio ACP. Van a venir aquí dentro de un rato. ¿Sigue Marlowe guardando las armas aquí?

– Creo que las guarda en su cuarto -dijo Poe-. Va a tirar desde aquí. Hoy le tocaba. Tiene que estar al caer. Ha venido también Hanna y me ha dicho que la policía había estado con ella esta mañana. ¿Por qué no han venido ya?

– Vinieron, pero no había nadie. Ahora se han ido a comer. Después de comer vendrán.

Tenían todavía tiempo.

Maigret repasó para su amigo el estado en que se encontraban las diligencias.

– El comisario jefe de homicidios está entusiasmado con unas huellas dactilares y con una colilla de cigarrillo de la misma marca que fuma Paco.

Al rato oyeron el llavín de Marlowe.

Venía éste con su bolsa de deporte. Traía en ella dos pistolas y una caja mediada con munición.

A Marlowe nada le parecía nunca grave.

– Apuesto tres párolis a que esos polis no sacan nada en claro -dijo Marlowe, que no sabía exactamente lo que era un pároli, pero se había quedado con la expresión desde que la leyó en una pésima traducción de una novela de Dürenmatt. A continuación se metió en su cuarto, en la parte «zaguera» de aquella casa «rentada», y regresó con otra pistola más y media docena de cajas, lo metió todo en la bolsa y sin perder la sonrisa, dijo que todo era cuestión de minutos, el tiempo que tardaba en cruzar la calle, subir a casa de sus padres, dejar allí el arsenal, y volver.

Cuando lo hizo, había llegado ya la policía, pero Maigret no estaba. Había preferido marcharse. No quería que le encontraran allí. Y lo mismo hizo Hanna.

Los policías iniciaron un registro con el tedio de quien tiene puesta la cabeza más en la hora de apurar su turno de trabajo y marcharse para casa, que en resolver el asesinato de un superior por el que no sentían el menor aprecio.

Poe presentó a su amigo.

– ¿También estás en la secta?

– ¿Qué secta? -preguntó atónito Marlowe.

Uno de los proyectiles que éste usaba para sus ejercicios de tiro, con las prisas de aquella intempestiva ocultación, se había quedado entre las sábanas de la cama deshecha. Parecía una barca de pesca en medio de la galerna.

Poe, que seguía a uno de los sabuesos, lo descubrió allí. En una película de suspense aquel hallazgo habría sido acompañado por un golpe de música inesperado, para levantar a los espectadores de su asiento. Lo contrario que hizo Poe, que fue a sentarse sobre el proyectil, mientras observaba cómo el policía revolvía los cajones. Cuando se levantó, la bala estaba en su mano. Se la llevó al bolsillo del pantalón y esperó que terminara el trámite.

– Mañana pasáis por la comisaría. El jefe quiere haceros unas preguntas.

– ¿Y por qué no ahora? -preguntó Marlowe-. Podríamos huir.

La policía es seguramente de todos los Cuerpos de empleados del Estado el que peor encaja las bromas.

– Bien, listillo, -dijo el policía que llevaba la voz cantante-. Pues os venís ahora, y me pasáis la noche en comisaría.

A Marlowe aquello le pareció de perlas, y se lo tomó como quien acaba de ser invitado a una apetecible excursión.

– ¿Yo también? -preguntó Poe.

– Los dos.

– ¿Tiene orden de detención?

Esa es una de las preguntas que no debe hacérsele jamás a un policía, en primer lugar porque no les gusta que se les tome por idiotas, en segundo lugar, porque suelen llevarla consigo siempre y en tercer lugar porque dos de cada tres personas que la formulan acaban siendo declarados culpables.

– De acuerdo; me pasáis mañana por allí. Por la mañana.

– Yo trabajo en el banco, y no puedo faltar -dijo Poe.

El policía empezaba a irritarse.

– Pues pides permiso.

Los interrogatorios del día siguiente fueron tan absurdos como los que les habían hecho a todos los demás. Pero bastó que la policía metiera las narices en los ACP para que éstos quedaran diezmados en unas horas, y por primera vez en dieciséis años la reunión de la tertulia de esa semana se hizo en el pub colindante, y a ella faltaron todos los asiduos de otras horas.

– Acabaremos en las catacumbas, como los primeros cristianos, tal y como vaticinaba el padre Brown -sentenció Marlowe.

– Yo no me preocuparía -le tranquilizó Paco Cortés-, todo eso no se sostiene, pero habría que investigar por qué razón se lo llevaron a ese descampado. Si la policía está en el mal camino, nosotros la llevaremos al bueno. Me gusta poco que sea mi suegro, pero menos aún me gusta que se quede sin resolver un caso, y menos aún que me hayan querido cargar el muerto.

Estaban únicamente Poe, Marlowe y Maigret.

– De la comisaría salió en su propio coche -continuó diciendo Cortés-. Antes había telefoneado a mi suegra y le había dicho que salía para comer en casa. Pero nunca llegó. Mi suegra al ver que no llegaba, tampoco le dio importancia. Eso de decir que iba y no aparecía era algo que solía hacer con frecuencia. Sin embargo por la noche, a eso de las once, cuando no daba señales de vida, y con las cosas que pasan, se asustó. Nos llamaron a casa, y nosotros llamamos a la comisaría. Nadie había visto nada, pero todos recordaban haberlo visto salir de su despacho a las tres y media. Nadie, en cambio, le vio salir en el coche, aunque tuvo que cogerlo entonces, porque en el coche le descubrieron ya cadáver a la mañana del día siguiente. Bien en la misma comisaría, bien en algún punto del trayecto, recogió a su asesino o a sus asesinos, o éstos le recogieron a él, y a continuación le mataron. O bien acudió a un lugar, donde le estaban esperando para matarle. La autopsia dio las cinco de la tarde como hora del fallecimiento, y desde la calle de la Luna hasta el Poblado de las Eras, y a esa hora punta, se tarda, como poco, entre tres cuartos de hora y una hora. Hubo una media hora en la que algo sucedió, acaso la clave de esa muerte.

– Lo más extraño -dijo Maigret- es que hemos investigado los últimos casos en los que él personalmente trabajó, y ninguno tenía que ver remotamente con ese barrio.

Como reunión de los ACP todos la hubieran encontrado interesantísima, pero ni Miss Marple ni Nero Wolfe ni Sherlock ni el padre Brown ni Milagros, por supuesto, de baja desde hacía seis meses, habían dado señales de vida, como tampoco los menos habituales, Mike y Gatsmann, un abogado amigo de Mason. El primer Crimen Perfecto real, y todos salían huyendo. Así es la vida.

– Yo creo que tu suegro fue allí por su propia voluntad, sin que nadie le obligase a ello, buscando algo -dijo Poe.

Era acaso el único a quien aquello no divertía ni siquiera como rompecabezas.

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