Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto

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Los amigos del crimen perfecto es una novela coral vertebrada en torno a un grupo de amantes de la novela negra que persiguen, desde hace años, tanto el estudio como la quimera de un crimen perfecto, hasta que la realidad acaba envolviéndoles en uno que, siendo un crimen perfecto, acaso ni es crimen ni perfecto.

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– No han sido ellos -dijo Maigret muy convencido.

– Ahora bien -continuó diciendo Paco Cortés-, si lo que me quieren preguntar en comisaria o el juez es si siento la muerte de mi suegro, diré que lo más mínimo. Era un tipo indecente que destrozó la vida de su mujer y la de sus hijas y amargó la de todos los que tuvieron relación con él. Y habría que enterrarle debajo de una losa de dos toneladas, por si no estuviera bien muerto.

Le enterraron, desde luego, pero no fueron precisos aquellos dos mil kilos de granito, sino unas paletadas de yeso, que sellaron un nicho de La Almudena.

Al día siguiente, a las once de la noche, poco después de haber acostado a la pequeña Violeta, vinieron a buscar a Paco. Abrió la puerta Dora. No había visto nunca a esos policías. Tampoco quisieron pasar cuando les invitó a hacerlo. Sólo preguntaban por Paco, y si estaba en casa, que les acompañara. Como hija del Cuerpo que acababa de perder a su padre en un atentado o en un asesinato le aguantaron los insultos.

– Pero ¿se puede saber qué horas son éstas de venir a molestar a nadie? ¿No teníais otra manera de comunicarle a mi marido que se pasara mañana por comisaría?

Formaban el corchete dos inspectores de paisano y un guardia de uniforme. Otro se había quedado en el coche. Parecían completamente idiotas. Ni siquiera acertaban a disculparse. ¿Las acusaciones concretas? No las sabían.

La explosión de ira de Dora fue la esperable.

De todos modos Paco no había llegado aún a casa. Lo hizo a la media hora. Dora le contó lo sucedido, y Paco cenó y se marchó a la comisaría.

Dora no podía dejar sola a la niña. En casa quedó sin saber a quién reclamar, porque a su madre, a quien ni siquiera se le pasó por la cabeza consultarla, tampoco se le hubiera ocurrido qué hacer en ese trance.

Al final Dora se decidió a llamar a Modesto Ortega.

Este, de costumbres morigeradas, estaba ya en la cama, dormido.

Le contó lo que había pasado.

Media hora después Modesto Ortega se personó en la comisaría donde estaba adscrito el Grupo Sexto de Homicidios, en la calle de San Francisco de Sales.

Como una atención especial, a la que no estaban obligados, el inspector de guardia le puso al corriente de las diligencias. A Paco lo pasaron a una habitación, que podría considerarse como calabozo, y esa noche, según informaron a su abogado, no le interrogaron. ¿Por qué le habían retenido entonces? ¿Temor a que huyera?

No hizo falta que nadie le respondiera: le habían retenido porque sí. Para macerarlo. Antes de un interrogatorio trascendente los acusados, según algunas teorías policiales, precisan, incluso reclaman ellos mismos, que se les ponga en capilla, por la necesidad que tienen, en el caso de ser culpables, de aligerar la conciencia. Estas ideas aún seguían vigentes en nueve comisarías de cada diez. En el caso de que el detenido fuese inocente, sólo habría pasado una mala noche en la prevención, algo que cualquiera puede resistir fácilmente. ¿Y no había casos en que esas detenciones lejos de llevar un poco de claridad a un detenido inocente, le confundieran y le perjudicaran en su declaración? Había sucedido con el caso del viejo de la calle del Pez.

Nadie se hubiese tomado la molestia de responder a esta última pregunta, porque el lema de la policía y de cualquier órgano de justicia sigue siendo el de Veritas splendet , la verdad al final resplandece.

Modesto acudió a las diez de la mañana siguiente a la calle San Francisco de Sales, tal y como el inspector le indicó. Ésa era la hora en la que se incorporaba el comisario jefe, encargado del caso, un tal don Ángel de Buen, que llegó, en efecto, a las once y media. En atención a la calidad del detenido y a la víctima, se mostró con el abogado muy seco, como si temiese que alguien pudiera acusarle en el futuro de prevaricaciones.

El asesinato desde luego no era obra de los Grapo. No tenían ellos ninguno de esos grupos localizados, a la sazón, ni en Madrid ni en los alrededores. Y los indicios estaban claros: en el coche de la víctima habían encontrado huellas de Paco por todos lados y, más importante, una colilla de los cigarrillos que fumaba éste, cuando se daba la circunstancia que éste había negado haber visto a su suegro a solas hacía más de seis meses, exceptuando el encontronazo que tuvo lugar en la Academia. Por si no fuese bastante, tampoco tenía coartada. Decía que había estado en el cine.

– ¿Y mi cliente qué dice? -preguntó Mason.

– Eso: que estuvo en el cine, y lo de todos: que él no ha sido.

Quedó la policía en comunicarle a Modesto Ortega, verdadero Perry Mason al fin de un caso real de homicidio, cuándo lo pasarían del juez. Modesto se marchó a su despacho, y el comisario pidió que le trajeran al detenido.

Paco estaba tranquilo, sorprendido acaso de ver que las cosas en la realidad guardaban poca relación con las novelas policiacas, o al menos con las que él había escrito. Fue su primera enseñanza: la perspectiva cambia mucho si se está del lado de la ley o enfrente, si la ley le mira a uno como inocente o como sospechoso, si se está a un lado del pelotón de fusilamiento o en el contrario, y desde luego no tiene nada que ver si uno cree que es inocente o culpable. Paco podría haber dejado de escribir novelas, pero en absoluto se arrepintió de no haberlas ambientado en España ni con policías españoles. Aquello no parecía ni un crimen. Era algo triste, penoso, en lo que todo el mundo estaba equivocado sin que a nadie le importase nada.

– ¿Francisco Cortés? -preguntó don Ángel de Buen al detenido, cuando se lo trajeron, y torció el gesto, con indisimulada gravedad, por ese placer que sienten también algunos médicos con los peores diagnósticos delante de su paciente.

– Por favor, comisario o inspector o quien sea -dijo Paco-. Si usted pide que le traigan a un detenido que se llama Francisco Cortés, ¿a quién espera que le traigan?

Se da una gran variedad de comisarios: los hay orgullosos, acomplejados y por tanto imprevisibles, ladinos, crueles, serpentinos, amargados, retorcidos, sádicos, cínicos, ordenancistas, mediocres, de vez en cuando alguno inteligente…nada en otra proporción que no sea la que encontramos en todas partes. Aunque hay algo que les es común: son conscientes del poder que detentan, de los incontables padecimientos que les ha costado alcanzarlo y de las insidias y vejaciones que han tenido que soportar en el propio escalafón, por lo que no dudan en absoluto ejercer tal poder sin piedad y sin concesiones.

A ese comisario no le gustó la respuesta del detenido, pero éste tenía razón, cosa que, siendo de los inteligentes, admitió de mala gana. Sabía, porque así se hacía constar en el informe que tenía delante, que el detenido era escritor de novelas policiacas y de intriga en general. Y eso no le gustó en absoluto. Justa correspondencia: si los novelistas piensan que los policías, en una gran proporción, son idiotas, éstos no tienen en mejor opinión a los novelistas, que les parecen en general burdos estafadores que deberían ir a la cárcel por propalar infundios de la peor especie sobre su profesión. Desde luego no había leído ninguna de las novelas de Paco Cortés, pero un fino instinto de investigador le dijo que por ahí podía humillar y rebajarle los humos al detenido.

– No te vayas a creer que aquí nos chupamos el dedo y que esto será como una de esas novelas en las que todos os creéis muy listos, mamón.

Cierto que una de las cosas que suelen hacen los inspectores, en cuanto les promueven al cargo de comisarios, es dejar los insultos, considerándolos de poca categoría, pero no es menos cierto que de vez en cuando quieren volver a paladear su pedregoso sabor, como esas angelicales vedetes salidas del pueblo necesitan de vez en cuando, en plebeyo secreto, comerse una morcilla en la áspera soledad de su cocina.

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