l) como resulta fácil apreciar, tía Corina y yo, a esas alturas de escudriñamiento, habíamos dado ya corporeidad a ese trío de fantasmas mágicos o de fantasmas regios o de fantasmas astrólogos, como lo hizo, a su modo, el pseudo Beda, que fue quien los caracterizó con profusión de detalles, incluido el color de los zapatos de cada rey. (En el siglo XIII, el arzobispo genovés Giacopo da Varaggio -conocido en España por el nombre imponente de Jacobo de Vorágine- se afanó también en establecer el nombre de los reyes, su origen, la naturaleza de la estrella y el simbolismo de las ofrendas.) Eran ya muñecos automáticos para nosotros, pequeñas figuras articuladas que avanzaban por tierras ásperas y ajenas, con el pelo terroso, a lomos de cabalgaduras sudadas. Aquellos nómadas alunados tenían ya huesos, y un corazón palpitante, y unos ojos fijos en el celaje anochecido;
m) el asunto de la estrella: un tópico. Entre los antiguos era una superstición generalizada el asociar el nacimiento de un dios, de un mesías o de un gran hombre con la aparición de una estrena insólita. (Fueron los casos de Abraham, de Julio César, de Pitágoras, de Zoroastro y de Krishna, por ejemplo.) (Aparte de eso, en el año 60 a. de C, el estro de Virgilio dispone que Eneas sea guiado por una estrella en un viaje a Troya, por ejemplo.) Santo Tomás de Aquino quiso ver en la estrella que guió a los magos de Oriente una manifestación del Espíritu Santo. Las modernas teorías de los modernos ociosos barajan infinitud de conjeturas sobre la estrella en cuestión: ¿una conjunción de Júpiter y Saturno?, ¿un cometa?, ¿una cambiante stella nova ?
n) En ese batiburrillo que se conoce por el nombre de Opus imperfectum in Matthaeum se reproduce la siguiente leyenda, cuyo origen está en el Liber nomine Seth (también conocido como Revelación de Adán a su hijo Seth ): existía un pueblo costero en Extremo Oriente cuyos habitantes estaban convencidos del advenimiento de una estrella que habría de conducirles hasta el Mesías. Movidos por la esperanza de aquel prodigio, eligieron a doce de los vecinos más versados en los arcanos de la astrología para que vigilasen la aparición de aquella señal. Cuando moría alguno de los doce sabios elegidos para espiar los cielos, su hijo o su pariente más próximo lo reemplazaba. Año tras año, después de recolectar las cosechas, subían los doce vigilantes celestes a un monte y allí se pasaban tres días rezando. Así generación tras generación. Hasta que un día se estampó en el cielo la estrella ansiada, que resultó tener forma de niño y sobre la cual se apreciaba una cruz de contornos difusos. De modo que pusieron rumbo a Judea, en una peregrinación que duró dos años. (Una historia muy similar la encontramos en el ya referido Libro de la Caverna de los Tesoros );
ñ) y muchísimas cosas que omito y otras muchísimas que jamás conoceré, porque, a estas alturas de civilización, harían falta al menos tres vidas consecutivas para abordar la bibliografía existente sobre cualquier particular, por nimio y extravagante que sea, o quizá por serlo. (En un manuscrito del siglo XIII, pongamos por caso, se da por hecho que un remedio eficaz para la epilepsia consiste en murmurar al oído del afectado una jaculatoria en la que se repitan, como un mantra, los nombres de los tres magos y sus tres ofrendas.) (Y más aún: Roberto de Torigny, autor de la Crónica Universal, asegura que los tres cuerpos que san Eustorgio llevó a Milán estaban enteros y aparentaban tener quince, treinta y sesenta años de edad.) (Y así.)
Nos sorprendió el amanecer en esas faenas, amasando humo, y nos retiramos a dormir con la imaginación acelerada, que es mala cosa para el sueño.
Pero el sueño, aunque tarde, siempre llega y creo recordar que soñé que estaba muy sediento, que tenía un vaso de agua delante y que me resultaba imposible llevármelo a los labios. (Algo así, no sé, como la metáfora onírica de un desierto.) (O bien lo que un freudiano disponga, claro está.)
Cuando me levanté, más allá del mediodía, tía Corina había reemprendido la investigación, y allí estaba ella, tonificada por la ginebra y por la curiosidad, otra vez entre libros, con las gafas en la punta de la nariz. «Se nos ha pasado por alto algo fundamental.» Hice una interrogación con los hombros. «Todo el mundo sabe que el noventa y ocho por ciento de las reliquias que circulan por el mundo son falsas, de acuerdo. Pero ¿para qué puede querer alguien unos huesos que vete a saber de quiénes son? Si está claro que los Reyes Magos no existieron, ¿cómo pueden existir los huesos de los Reyes Magos y cómo puede existir alguien interesado en poseer los huesos de los Reyes Magos?»
Era una pregunta doble que me había hecho a mí mismo en el preciso instante en que Sam Benítez me planteó la oferta de trabajo, pero aún no tenía respuesta. Ni siquiera Sam la tendría, porque él no era más que un intermediario, ajeno a la esencia de los caprichos de la clientela, que a menudo resultan insondables. Pero el sentido común nos advierte de que el mundo es un raro lugar habitado por gente más rara que el mundo mismo, circunstancia que vuelve posible cualquier cosa improbable y que vuelve probable cualquier cosa imposible, y de ahí tal vez la condición circense de la vida. «¿Quizá una organización de delincuentes infantiles? Dime tú, por favor», bromeó tía Corina mientras pasaba el dedo por el párrafo del libro II de la Historia natural de Plinio, en el que da fe de que sus contemporáneos de Roma adivinaron a un dios en una estrella que tenía forma humana.
Una de las pocas personas que vienen a casa es Lolo Letaud, asceta cincuentón que fue profesor de griego y de latín en un instituto hasta que, hará cosa de un lustro, se desengañó de la pedagogía al advertir un factor básico de incompatibilidad entre el ablativo absoluto y los abalorios de plata que adornaban las orejas, las narices, el ombligo y los labios de su alumnado, al que Hélade le parecía un nombre de discoteca y al que los poemas de Virgilio le sonaban a jerga de tribu antropofágica, por no hacer mención siquiera de lo que sacaban en claro aquellos pupilos de una explicación relativa a los misterios de Eleusis, por ejemplo, porque Lolo se resistía a limitarse a la enseñanza de la lengua y procuraba ganarse a su clientela adolescente con esoterismos y mitologías, aunque ni por esas.
Tía Corina conoció por casualidad a Lolo Letaud hace un par de años en la librería La Atlántida , ante la pequeña sección de clásicos grecolatinos. Entablaron conversación, y hasta hoy.
Como nadie vive del aire, aunque él lo intenta a brazo partido, Lolo Letaud anda empeñado desde que abandonó la enseñanza en escribir una novela de éxito popular, acogida al patrón moderno de los quimerismos históricos, y se dedica a manosear los temas que alimentan esa industria: la herejía catara, el Grial, los enredos templarios, las intrigas vaticanas o los manuscritos del mar Muerto, entre otros, todos ellos mezclados con exotismos científicos y con piruetas criptológicas. Pero el problema de Lolo Letaud es que siempre hay algún autor que se anticipa a las intrigas que él concibe, quemándole así sus invenciones, y se ve obligado a abandonar el proyecto en el cénit de la inspiración y el entusiasmo. «Yo tengo mala suerte Jacob. Y no deja de ser una cosa misteriosa la mala suerte, ¿verdad? Una especie de voluntad averiada», y le digo que sí, por no saber qué otra cosa decirle.
Las novelas inconclusas de Lolo Letaud forman una pila marchita de tramas descabelladas y trepidantes en las que se funde la historia con el delirio, el ocultismo con el espionaje y la solemnidad, en fin, con la subliteratura. Aunque me duele decirlo, su prosa tiene una cualidad grumosa, porque se le enredan las palabras a la hora de ponerlas en orden, así las tuviese muy claras en el pensamiento, que es una patología muy frecuente entre los aspirantes a la gloria literaria, de modo que, tras leer varios párrafos suyos, acabas siempre descolocado, ya que sus grumos sintácticos te trastornan un poco la cabeza, y no sabes bien en qué lío verbal estás metiéndote, que es algo que la mayoría de la gente sólo les tolera a los filósofos y a los redactores de los manuales de instrucciones de los electrodomésticos, que tienen en común la obligación de divulgar lo incomprensible.
Читать дальше