Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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«Sólo te pido que me digas una cosa. ¿Qué pinta en esto Abdel Bari?» Sam hizo un gesto despreciativo con la mano. «Mira, cuate, ese Abdel Bari vive todavía en los tiempos de Simbad el Marino y le gusta darse ínfulas de nigromante y de herborista, pero no es más que un gordo maricón hijo de la gran chingada que no sabe ni por dónde mea.» Le repliqué que al menos una cosa sí sabía: nuestro trato. Sam dudó por un instante. «Se lo dije yo.» No hace falta ni sugerir que estaba mintiéndome. «Se lo dije porque nos interesa que se sepa, güey, y ese gordo es un chismoso que presume por ahí de conocer secretos. Está convencido de que los poseedores de secretos son seres privilegiados, cuando todo el mundo sabe que nadie es dueño de un secreto, sino que todos somos esclavos de los secretos.» Le pregunté entonces qué motivo había para que resultase beneficioso el hecho de que se divulgara nuestro trato, sólo por calibrar hasta dónde llegaba su capacidad de improvisación con el embuste. «Sería muy largo de explicar.» Nos quedamos entonces en silencio, Sam rumiando nuevas mentiras y yo alimentando viejas suspicacias. «Intentaré averiguar cosas, güey, y te digo, ¿va?» Y volvimos a quedarnos en silencio.

«Este asunto no me gusta», le dije al cabo de un rato. Empezó a darme razones enredadas y lo atajé con un farol: «Me gusta tan poco, que vas a tener que duplicar la cifra convenida», y Sam se puso como un derviche sobre ascuas, girando sobre sí, loco de atarlo, aunque curiosamente muerto de risa, quizá -pensé- como secuela de algún narcótico que se había metido, porque él siempre ha sido de la cofradía de los encantados. Cuando se tranquilizó, me dijo que aquello era imposible, pero ya saben ustedes lo que me atrevo a opinar de las cosas imposibles. «Te gusta más la lana que a tu padre, güey.»

Al final, conseguí pactar con Sam una cifra que no era el doble de la ya apalabrada, como es lógico, pero que convertía aquella cifra importante en una cifra un poco más importante, lo que, lejos de darme alegría, me sumió en inquietudes muy difusas, porque esa subida de honorarios significaba que el asunto era peor de lo que había imaginado, a pesar de haberlo imaginado a través de la lente de aumento del pesimismo, que es la lente que nos prescribe la experiencia de las cosas del mundo.

3

El argentino de oro.

Conjeturas de tía Corina.

Y un intento de transacción.

Gracias a una rara ventura ( overbooking en clase turista), el trayecto de vuelta lo hice en esa otra clase que algún ingenioso bautizó como business , él sabrá por qué. Al lado me tocó un argentino de Rosario, más o menos de mi edad, que venía decepcionado de su excursión a causa del deterioro que había apreciado en las pirámides, de lo angustioso del acceso a su interior, de la aridez y el vacío de aquellos recintos milenarios y de la falta de imaginación de las autoridades egipcias, a las que no se les había ocurrido montar ni siquiera un restaurante panorámico en aquellos yermos repletos a diario de turistas sudorosos y con la garganta reseca, pero deslumbrado en cambio por las refulgencias del tesoro de Tutankamón, según correspondía al nuevo rico que era.

«Vos sabes con certeza que el tesoro de Tutankamón no es falso, ¿verdad?» Y es que un amigo suyo, no sé si ignorante o bromista, le había asegurado que todo aquello tenía cuatro semanas. «Puedo asegurárselo. Otras cosas no. Pero aquello es auténtico», y el hombre respiró.

Se llamaba Alfredo Casares, tenía el brazo derecho un tercio más corto que el izquierdo, se le notaba al cuarto whisky que le gustaba mucho el whisky y era dueño de una fortuna rápida y, por lo que deduje, inmensa.

Abrió su bolsa de mano y se entretuvo en exhibirme sus adquisiciones: bibelots de colores rabiosos, una esfinge de marmolina, bisutería del montón y platería impura. «En las valijas llevo muchísimo más.» (Enhorabuena.)

Hablamos luego de la afición de los potentados egipcios a momificar sus perros, sus cabras e incluso sus serpientes y luego meterlos en sarcófagos dorados, y llegamos a la conclusión de que hay que sentir respeto por una civilización que alcanza esos extremos de arrogancia ante la muerte, porque todas las actitudes de rebeldía ante la nada siempre son pocas, por delirantes que resulten.

«Igual yo momifico mi caballo…»

Me regaló un bolígrafo con el logotipo de una de sus empresas y, por corresponderle, me eché mano al bolsillo y le regalé el frasco de agua mágica que me dio Abdel Bari -sin dejar de referirle, en clave de ironía grandilocuente, sus excelencias contra todo tipo de trastorno melancólico- para que lo sumara a su colección de chirimbolos ecuménicos, pues se tenía pateado aquel argentino un tercio del mundo. De paso, le comenté que tenía algunas piezas egipcias antiguas, correspondientes a distintas dinastías, y que estaban a la venta, de modo que, en la espiral de la euforia mutua, quedé en llamar a Casares a un hotel de Córdoba, ciudad en la que se disponía a renovar los asombros exóticos antes de proseguir ruta, en busca de lo mismo, por Sevilla, Cádiz, Málaga, Granada y Barcelona, desde donde regresaría a su tierra para seguir amasando plata a lo grande, hasta que la codicia le diese un respiro y viajara a alguna otra región del universo en que hubiera bazares en los que poder comprar chilabas, budas de alabastro, camellos de ébano o lo que fuese.

Cuando llegué a casa, tía Corina me esperaba con la mesa puesta, repleta de las cosas humeantes que me gustan, porque sabe que, cuando viajo solo, como poco, mal y a deshora, y le aterra que la muerte se me cuele por el mismo resquicio que a mi padre. Durante la cena, le conté mi viaje sin omitir detalle alguno, aunque el del huevo aplastado lo dejé para después del café, al no ser un cuento apropiado para comensales.

Se quedó meditabunda durante un rato, hasta que se puso a pensar en voz alta: «Vamos a ver… Sam Benítez no me ha gustado nunca, por bien que le cayera a tu padre, aunque reconozco que es un buen profesional, al menos en la medida en que es correcto decir que una araña es una buena profesional de las telarañas. Hay que tener en cuenta, de todas formas, que la gente puede meterse de pronto en líos de cualquier tipo, porque la conciencia es muy frágil. El honrado vendedor de ultramarinos decide un día trucar el peso para sisear unos gramos a sus cuentes de toda la vida. El cajero intachable de un banco, dos semanas antes de su jubilación, decide quedarse con la cartera que ha dejado olvidada en el mostrador un pensionista. Y así sucesivamente. Imagínate lo que puede esperarse de un sujeto que, cuando le da el siroco, se va a México, se planta en la guarida de un chamán y se pone hasta las cejas de peyote. Imagínate lo que puede esperarse de un hombre que está empeñado en verle la cara a Dios». Tía Corina dio un trago a su gintonic y prosiguió el escrutinio: «Lo de Alif es muy sospechoso. Hay millones de millones de historias posibles, y es demasiada casualidad que vaya a contarte la de tres sarcófagos malditos un rato después de que hayas apalabrado con Sam Benítez el asunto de Colonia. Eso es lo más inquietante de todo, ¿verdad? Demasiado… simétrico. Demasiado», y le dio otro tiento al gintonic. «Ese Abdel Bari no sé quién será. No me suena de nada, y no creo que sea cierto que conociera a tu padre, porque lo acompañé muchísimas veces a El Cairo y nunca tuvimos trato con nadie que se llame así ni que responda a tu descripción. En cualquier caso, me preocupa menos, porque debe de ser un fantasioso engolado, con ese cuento intragable de la fuente encantada, a estas alturas… En cuanto a lo del báculo, ¿qué quieres que te diga? No creo que pase de ser una tonta coincidencia. En El Cairo pueden intentar venderte por la calle incluso la dentadura postiza de Nefertiti.» Tía Corina desvió la mirada al techo, la posó luego en el fondo de su vaso y suspiró: «Si este asunto se sabe, es que no debería saberse, y no sé si me explico», y asentí, aunque les confieso que al principio me quedé un poco mareado ante aquel apotegma paradójico. «Por otra parte, es muy raro que Sam esté empeñado en imponernos a los colaboradores. ¿Cuándo se ha visto una cosa así? ¿Por qué no los contrata él directamente sin contar con nosotros y se ahorra el dinero? En definitiva: en todo esto hay un factor anómalo. Así que tenemos tres opciones: renunciar al encargo sin más, aceptar el encargo sin más o bien intentar descubrir la índole de ese factor anómalo y ya luego renunciar o aceptar, según nos convenga. Tú decides.» Pero en aquel momento yo no estaba en condiciones de tomar ninguna decisión de envergadura, excepción hecha de la de irme a dormir cuanto antes, como así fue.

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