«¿Te apetece beber algo?», y le contesté lo que contestaría cualquiera a alguien que acaba de hacer una porquería semejante. «¿De verdad que no te apetece beber nada? ¿Un té? ¿Una tisana de toronjil, excelente para calmar los espasmos? ¿Una granizada de jugo de acebo y berenjena, que alegra el pensamiento?» Volví a contestarle que no. «Bien, amigo Jacob. Podría matarte en este preciso instante», me informó Abdel Bari. «Pero hoy es tu día de suerte y voy a hacer un trato contigo. Si consigues robar el contenido del relicario alemán y me lo traes, te dejaré con vida y te daré un poco de dinero. Si consigues robarlo y no me lo traes, pero me dices quién es su nuevo propietario, te dejaré con vida, aunque no te daré ni una piastra. Si consigues robarlo y no vuelvo a tener noticias tuyas, serás tú el que tenga noticias mías, así te escondas en una cueva submarina, y serán noticias malas para ti, ¿de acuerdo?» Abdel Bari dio un par de palmadas lánguidas -los palomos se asustaron, y algunos se estrellaron contra la tela metálica- y al instante apareció mi guía, el de la jerigonza, con la espalda curvada en gesto de servilismo.
«Te rogaría, amigo, que, antes de irte, bebieses de la fuente del patio, porque es la fuente amiga que restituye el juicio al aturdido, la prudencia al temerario y la rectitud al que pierde la senda. Pero, como sé que no lo harás, aquí tienes esto», y me dio un frasquito de cristal en forma de corazón, con taponadura de filigrana de plata, relleno de un líquido turbio y espeso. «Es de la fuente proverbial, que trae un agua filtrada por más de doscientas raíces de plantas distintas. Además, le he añadido esencia de saúco, de malvavisco hervido en harina de haba, de marrubio recolectado bajo el signo de Virgo y unas gotas de zumo de estoraque», y siguió atendiendo a sus palomos, mientras yo, con aquel frasco en la mano, no podía dejar de sentirme como un idiota ni de pensar que aquel gordo era otro idiota, cada cual disfrutando de su peculiar variante de idiotez, por mal que esté decirlo.
«Acompaña al señor hasta la calle», le ordenó Abdel Bari al que había sido mi guía en el camino de ida, y así lo hizo aquel lacayo, de modo que emprendimos el itinerario laberíntico a la inversa, hasta que me vi de nuevo en pleno zoco.
La imagen del embrión asesinado se me había metido en las tripas. Y se alzaba ya la luna, mutilada y menguante, errante daga blanca de la noche, más o menos.
A la puerta del hotel me abordó un sujeto (bigote bravío, chaqueta de tono penitencial, boca alegre y mirar torvo) que se mostró empeñado en venderme un báculo de apenas medio metro de altura, similar al que portaban los faraones como emblema de Osiris. Según él -que me hablaba en un inglés impecable-, aquel báculo estaba hecho con una rama del acebuche bajo el que expiró el mago Tamiro (¿?), o Temuro (o algo así), a quien aquel marchante callejero atribuyó el título de Príncipe Africano de los Ensalmos. Al parecer, el tal Tamiro o Temuro transfirió a la savia de aquel árbol silvestre sus amplios saberes de la naturaleza y de los arcanos sobrenaturales, pues, al írsele el alma de su prisión mundanal, se refugió la dicha alma en el acebuche bajo cuya sombra sesteaba el mago cuando fue a buscarle la muerte, la amante fría.
«Cualquier zahorí vendería a sus hijas para poder comprarlo, porque descubre todos los manantiales que fluyen bajo la tierra. Y, sobre todo, sirve también para localizar cadáveres enterrados con sus joyas, ¿comprende?», y me guiñó un ojo, al tiempo que me exhibía con gran ceremonia el báculo portentoso, que tenía una empuñadura de latón muy desgastada y una contera en forma de áspid.
«Los cadáveres pueden ser un buen negocio…».
Aquello colmó el vaso, ¿verdad?, de mi suspicacia, que es vaso corto a fuerza de experiencia y de escarmientos más que por defecto de carácter.
Al parecer, no había chalán ni regatón en El Cairo que no estuviese al cabo de la calle del negocio que había apalabrado yo con Sam Benítez, o esa impresión me daba, suspicacias al margen. Es cierto que en esta profesión resulta difícil mantener en secreto las operaciones, pues siempre hay bocas ligeras, a pesar de que el éxito de cualquier operación suele depender en gran medida del secretismo. Pero aquella divulgación tan instantánea, y a niveles tan bajos, confieso que acabó por desconcertarme, de modo que me propuse localizar a Sam Benítez, aunque sin fe, porque él anda siempre escabullido y sólo se aparece cuando quiere, lo mismo que los santos. Lo llamé varias veces al número de teléfono que me dio, pero como quien llama a una nube.
Salí a cenar a un restaurante cercano para que la noche se me hiciera más corta, aunque mal casa el placer de la mesa con el hábito de la cavilación.
Cuando volví al hotel, llamé a tía Corina. No quise alarmarla con el relato de mis raras aventuras, de modo que estuvimos bromeando sobre naderías, y con su voz me vino el sueño, por reflejo de infancia, y soñé con Abdel Bari transfigurado en palomo, que les aseguro que es una mala fantasía para el descanso.
A la mañana siguiente, muy temprano, llamé a Sam, pero se ve que no había forma de hacerme con él, así que le indiqué al fiero y fiel Abdalah que se apostara en la puerta del Café Riche -con el ruego de que no arriesgase en una trifulca huera con sus compatriotas los cuatro o cinco dientes que por entonces le quedaban-, por si acaso Sam había tomado aquel local como oficina de campaña para despachar sus asuntos, que él cuenta siempre por decenas a donde quiera que vaya, por ese afán suyo de rentabilizar al máximo la naturaleza portátil de las mercancías. A eso de la una, Abdalah me llamó al hotel: «Ni rastro de ese hijo de la gran puta mexicano», según su informe, expuesto en un inglés bastante particular, como todo él.
Mi avión de regreso salía a las cuatro de la tarde, y las tribulaciones me asediaban. Me sentía como quien acaba de firmar un pacto en principio ventajoso y a la larga terrible con Belcebú, el de fétido aliento. Pero, en eso, de la mano antojadiza de la providencia, cuando estaba cerrando la maleta para salir, sonó el teléfono: «Compadre, ¿cómo va todo?».
Cité a Sam en el aeropuerto. Me dijo que le resultaba imposible, porque estaba allá en la quinta chingada, y yo, en contrapartida, le informé de que daba por deshecho nuestro trato. Se alarmó. Protestó. Se hartó de llamarme pinche güey, que había sumado a su colección de coletillas. Y se fue para el aeropuerto, porque las cosas sólo son imposibles hasta cierto punto.
De todas formas me extrañó esa docilidad repentina de Sam, que siempre ha sido muy rebelde con respecto al deber.
«¿Ya estás contento, güey? ¿Te pone cachondito que tu compadre cruce El Cairo de punta a rabo para sonarte los mocos?» Sudaba mucho, y se le veía agitado. Le pedí que me contase todo , a pesar de que sé de sobra que nadie está dispuesto a contar todo , al menos en esta profesión: guardamos ases en la manga, y comodines de bufones sonrientes, e incluso una baraja entera de recambio, por lo que pueda terciarse.
Le referí el relato de Alif el cuentacuentos, la muerte de la turista sonrosada, la vigilancia a la que me sometió el camarero, la entrevista con Abdel Bari y la oferta del báculo. Sam insistía en que no me preocupase más de lo prudente, ya que se trataba de un trabajo como cualquier otro, y entonces pasó a halagarme: «Pensé en ti para traspasarte el encargo porque eres un águila, güey. Así que déjate de chingaderas». Le di unas gracias irónicas, porque en esto nadie es bueno ni malo: bueno y malo son apaños retóricos, conceptos de esencia movediza. Un buen profesional puede estar muerto o en la cárcel, o en la ruina, con fama incluso de gafe. Un chapuzas, en cambio, puede tener dos golpes de suerte y ganarse una reputación de eminencia. En esto, ya digo, hay veces en que las cosas salen bien y veces en que las cosas salen mal. A una operación perfecta puede seguir un desastre absoluto, porque jugamos con imponderables… en el caso de que no sean los imponderables los que juegan con nosotros. Nuestra jerarquía funciona, en definitiva, al antojo del viento, y nadie es el mejor, porque nadie manda en el viento, y yo menos que nadie.
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