Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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Nada más levantarme, me dediqué a reunir las piezas egipcias que había por la casa, con idea de organizar mi viaje a Córdoba, contento ante la perspectiva de un negocio tranquilo. En vida de mi padre, todo estaba inventariado, clasificado y en orden, pero debo reconocer que tía Corina y yo tenemos menos mano y menos diligencia para administrar esos objetos entre los que vivimos y de los que en buena parte vivimos, pues dan la impresión de errar por su cuenta en un peregrinaje caótico, o incluso en desbandada, ya que, por más que procuremos mantenerlas en su sitio, aparecen cosas en sitios impensables, como si fuesen víctimas de un fenómeno espontáneo de telequinesia.

Al cabo de varias horas, conseguí reunir lo siguiente: media cabeza, de terracota del rey Surid, las piernas de un escriba, un escriba sentado junto a un chimpancé que lucía en la cabeza el disco solar, dos tablas de arcilla con mensajes diplomáticos, un diminuto tocador de arpa en bronce, un peine de madera del Nuevo Imperio, cinco flechas y otras tantas chucherías: dijes de zafiro, restos de collares, fragmentos petrificados de diversos utensilios… Mi padre había vendido las piezas egipcias importantes, muy apreciadas en el mercado, y quedaban, en fin, aquellas limaduras, que eran menos que nada, sin ser gran cosa, porque me temo que casi todas eran más falsas que un sol eléctrico. «No te hagas demasiadas ilusiones. Si consigues vender esto a tu amigote argentino, te monto una tienda de electrodomésticos averiados», me desengañaba tía Corina. «Pero tú sabrás mejor que yo cómo está el ambiente en la lonja, no sé.»

Antes de cenar, tasamos aquel rebujo pieza por pieza y luego fijamos un precio por el lote, por si acaso al turista argentino se le ponía cuerpo de despilfarro. Era una cifra alta, aunque razonable, porque la verdad es que en ese momento, al andar nuestras cuentas más bien mustias, nos urgía un ingreso sustancioso. Desde la muerte de mi padre, no habíamos intervenido sino en operaciones de muy poca monta, con ambiciones de mera supervivencia (con la excepción, quizá, del robo de media docena de lienzos de Díaz Caneja en la fundación que tiene en Palencia ese paisajista tosco y lírico), porque el negocio ha variado mucho en los últimos tiempos. Por otra parte, no resultaba prudente cobrar el cheque que me extendió Sam Benítez en El Cairo, en concepto de anticipo, hasta que se disiparan nuestras incertidumbres, que eran muchas, ya que, una vez cobrado, no habría opción de dar marcha atrás: el dinero en mano hechiza, al no haber forma humana de soltarlo por voluntad propia.

Después de cenar, llamé al argentino Casares a su hotel cordobés, pero no estaba. Y la vez siguiente tampoco. Y a la quinta llamada seguía sin estar. Más allá de la una de la madrugada me hice con él. Se le notaba, por la voz, que había estado celebrando algo, así fuese su soledad de magnate errabundo. Tardó un poco en entender de qué le hablaba, hasta que cayó en la cuenta: «Sí, los egipcios…». Y quedamos en vernos al día siguiente, sobre las once de la mañana, en la cafetería del hotel al que da nombre Maimónides, autor de una práctica Guía de los indecisos, de inspiración aristotélica.

Me subí a un tren tempranero, con el surtido egipcio en un maletín, y llegué a una Córdoba radiante y calurosa. Sobre las diez y media ya estaba yo en la cafetería del hotel, hojeando el periódico local y comprobando que los periódicos locales son para los forasteros algo así como una novela de millones de páginas que uno empieza a leer por la página setecientas ochenta y cuatro mil ochocientas nueve, por ejemplo. (¿Quién es este Núñez que denuncia las actuaciones urbanísticas de Miranda? ¿Qué diabluras habrá hecho Miranda? ¿Qué entienden aquí por «el caso Sonesbec»?) Y, en mitad de mi recorrido por la novela municipal, entró en la cafetería Alfredo Casares, argentino de Rosario, con sus brazos irregulares, con el pelo mojado y con aspecto de tener la sangre atosigada por los alcoholes de la noche anterior.

«¿Cómo está usted?» Y nos sentamos.

Tras un prolegómeno de cortesía, abrí el maletín y fui sacando las piezas del lote egipcio, que tía Corina se había tomado la molestia de envolver en papel de seda. A medida que desembalaba cada vestigio, iba ilustrándolo yo con una reseña de su antigüedad y valía, inclinándome de forma progresiva a la hipérbole y a la falsedad, pues percibía en los ojos de Casares no sólo el rastro del envenenamiento etílico, sino también la sombra de la decepción, hasta que llegó el momento en que comprendí que no iba a comprarme nada.

«Es que todo esto no es más que…», y cogió con dos dedos las piernas del escriba las miró al derecho y al revés como quien mira una rana muerta y no terminó la frase.

Mucho me temo que Casares había calculado que iba a ofrecerle algo muy parecido a la máscara funeraria de Tutankamón, colega suyo en la prosperidad, de modo que todo aquello que estaba extendido sobre la mesa no podía considerarlo él sino escombros. De todas formas, se veía que el hombre estaba por agradar y me pidió precio por el lote. Cuando se lo di, se echó las manos a la cabeza, bufó, sonrió con amargura y me dijo que por la mitad de ese dinero podría comprar como esclavo al presidente electo de Argentina, y que aún le sobraría para ponerle una argolla de oro de medio kilo en la nariz.

Fui envolviendo las piezas, contrariado no tanto por el hecho de no haber culminado el negocio como por no haber adivinado que aquel iba a ser un negocio fallido, pero se ve que nadie hila con finura cuando le apremia la necesidad de dinero, esa materia mágica que huye cuando se la persigue, al igual que el amor, los pájaros y el mercurio.

Casares insistía en que me tomase algo. «¿Un whisky? ¿Un vermut?… ¿No?» Creo que faltó muy poco para que me regalase un par de billetes, porque se le notaba apurado por el mal rumbo que había tomado la transacción y compadecido de aquel buhonero que había intentado venderle cosas rotas.

Me dijo que no podía negarme a comer con él. Y, bueno, comer había que comer, y eso al menos que me ahorraba. Asumida la secuencia desgraciada de los acontecimientos, daba ya igual, así que a comer nos fuimos.

Delante de unos platos suculentos, aunque para mi gusto muy especiados, Casares me habló de su vida, a la que el mucho dinero no había logrado sacudir de tenebrismo: los problemas de conciencia con respecto a sus padres, el secuestro y asesinato de su socio, su fracaso matrimonial, el desengaño cíclico que le proporcionaban sus novias oportunistas, la conducta irresponsable de sus dos hijos… El repertorio.

De repente, y dado que el ánimo tiene un instinto pasmoso de supervivencia, me alegré de no haberle vendido nada, porque dos castigados se deben respeto mutuo. Era un pobre hombre ahogado en plata y en whisky, pero con el corazón en sombra. Mejor que se gastase el dinero comprando bibelots y baratijas por ciudades lejanas. Mejor que no nos hubiésemos cruzado nunca por un azar disfrazado de overbooking .

A los postres, mientras observaba a Casares trocear una cuña de melón con el movimiento asimétrico de sus brazos, analicé mi papeleta: «Estoy en Córdoba, con un maletín lleno de chatarra egipcia, sentado frente a un millonario argentino al que no volveré a ver y que me ha invitado a almorzar por el simple hecho de que no he conseguido estafarlo», y sentí pena, en definitiva, de mí mismo, esa modalidad amable de la pena a la que solemos recurrir para recuperar un poco de orgullo en casos extremos de indignidad, o al menos para cambiar una indignidad por otra.

Casares bebió mucho vino durante la comida, y luego se animó con el whisky, lo que acabó poniéndole la lengua espesa, el ánimo turbio y la memoria en carne viva: «¿Conoces mi mayor desgracia?». Y yo no sabía adónde mirar, porque, ante las confidencias íntimas de los desconocidos, te sientes como si acabaran de volcarte un bote de pintura roja en la cabeza.

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