Lolo Letaud viene a casa de vez en cuando por tres motivos: para ponernos al tanto de un nuevo proyecto, para leernos algún capítulo de una novela en marcha o para lamentarse de que le han pisado la idea.
Consulta Lolo con tía Corina los pormenores eruditos de sus ficciones, así como el radio imaginativo de tales ficciones, que jamás es radio corto. Por ejemplo: «¿Qué te parece si empariento a María Magdalena con Mahoma? De ese modo, dando por hecho que María Magdalena tuvo descendencia con Jesús, quedarían unidos los dos grandes linajes del islam y del cristianismo… Sería mi aportación a la Alianza de Civilizaciones». Y tía Corina enarca entonces una ceja, atónita ante aquellos desparpajos, y le dice que le parece una ocurrencia inmejorable, sin duda porque sabe que nunca la llevará a término, por esa desventura que persigue a Lolo Letaud de que siempre haya algún novelista que se anticipe a los vuelos de su musa dislocada.
«¿No se te ha ocurrido nunca escribir una novela sobre los Reyes Magos?», le preguntó tía Corina, porque ella anda preocupada por el día a día de Lolo, que vive de lo que le da el Estado por estar deprimido y de la pensión de su madre, que se pasó media vida limpiando un cine y una caja de ahorros para que su hijo pudiera colgar de la pared un título de licenciado en unas materias que ella no alcanza todavía ni a entender lo que son. «¿Los Reyes Magos?» Lolo Letaud se quedó meditabundo, hasta que se le iluminó la cara. «Es una idea aprovechable.» Tía Corina le advirtió de la existencia de una novela de Michel Tournier sobre el asunto, pero que eso no suponía un obstáculo, y era cierto, porque la obra del francés consiste en una mera reconstrucción legendaria, y la corriente intelectual de nuestros días prefiere las novelas que se sitúan en un marco contemporáneo para indagar en arcanos pretéritos, con el apoyo de todos los avances científicos y tecnológicos de los que pueda uno echar mano. «Además, la novela del pobre Tournier arranca de la peor manera posible: "Soy negro, pero soy rey", de lo que se deduce que no habla un rey negro del siglo I, sino un francés del siglo XX, así que tanto el punto de vista histórico como el hechizo de la ficción quedan desbaratados, ¿no os parece?» Y Lolo y yo le dimos la razón. «Un error tremendo de perspectiva histórica, psicológica y narrativa», apuntilló Lolo, y tía Corina y yo le dimos la razón.
«En realidad, con una Biblia en una mano y con un manual de física y química en la otra se puede escribir un best seller impresionante», le animó tía Corina, y Lolo en efecto se animó, convencido como anda de que, al margen de las veleidades de la suerte, el éxito es una cuestión de voluntad, una voluntad de dominio, concepto en el que coincide con Nietzsche, que acabó como acabó.
«Anímate a escribir una novela sobre el robo de las reliquias de los Reyes Magos. Lo único que tienes que idear es un motivo pintoresco para el robo, añadirle un poco de acción, arriesgar una suposición histórica sorprendente, introducir algún factor alquímico y arreglártelas para que, al final, el protagonista masculino acabe en la cama con la protagonista femenina, que incluso puede ser descendiente directa de Krishna, de Cristo o de Odín, según te lo pida el argumento», le sugirió tía Corina, jugueteando con nuestro problema. A Lolo Letaud le pareció todo aquello razonable, e incluso se mostró dispuesto a aplazar el proyecto que tenía entre manos: una novela sobre la vejez de Judas, que, con las treinta monedas que cobró por traicionar a Cristo, se había comprado un terreno en las afueras de Jerusalén, en un pago llamado Hakeldama (que en hebreo significa «el campo de la sangre», como ustedes saben), donde vivía sin problema alguno de conciencia, mientras que sus antiguos socios de apostolado, cegados por la ambición del poder espiritual, propagaban la doctrina del Maestro y se dedicaban a infamar a Judas, de quien hicieron correr la leyenda de que se había ahorcado, presa del remordimiento y la atrición. (Lolo nos confesó que la idea se la había brindado la lectura de la Vida de Jesús , de Ernst Renan, que tía Corina le prestó y que al día de hoy no nos ha devuelto, como tantos otros libros.) «Me pongo a la tarea enseguida», nos comunicó con mucha euforia, seguro de que aquella iba a ser la tecla buena, y sé que tía Corina pensó en ese instante lo mismo que yo: que dentro de un par de semanas aparecería una novela sobre el robo de las reliquias de los Reyes Magos, porque Lolo Letaud tiene la suerte de espaldas y, cuando la suerte adopta esa postura, no hay cosa en el mundo que consiga darle la vuelta.
Tía Corina me sugirió que llamase a Sam Benítez y que le exigiera más datos sobre el entramado oculto de la operación, porque todas las alarmas de nuestra suspicacia habían saltado. No es que aquel trabajo entrañase un grado mayor de absurdidad que cualquier otro (todos son absurdos, todos se resisten al análisis de la razón: haces un trabajo sin comprender para qué lo haces). No, ya digo. Era sólo una cuestión de instinto, y el instinto nos había avisado de algo. «¿De qué?» No podría yo especificarlo: el instinto no entra en detalles.
El problema era que Sam debía de andar ya por Tailandia, entre monjes y putillas, convertido en el diablo mexicano de Bangkok, con horario de loco. Varias veces le llamé, y todas ellas para nada.
«¿Por qué no llamamos a Vassil?»,me preguntó tía Corina, y me pareció bien.
Vassil Dimitrov fue médico antes que anticuario. Escapó de la URSS de Kruchov en cuanto vislumbró una rendija y vagó durante años por Europa y América, hasta que se instaló en Frankfurt, dedicado a vender antiguallas y cosas que lo parecieran y a dar cobijo en su caja fuerte a mercancías de origen delicado. «Llámalo y pregúntale si no le importa darse una vuelta por Colonia para inspeccionar la catedral», y así lo hice. Descolgó una mujer. Como sólo parecía conocer el idioma alemán, que yo no domino, le pasé el teléfono a tía Corina, que intercambió con ella apenas un par de frases antes de colgar. «Vassil está muerto», me informó, con la mirada un poco ida. «Murió hace más de cuatro años», y cerró los ojos, supongo que para reconstruir la imagen de Vassil en su memoria. «A este paso, va a hacernos más falta un médium que un teléfono.»
Volví a llamar a Sam. Tampoco.
«Pues tú decides, ¿seguimos o lo dejamos?» Pensé en el anticipo: una pequeña fortuna en forma de cheque sin cobrar, que alegraría nuestras finanzas. Pensé en el negocio fallido con el argentino Casares. Pensé en lo breve y estrafalaria que puede ser la vida y en lo complicado que resulta subsistir sin sobresaltos ni tribulaciones. Pensé en la vejez galopante de tía Corina y pensé también en mi vejez, que canturreaba ya a la vuelta de la esquina próxima, pintarrajeada, con los tacones desmochados, con el bolso atestado de medicinas contra el dolor. «Por mí, adelante», le dije, porque hay ocasiones en que la sensatez se pone temeraria. De manera que, saltándonos a la garrocha la exigencia de Sam de trabajar con quien él nos indicase, empezamos a ponderar las cualidades de los distintos profesionales del gremio, a la búsqueda del personal idóneo.
«¿A la búsqueda del personal idóneo?», es posible que se pregunten ustedes. Y aquí se impone una explicación, a saber: tía Corina y yo, como en su día lo fue mi padre, somos gestores y organizadores de operaciones diversas, pero jamás sus ejecutores. Quiero decir que es más que probable que ustedes se mueran sin habernos visto trepar por los contrafuertes volantes de una catedral, romper una vidriera, descender por una cuerda hasta la nave, descerrajar el sagrario y salir de allí con un cáliz de oro del siglo XIV incrustado de zafiros, esmeraldas y amatistas, por ejemplo. No es esa nuestra tarea en este mundo. Nosotros, si recibimos un encargo de ese tipo, estudiamos, in situ y en planos, la estructura de la catedral en cuestión, hacemos un informe sobre su sistema de seguridad, su horario de apertura al público, etcétera; nos documentamos -por simple gusto, por mera curiosidad en la mayoría de los casos- sobre el cáliz del siglo XIV, pensamos en la persona adecuada para llevar a cabo la operación, le hacemos una oferta, le sugerimos un plan de actuación acorde con la información acumulada, le recogemos la mercancía lo antes posible y se la entregamos a quien corresponda en el lugar y hora que nos haya indicado. No es lo que se dice una epopeya, pero, aun así, les aseguro que resulta más cómodo relatar el proceso que llevarlo a cabo.
Читать дальше