En cuanto pude, me despedí de Casares y de su epopeya de pesadumbre con un apretón de manos. Me dio su tarjeta. Se empeñó en regalarme un mechero y yo me empeñé en convencerle de que no fumo, aunque al final me vi obligado a aceptarlo: SUMINISTROS CASARES. Por último, me animó a que fuese a Rosario cuando quisiera, que su casa era mi casa, que las mujeres de allí eran hermosas y alegres, que él era allí el emperador.
En el tren de vuelta, vi cómo se caía el sol con su tramoya barroca allá en el teatro barroco del horizonte, y con esas prestidigitaciones celestes me distraje, para no pensar.
La investigación de tía Corina.
Resultados de esa investigación.
La casta de los cobardes.
El baúl de los iconos.
Cuando llegué a casa, tía Corina estaba fortificada entre libros. «¿Qué tal ha ido todo? ¿Mal o muy mal?» Le di el informe melancólico que podía darle y me aseguró que todavía no había nacido el turista argentino al que lograra colocar nada de aquello. «Mejor que hubieras intentado venderle un traje de torero del siglo XII. Cada cliente es igual que una cerradura y hay que llevar la llave que la abre, no la que la cierra.» Y tenía razón, como siempre.
«¿Qué lees?» Tía Corina estaba documentándose sobre los Reyes Magos, porque su curiosidad es la cosa más viva que conozco. Me sumé a su tarea, y en aquellos rastreos y pesquisas se nos fue la noche, entretenidos en los meandros de la trama legendaria.
Por si acaso fuese del interés de ustedes, me tomo la libertad de resumirles la información que logramos reunir, a veces de fuentes poco fiables por inexactas o por fantasiosas, pues lo mismo consultábamos libros de lumbreras que de embaucadores, de sabios que de sabelotodos:
a) aquellos magos no existieron (algo que los niños descubren en torno a los ocho años: dejan de oír esas babuchas sigilosas que se arrastran por el pasillo durante la madrugada del 6 de enero, dejan de oír el frufrú rígido de las capas polvorientas);
b) en la Biblia sólo se les menciona, muy de pasada, en el evangelio de san Mateo (2, 1-12), donde son presentados como «sabios de Oriente», sin especificar su número, aunque algunos comentaristas se apresuran a deducir que son tres por ser tres las ofrendas: mirra, incienso y oro, cuya simbología, por cierto, da pie a complicadas interpretaciones que no vienen al caso;
c) si hemos de creer al pie de la letra -que es una mala forma de creer- lo que se nos cuenta en ese evangelio, aquellos sabios se fueron un poco de la lengua al informar al asustadizo Herodes de que en Belén acababa de nacer el rey de los judíos, puesto que su imprudencia los convirtió en causantes involuntarios de la llamada «matanza de los inocentes», que algunos cifran, mediante un cálculo del todo descabellado, en ciento cuarenta y cuatro mil recién nacidos degollados por mandato de Herodes;
d) en el protoevangelio de Santiago (XXI, 1-4) se nos ofrece una versión casi idéntica del relato que encontramos en el evangelio de san Mateo, mientras que en el evangelio del pseudo Mateo (XVI, 1-2) se nos asegura que aquellos magos orientales llegaron a Jerusalén dos años después del nacimiento de Jesús, de modo que, con arreglo a esto, Herodes debió de ordenar la matanza de niños de más o menos dos años de edad, ya que hubiera sido un derramamiento inútil de sangre el hecho de pasar a cuchillo a los recién nacidos, al no poder hallarse entre ellos el futuro rey de los judíos que la profecía de Balaam relacionaba con el advenimiento de una estrella;
e) según parece, ninguno de los llamados padres de la Iglesia asegura que aquellos tres nómadas fuesen reyes (aunque Tertuliano, azote de herejes, los supone de estirpe real, en lo que coincide con el obispo san Cesario de Arles, defensor de la flagelación como método disciplinar para las monjas traviesas), y hay quien sospecha que la palabra «sabios», en los textos originales, deriva del griego màgoi y del latín magi , palabras que a su vez derivarían de la palabra persa magù (que a su vez derivaría de la palabra avéstica mogu , relacionada con la palabra sánscrita mahat ), nombre que se daba a los sacerdotes del culto a Zoroastro, aunque no falta quien supone que fueron sacerdotes de Mitra, el dios solar (a saber);
f) a estas alturas, queda claro que, cuando algo puede ser muchas cosas, lo más probable es que no sea nada, pero sigamos;
g) parece ser que los magos fueron ascendidos a reyes porque la palabra «mago» tenía connotaciones antipáticas para la Iglesia -en pugna constante con las corrientes mistéricas y gnósticas-, sobre todo a causa de sus desavenencias con Simón el Mago, que dio nombre al pecado de simonía y que, al parecer, se elevó sobre el cielo de Roma gracias a las artes del Príncipe de las Tinieblas, hasta que las oraciones de san Pedro y san Pablo lo hicieron desplomarse, quedando descalabrado y medio muerto, circunstancia en la que algunos quieren ver un ensayo de lo que le sucederá al Anticristo en el caso de que se anime a entrar en acción;
h) en cuanto al número de esos reyes o magos, las cifras enloquecen: la tradición siria, por ejemplo, dio por bueno que eran doce, ellos sabrían por qué (tal vez por ser doce las tribus de Israel); en algunos sectores coptos fueron más optimistas y elevaron ese número a sesenta (sobrecoge y abruma el solo hecho de imaginar esa multitud de monarcas, perdidos por desiertos y por valles tórridos, vigilando el rumbo de una estrella paranormal en los cielos nocturnos, anhelantes por llegar a un destino ignorado); en el llamado Evangelio armenio de la Infancia -que se supone redactado en el siglo V- los reyes son tres y hermanos; por su parte, en el Evangelio árabe que se conserva en la Biblioteca Laurenziana de Florencia el número de reyes oscila entre tres, diez y doce. Y así sucesivamente. Parece ser que el primero que estableció la terna fue el alejandrino Orígenes, pero acabó siendo el papa san León, en el siglo V, quien, en un intento de poner orden en los cálculos hiperbólicos, fijó su número en tres; por lo demás, en un sermón atribuido a san Agustín se supone que la historia de los magos representa la unidad de la sustancia divina y la distinción de las personas en la Trinidad. (Tía Corina, que lee en este instante por detrás de mí esto que escribo, me sugiere que les recomiende la lectura del libro Los Reyes Magos. Historia y leyenda , del profesor Franco Cardini, no sin avisarles de que se trata de un estudio árido y un poco desordenado.)
i) aquellas entelequias itinerantes tuvieron nombres diversos: en griego, Malgalat, Galgalat y Sarathin; en hebreo, Appellius, Amerius y Damascus; en sirio, Larvandad, Hormisdas y Gushnasaph; en armenio, Kagba, Badalima y no sé qué, etcétera (y con grafías oscilantes, claro está). En el llamado Libro de la Caverna de los Tesoros, que se supone compuesto en Mesopotamia entre los siglos V y VI, se atribuye a los magos un origen caldeo y se les identifica con Hormizd de Makhodzi, rey de Persia; con Jazdegerd, rey de Sabá, y con Perod, rey de Seba; en un manuscrito datado entre los siglos VII y VIII, a los reyes se les denomina Bithisarea, Melichior y Gathaspa, y así hasta que ustedes quieran;
j) hay quien marea la hipótesis de que los tres reyes representarían a las tres familias descendientes de Noé, custodio del zoológico flotante;
k) son varias las ciudades que se arrogan el privilegio de haber sido el punto de partida de los magos. (Marco Polo, por ejemplo, cuenta que la expedición partió de Sabá, donde aseguraba haber visto los sepulcros de los Reyes Magos, cuyos cadáveres estaban «todavía enteros, con cabello y barba».) Si, según el evangelio de san Mateo, los reyes venían «de Oriente», tía Corina y yo, después de ponderar diversas fuentes documentales, nos arriesgamos a deducir que por fuerza debían de proceder de Persia, Media, Asiría o Babilonia, que eran los únicos reinos orientales en que estaba instituido un sacerdocio de magos en el momento en que nació Jesucristo; su ruta, por tanto, debió de ser más o menos la siguiente, si no calculamos mal ni interpretamos mal lo que leímos, que todo puede ser, porque teníamos en el aire demasiadas pelotas de malabarista: cruzaron el desierto de Siria, llegaron a Alepo (también llamada Beroea o Halab, según fuesen sus invasores de turno) o bien a Palmira (la maltratada Palmira, cuyas ruinas describió con asombro sombrío el inquieto conde de Volney), de allí debieron de encaminarse a Damasco, para proseguir rumbo al sur por la actual ruta de la Meca, bordearon por el oeste el mar de Galilea y el río Jordán, llegaron a Jericó y de allí al pesebre belenita, lo que supone un recorrido de unos mil ochocientos o dos mil kilómetros;
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