Con arreglo al escalafón y a la jerga del gremio, tía Corina y yo estamos en la categoría de los denominados «cobardes», aunque espíritus más amables se refieren a nosotros como «la retaguardia». La nuestra es, en definitiva, una labor de corretaje de mercadurías en las almonedas de un hampa de guante blanco, con un margen de beneficio que suele rondar el cuarenta por ciento del monto acordado por la operación. Ahora bien, si el cálculo de la estrategia degenera en un azar incontrolable, la cosa acaba en déficit, de lo que se resienten no sólo el bolsillo y el ánimo, sino también -y sobre todo- el prestigio: no sólo pierdes dinero, sino también la posibilidad de ganarlo, porque las noticias de las pifias las divulga la estafeta del viento, que siempre va con sellos de urgencia, y cuesta mucho borrarse el estigma de perdedor.
Por si acaso les interesa, les diré que entre los riesgos principales de nuestra profesión se cuentan los llamados «mensajeros falsos»: infiltrados policiales dedicados a tramar operaciones ficticias para intentar echarnos el guante, como es lógico, pero también para crearnos un clima de desconfianza, ya que se trata de una estrategia de eficacia sobre todo psicológica: no puedes fiarte de cualquier desconocido que te llegue con un ábrete-sésamo, lo que constituye un método muy astuto para reducir nuestro ámbito de operatividad y para condenar el gremio a la endogamia, por así decir, y más de cuatro andan penando a causa de su candidez o de su codicia, que siempre es ciega, o tuerta como poco.
Por otro lado, si algún factótum acaba entre rejas, el asunto se complica, ya que en el trato verbal suele contemplarse la cláusula de que el llamado cobarde tiene la obligación de asumir todos los gastos procesales que acarree esa contrariedad y de pasarle una pensión mensual al desventurado mientras cumpla condena, lo que es ya la ruina. En caso de incumplimiento por parte del cobarde, el factótum encarcelado (al que en la jerga de la profesión se conoce por el nombre genérico de «conde de Montecristo») adquiere el derecho moral de poder delatarlo sin que ello le reporte entre los del gremio una fama de confidente, que es fama mala en cualquier gremio, incluido el de los confidentes.
Una moral, en suma, un tanto asquerosilla, como casi todas, pero al fin y al cabo inevitable: la jacarandaina también necesita vivir atemorizada por sus propias leyes.
Tía Corina, mi padre y yo tuvimos una vez en la cárcel a Teo Friber, que conoció la prosperidad gracias a uno de esos golpes estelares de la suerte: estaba él en 1971 en Leningrado, atento a algún trapicheo cuya índole desconozco, cuando por casualidad se topó con un borrachín nativo que, tras muchos tanteos de desconfianza, le confesó, entre vaso y vaso, que tenía algo que podría interesarle, ya que Teo le había revelado su condición de marchante artístico. En esos casos, lo frecuente es que el tipo acabe enseñándote unos cuadros post-impresionistas que pintó su abuelo o una cacerola abollada que él imagina prehistórica. De todas formas, por respeto a la ley del por si acaso, se subió Teo de paquete a la motocicleta de aquel sujeto, que puso rumbo a las afueras de la ciudad. Cuando llegaron a una dacha ruinosa, el ruso le abrió un baúl repleto de iconos antiguos. Más de treinta. Un par de ellos del siglo XV, media docena del XVI y los restantes del XVIII y del XIX. Por lo visto, había encontrado aquel baúl bajo tierra hacía cosa de un año, cuando cavaba una fosa para enterrar un caballo de unos parientes suyos que murió de una anemia infecciosa o de algo parecido a eso. Con arreglo a la hipótesis del ruso, un grupo de terratenientes asustadizos, ante el temor de que los revolucionarios de Octubre se dedicaran a mandar a los creyentes junto a su dios por el camino más corto, habrían decidido enterrar los iconos heredados de una larga cadena de antepasados devotos, con la esperanza de poder recuperarlos una vez que los bolcheviques se calmasen. El hecho de que los iconos siguieran bajo tierra en 1970 sólo podía significar una cosa: que ninguno de sus propietarios logró sobrevivir a aquella confabulación de malentendidos escabrosos que propició la Revolución, hasta convertir Rusia en un matadero a escala industrial en los tiempos de Stalin, que tan mal hizo en nacer.
Los iconos se quedaron bajo tierra, en fin. Sus dueños murieron sin poder desenterrarlos, sin duda alguna porque ellos tampoco tardaron en estar bajo tierra. Ellos y, con toda seguridad, sus descendientes. Sea como sea, no quedó nadie que pudiera desenterrar los iconos. Murieron todos los que conocían el secreto, y con ellos murió el secreto de los iconos ocultos… Hasta que la divina Providencia se le manifestó al borrachín bajo la apariencia del cadáver de un caballo, porque esa Providencia da la impresión de tener domicilio en una tienda de disfraces y de artículos de broma.
Teo estuvo viviendo durante varios años a cuenta de aquel lote. Se compró una casa de campo en Mijas, se casó, se divorció, se arrojó a los brazos de las muchachas del champán y de la madrugada, se arruinó y volvió al trabajo. Tía Corina, mi padre y yo le hicimos un encargo de poca monta: chalet periférico, vacío en agosto, sistema de alarma rudimentario, dos grabados de Rembrandt. Salió mal. Casi dos años pasó Teo Friber en una cárcel catalana, soñando con su época áurea de disipaciones y dispendios. Durante ese periodo, le ingresábamos cada mes el dinero que él consideró que le correspondía, para pagarle de ese modo su fracaso, su ineptitud y el gasto que quisiera hacer en el economato de la prisión. Para pagarle -sobre todo- su silencio.
Por eso hay que calibrar muy bien a quién se le encarga un trabajo.
Y, aunque lo calibres muy bien, ahí estará siempre el azar, calibrando por su cuenta.
Pero sigamos con lo nuestro, que no es poco.
Carambolas.
Una llamada en vano.
Los jueves de juego.
Un cadáver imprevisto.
Y algunas confidencias.
Cuando necesito una dosis de realidad me acerco a los Billares Heredia, y eso fue lo que hice aquella noche, porque andaba saturado de leyendas y de quimererías.
Soy un jugador pasable y no demasiado entusiasta, un esforzado desentrañador de la llamada teoría de los diamantes, que viene a ser algo así como el fundamento geométrico y a la vez metafísico del billar.
Allí soy «el profesor», no porque me haya atribuido esa categoría laboral ante la clientela, sino porque los habituales me la otorgaron como apodo. (Alguien que sabe de cosas, alguien con poco pelo, que no prueba el alcohol ni fuma, alguien que lleva siempre chaqueta y corbata: un profesor.) (Bien está.)
Suelo jugar con Mani, policía municipal jubilado que sueña con viajar algún día por América, porque tiene metido en el pensamiento que todo es allí prodigioso y desmesurado, desde el tamaño de la fruta hasta el corazón de las mujeres, pasando por la bravura de los volcanes; con Margalef, panadero de madrugada y montador de maquetas navales cuando no está durmiendo ni jugando al billar; con Estaban Coe, que traspasó su joyería cuando empezó a ver nublado, porque se le difuminaban los contornos del oro, y con Mahmud, un tangerino que en su juventud quiso ser muecín y al que el fluir inopinado de las casualidades convirtió en taxidermista, dedicado a inmortalizar trofeos de caza.
Hablamos tanto como jugamos, y se nos van las horas entre carambolas y paliques, cada cual interpretando a su modo el universo.
Es un reducto curioso: entre las paredes de color gabardina de los Billares Heredia, los ganadores decentes no sonríen al ganar, porque quienes están obligados a sonreír son en cualquier caso quienes pierden. Ese es el código. Al contrario que en otros juegos (con excepción del ajedrez y del póquer, que también son de ánimo frío), en el billar no caben las efusiones triunfalistas, porque le tomarían a uno por trastornado. El perdedor, en cambio, tiene que comportarse como un ganador, así tenga el alma en los pies, y conservar la impavidez cuando lo humillan. Un sistema de apariencias morales bastante exótico, desde luego, aunque respetado por todos los cabales.
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