Me había hecho la promesa de no volver a preguntar nada de todo aquel asunto a tía Corina. Pero la incumplí, por supuesto.
«¿Por qué sabías que Sam llevaba sesenta mil euros encima?» Fue a la biblioteca, abrió un cajón del escritorio, sacó un papel y me lo tendió. «Por esto.» Se trataba de un pagaré, fechado en marzo de 1997, que había encontrado entre los papeles que salieron de la caja fuerte. En él, Sam le reconocía a mi padre una deuda de diez millones de pesetas.
«¿Qué es con exactitud lo que no sé, lo que me impide comprender todo lo demás?» Suspiró. Según tía Corina, lo que mi padre guardaba en la caja fuerte pertenecía a Sam Benítez. En 1997, mi padre y Sam organizaron el robo de las reliquias de la catedral de Colonia y, con la ayuda de Tarmo Dakauskas, lo llevaron a buen término, dato que el propio Sam me reveló en su última visita.
Para evitar problemas y posibles suspicacias de gestión, decidieron repartirse el botín del siguiente modo: Dakauskas se quedó con las presuntas reliquias de los reyes con la intención de simular que las rescataba de manos sacrílegas y que las reintegraba, a cambio de una cantidad razonable, al arzobispado coloniense, pues andaba ya el estonio preparándose el camino como agente de seguridad del Vaticano para ese tipo de cuestiones; Sam Benítez se quedó con el anillo salomónico, con la llave y con el reloj para colocárselos a los veromesiánicos de Catania y mi padre, en fin, se quedó con la Tabla de Esmeralda para negociar con Abdel Bari.
Pero en pura previsión se quedó aquello, ya que se manifestaron contrariedades: el arzobispo se negó a pagar ni un marco a Dakauskas, Sam acabó muy a las malas con Montorfano y mi padre acabó peor aún con Abdel Bari.
Sam le compró a Dakauskas las reliquias, por esa tendencia suya a comprar cuanto sale a la venta. También le compró a mi padre la Tabla, aunque no tenía liquidez en ese momento y le firmó un pagaré. De todas formas, como Sam no encontraba clientes para aquella mercancía, mi padre se prestó a hacerse cargo de la custodia del lote y a guardarlo en su caja fuerte.
…Y resulta que, a la vuelta de los años, Dakauskas y Sam deciden simular un robo en la catedral de Colonia para avivar el mercado y, de ese modo, colocar todo aquello que teníamos en casa, delante de la nariz, y que nos encargaron buscar en la lejana Colonia.
Así, tanto Dakauskas como Sam…
«Esta tarde, a las seis, tenemos cita con el médico», me recordó tía Corina, y se me puso el ánimo sombrío.
Es verdad que me gusta hacer preguntas, supongo que para evitar el estupor, pero me gusta bastante menos que me las hagan:
1) ¿Está tomándose la medicación con regularidad o cuando le parece?
2) ¿Ha notado un aumento de peso con las nuevas pastillas?
3) ¿Sigue escribiendo?
4) ¿Sabe distinguir lo que escribe de lo que vive?
5) ¿Duerme mejor?
Y similares.
Suele ser tía Corina quien contesta, ya que opto por hacerme el ido, que supongo que es lo que se espera de mí. No sé si se trata de una buena estrategia, pero el caso es que funciona, que es al fin y al cabo lo fundamental de cualquier estrategia, y las tres últimas veces he salido de la consulta sin decir palabra. A este paso, conseguiré no oír siquiera, y entonces ese trámite mensual se evidenciará como inútil. Porque inútil es, en el fondo, toda esta cuestión, que se sustenta en una pregunta equivocada: «¿Qué es la verdad?». La pregunta con sentido práctico sería otra: «¿Por qué se supone que la verdad está obligada a ser verdad?». Respetemos, no sé, las proclamas de la cofradía de los impostores, escuchemos los cánticos exaltados de la procesión de los delirantes, aceptemos el éxtasis organizativo de los imposibles…
Aparte de eso, imaginemos el interrogatorio siguiente:
– ¿Qué somos?
– Nuestro pensamiento.
– ¿Qué es nuestro pensamiento?
– Lo que somos y lo que no.
– ¿Qué somos y qué no?
– Lo que disponga nuestro pensamiento.
Y así hasta el infinito, o casi.
¿Síndrome de sir John Mandeville, como lo llama tía Corina? No sé. Venimos de una estirpe muy remota: la de los que ven lo invisible, la de quienes oyen lo inaudible y la de quienes tocan lo impalpable… Y además lo cuentan. Somos los que imaginan, y estamos enfermos. (Al fin y al cabo, hablar de «imaginación enferma» no implica un diagnóstico, sino un pleonasmo.) Salgo a la calle y empiezan a configurarse los dragones. Cierro los ojos y se abren los abismos. Abro los ojos y los abismos siguen ahí.
Un día me nació por dentro Jacob, el que subió la escalera, mi socio en el mercado de la fábula, el que me susurra. ¿Y yo qué hago, damas y caballeros? Señoras y señores, amigos todos, ¿qué hago yo conmigo?
(Dioses despiadados de la suposición, tened piedad.) (Piedad de quien se arrastra implorante hasta vuestros altares vacíos, etcétera.)
Anoche fui a los Billares Heredia, porque habíamos organizado un campeonato por parejas y no podía fallarle a Mahmud.
La peña comentaba, así por encima, las noticias estelares de la jornada, los acontecimientos baladíes de su barrio, los incidentes domésticos, y las carambolas parecían sucederse como un pretexto para aquella tertulia inestable, siempre de trama errabunda, en la que se pasa sin transición de un terremoto a un maremoto, de un gol a una ley, de un dolor de muelas a un genocidio, ya que la cosa es hablar, por esa cualidad mágica que tienen las palabras de acercar soledades y fundirlas en un solo organismo que durante unos instantes se siente acompañado y comprendido.
Y allí eché el rato.
De vuelta a casa, iba pensando en muchas cosas a la vez, y eso nunca es bueno, porque el pensamiento necesita un orden si no quiere degenerar en sentimiento.
Después de ver un escaparate con varios maniquíes desvestidos, barajé la idea de coger un taxi y pasarme por el Club Pink 2 para charlar durante un rato de asuntos artificiales con alguna muchacha, pero la descarté, porque hay ocasiones en que a los espejismos se les transparenta demasiado el armazón.
Tía Corina estaba dormida en la biblioteca, con un libro en el regazo. Me senté frente a ella y me quedé observándola. Me pregunté cómo hubiese sido mi vida sin ella y no acerté a darme ninguna contestación, sin duda porque no la hay. Me pregunté también qué hubiese sido de ella sin mi padre, y en la imaginación se me estampó un campo anochecido y frío, y una silueta pensativa avanzando por un camino encharcado, hablando en rumano consigo misma. Y, como la melancolía suele derivar en patetismo, me pregunté también cómo nos llegará la muerte, con qué pasos vendrá: rápidos o sigilosos, educada o tremenda. A cuál de los dos nos palpará primero. En qué lugar dirá: «¿No me esperabas?». Y en aquello me pasé un buen rato, por esa cosa que tiene la mente de torturarse sin porqué, hasta que tía Corina abrió los ojos, se los frotó y se desperezó. «¿Qué hora es ya?» Y nos fuimos a dormir. Para que la vida prosiguiera. Para proseguir nosotros en la vida. Mal que bien, de acuerdo, pero firmes. En medio de la tempestad, sí, pero con el ancla bien agarrada al fondo abisal de este espejismo. Defendiendo nuestro pasado para defendernos del futuro, que jamás es de nadie, en fin, como quien dice.
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