Si alguien lee algún día estos papeles, le rogaría que entendiese todo esto, en suma, como un memorial caótico de unos lances sin porqué, sin para qué y sin más sentido que el que tienen las cosas que nos pasan a cada instante y que, sin darnos cuenta, conforman una trama misteriosa: el día de ayer resulta inconsecuente con respecto al de hoy, y el de hoy será incoherente con respecto al de mañana, y a ese cajón de sastre le damos el nombre de vida. «La historia de mi vida…», decimos a veces con orgullo, como si se tratase de un ciclo impecable de acción y pensamiento, cuando todo no es más que una suma de acciones fortuitas y de pensamientos que tiran a contradictorios. Nos empeñamos en comprender, pero nos olvidamos con frecuencia de comprender lo básico, aunque me duela decirlo: que no hay gran cosa que comprender, quizá porque comprender la vida conduce a la negación de la vida: en el momento en que la comprendemos, nos echamos a temblar. ¿Y a quién le gusta temblar?
Sigo viéndome con Marta, y bien, a pesar de que sus razonamientos tienden a descolocarme un poco: «La existencia de Dios es algo que puede discutirse, no digo yo que no. Pero lo que no puede discutirse es la existencia del alma. Por ahí no paso». Y me limito a otorgar con el silencio, porque no creo que la existencia o inexistencia del alma merezca una controversia entre nosotros, cuando se supone que lo que ambos buscamos es la armonía, pues de lo contrario corremos el riesgo de que la mariposa se nos reconvierta en gusano. (Lo que decía mi padre: «Si una mujer te gusta de verdad, te gustará incluso la forma en que vomita», pero me temo que siempre será mejor no verla vomitar. Por si acaso.) No sé con exactitud lo que espero de ella ni mucho menos lo que espera ella de mí, porque los sentimientos son como las huellas digitales: todas son lo que son, pero no hay dos idénticas. «¿Qué es para ti la felicidad?», y le contesto lo que se me ocurre en ese instante. «Pues para mí, mis dos hijas.» Y así vamos.
Una tarde me dijo que se iba a Santander a pasar una semana con una hermana suya que está casada también con un joyero, así que me sentí doblemente solo, lo que me vino bien para algunas cosas y mal para otras, como suele ocurrir.
En esas, se dejó caer por casa un par de veces Lolo Letaud, empeñado en aliviarme el abandono con su nueva fantasía: una novela sobre unos sabios de la corte andalusí de Almanzor que construyen una máquina del tiempo y que viajan al futuro para piratear inventos y para alterar el presente.
Y poco más.
A su regreso, Marta me trajo de regalo un pisacorbatas de oro y marfil, digno de un dandy. Y seguimos viéndonos a diario, ya digo, alimentando nuestra relación inocente, sin que ninguno de los dos se decida a ir más allá, tal vez por desconfianza ante el futuro, que es siempre un cara o cruz. «¿Sabes lo que te digo? Que yo no creo mucho en esa gente que dice que adivina el futuro con una baraja de cartas.» Y le aseguro -qué más da- que yo tampoco. «Eso iría contra la lógica del tiempo y contra Dios», y le digo que sí. Y paseamos un poco.
Y quedamos para el día siguiente. Y nos despedimos, sin grandes inquietudes. Porque los enamorados jóvenes salen de caza como los leopardos, y se desloman para conseguir una presa. Los viejos, en cambio, somos como los camaleones: sacamos la lengua cuando se nos posa cerca un insecto y lo devoramos con ojos melancólicos. Y a otra cosa.
«Tras jornadas penosas en la Cólquide, regresó la doncella al hogar con pies cansados y con los ojos repletos de las maravillas infinitas del mundo… ¿De quién es?», oí nada más entrar en casa. «No me digas que no lo sabes, porque es muy fácil.»
Después de pasarse poco más de un mes en Kalámata, volvió sin aviso tía Corina, con muy buen color y con el ánimo puesto a punto. «Aquello no es para mí. Resulta que bajo las parras griegas el corazón se mece igual que en todas partes. Ay, nos gusta pensar que la intensidad de la vida está siempre en otro sitio, pero la vida está siempre donde tiene que estar. Y mi vida está aquí.» Y me alegré mucho de que así fuera.
Creo que estarán de acuerdo conmigo en que, a partir de cierta edad, el tiempo se revaloriza y acorta su necesidad de tiempo, y no sé si me explico. (Creo que no…) Dicho de otro modo: tía Corina me había dado un plazo suficiente para que tomase yo algún tipo de decisión con respecto a mi relación con Marta sin sufrir interferencias, porque si a una persona adulta no le basta un mes para tomar una decisión fundamental, caben al menos dos hipótesis: que la decisión no es tan fundamental como parece o que la persona adulta es el mismísimo Peter Pan. Y yo no había tomado otra decisión que la de dejarme llevar por la marea, a la espera de que mis sentimientos resolvieran su conflicto por sí solos, a pesar de que los sentimientos resultan poco fiables como guía, por ser como las veletas.
Después de todo, lo primordial estaba claro: vayamos a donde vayamos y con quien vayamos, tía Corina y yo iremos juntos. Si hay que dejar a gente por el camino, mala suerte. (Mala tal vez para nosotros, pero se trata, al fin y al cabo, de nuestra suerte.) Sé que a tía Corina le preocupa mucho lo que habrá de ser de mí cuando ella falte. Me trata todavía como se trata a un niño, el niño de ojos asombrados que escucha cuentos de reyes mitológicos y de alquimistas medievales. Pero el niño ha envejecido y tanto ella como yo podemos estar ya a un paso de la muerte.
Un par de días después de su regreso, tía Corina me propuso que le presentara a Marta, lo que en cierto modo suponía una violación de nuestro pacto tácito de silencio sobre esas cuestiones, y en La Rosa de California nos reunimos los tres.
«Es una mujer guapa y, a su modo, muy discreta. Y debe de andar bien de dinero, ¿no?», me comentó tía Corina cuando volví a casa, después de acompañar a Marta a la suya. «Si la cosa prospera, quiero que te quede claro quién va a ser la madrina.»
Y con eso estaba todo dicho, porque las cosas pueden decirse de muchas maneras.
El problema de narrar acontecimientos en tiempo real es que las previsiones pueden tomar un rumbo imprevisto.
Y mis previsiones han tomado un rumbo de esos, y en forma de fantasma: el de mi padre. (Como en Hamlet.)
Ayer por la tarde estaba yo ordenando facturas y papeles. Lolo Letaud me había anunciado su visita, porque era su cumpleaños, y prometió traer una tableta de turrón de chocolate a la esencia de romero para celebrarlo a lo grande entre los dos, pues anda él también muy sensible a los encantamientos de la golosina parda, que debe de darle impulso para la puesta en pie de sus utopías, como en su tiempo se lo dio al caballero Goethe para las suyas, según se cuenta.
Había pensado regalarle a Lolo el báculo del mago Tamiro (o tal vez Temuro), y sobre la mesa lo tenía yo, igual que en su día los faraones. Como no hace falta decir, sabía que, aparte del turrón, Lolo traería bajo el brazo su nueva novela, y aquello era la parte amarga de la efeméride, pues vanamente confiamos en que el prójimo se eche a la calle sin sus obsesiones.
Tía Corina había quedado con las viudas, con las que ahora sale mucho, pues se ve que los jueves se les quedan cortos. Una de ellas colgaba un par de cuadros en una exposición dedicada a mostrar los logros de los alumnos de un taller de pintura para adultos, y allá se fueron, a celebrarlo, porque incluso unas dalias al óleo o un paisaje con lago son pretextos legítimos para agarrarse a la cola de la vida. «Volveré pronto», y le rogué que fuese así, porque aún anda tocada del golpe último, y la salud no siempre tiene billete de vuelta.
A eso de las seis y media o siete, sonó el timbre y me dispuse a saborear el turrón de chocolate a la esencia de romero y a convertirme en oyente atónito de la nueva novela de Lolo Letaud, que ya debe de andar por el centenar de páginas, pues de momento nadie le ha pisado -que sepamos al menos- la ocurrencia. Pero, cuando acerqué el ojo a la mirilla, me di cuenta de que la novela era otra.
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