Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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«Mira lo que nos ha mandado el primo Walter», le dije a tía Corina cuando volvió de hacer unas compras. «Estupendo. No se conformó con robarnos y ahora quiere envenenarnos. Qué despilfarro de criatura», y cambiamos las tarjetas de los regalos, y los bombones resultaron ser excelentes, y a otra cosa.

«La mujer partió, con el corazón ilusionado, hacia tierras muy lejanas, donde su vida no tuviese pasado ni el futuro fuese más que el instante venidero, para dejar que su corazón se meciera al ritmo de la brisa bajo la sombra de las parras griegas», declamó tía Corina con voz teatralizada. «¿De quién es?» Y le dije que ni idea. «Sería un milagro que lo supieses. Es de Sally Osmond, una novelista irlandesa a la que nadie lee hoy, salvo yo, que practico la filantropía literaria. Es tan cursi, que hasta llega a parecer una bruta.» Pero esa vez la adivinanza bibliográfica no se quedó ahí. «El caso es que Louis me ha invitado por milésima vez a pasar una temporada en Kalámata, para dejar que mi corazón se meza bajo la sombra de una parra griega, y le he prometido que me voy para allá la semana que viene.» Me quedé confuso. «¿Una temporada larga?» Se encogió de hombros. «Dejémoslo en una temporada, que es un concepto extensible a voluntad.»

Y, a la semana siguiente, tía Corina se fue.

Su partida me descolocó, me dolió y me dejó desconsolado, por ese orden, y vagaba yo por la casa como un preso en su celda, hablando solo, dándome argumentos para el victimismo, porque los sentimientos afectivos contrariados se aferran siempre a una misma paradoja: «Eres un egoísta porque te preocupas más de ti mismo que de mí», y yo alimentaba ese extravío como se alimenta a un monstruo, y el monstruo rugía dentro de mi razón. Ni siquiera me apetecía demasiado ver a Marta, y mis encuentros con ella eran fríos y más bien de trámite, y notaba que le dolía aquel despego.

A miles de kilómetros de donde estaba su vida, tía Corina vivía el ensueño de otra vida, pero daba yo por hecho que ya se le pasaría la ventolera, porque, a determinadas alturas, resulta muy difícil prescindir de la memoria atávica de nuestro ser, por mucho que organicemos carnavales metafísicos para sacar a ese ser de su rutina y nos escapemos durante un rato de quienes en verdad somos, porque lo somos y lo seremos sin redención posible, por muy lejos que nos lleve nuestra ilusión de una fuga. Al fin y al cabo, los humanos pueden clasificarse en infinitud de categorías, pero yo al menos me inclino a dividirlos entre los que asumen las cosas como son y como vienen y los que se empeñan en que las cosas sean como ellos quieren y que lo sean en el momento en que lo quieran ellos. Los primeros son melancólicos y apacibles, a fuerza de fatalistas; los segundos, diligentes y levantiscos, a fuerza de utópicos. No obstante, unos y otros tienen algo en común: suelen ser igualmente desdichados.

«¿Te pasa algo?», me preguntaba Marta a cada instante, y a cada instante le decía que no. «A ti te pasa algo.»

Casi todas las noches, hablaba por teléfono con tía Corina. Me contaba anécdotas y yo no le contaba nada, porque le aseguraba que no tenía nada que contar.

Y un día, de repente, comprendí. Y me avergoncé mucho de mí mismo.

¿Qué comprendí? Pues comprendí que tía Corina no se había ido a Kalámata por un arrebato pasional -ya que a Louis Campbell lo tenía aparcado desde hacía un par de décadas, y por miles se cuentan las invitaciones que le ha hecho para que lo visite-, sino para favorecer mi relación con Marta. Comprendí, en definitiva, que se había ido allí porque sabe de sobra lo mismo que de sobra sé yo: que estamos abocados a compartir nuestra vida mientras uno de los dos siga en pie, al haber forjado el tiempo un pacto inviolable entre ambos, un pacto jamás formulado pero siempre sobreentendido, y respetado siempre. Por decirlo a la manera -imagino- de Sally Osmond, somos dos destinos entrelazados e imposibles de desmadejar sin que el destino de cada cual se anule de inmediato, y eso es hermoso y terrible, hermoso y terrible en una proporción idéntica, que es precisamente lo que le otorga grandeza y a la vez desolación.

Con su huida a Kalámata, tía Corina renunciaba a los derechos emocionales que se derivaban de ese pacto nuestro, y me liberaba de él. Al tomar la decisión de irse, había anticipado su generosidad a mi mezquindad ante su partida, y fue una lección que aprendí con los ojos llenos de lágrimas, ya ven ustedes, como un niño.

Para colmo, se me coló en casa un grillo que se pasaba la noche cantando, y cada noche me irritaba más su concierto. Supongo que resultaría favorable para mi reputación decir ahora que el canto del grillo me daba compañía en momentos difíciles, pero sería falso: logré localizarlo y lo maté. De un pisotón, como se matan tantas otras cosas invisibles. Tras aquel crimen, volvió a espesarse el silencio de mi noche, aunque no conseguía dormir bien y seguido.

Como me aburría mucho, y dado que mis comezones se habían apaciguado, sí, aunque aún latían, llamé una tarde al profesor Negarjuna Ibrahima a París. Tuve suerte y lo pillé entre gira y gira. Antes de nada, intentó resolver el asunto del pago de la consulta, que me exigió mediante cibertarjeta, pues se ve que no descuida las finanzas aquel dómine de supranaturalismos, aunque no pude satisfacerlo por desconocer yo esa modalidad de dinero. «Es igual. Hoy va a salirle gratis. Mire: en el sarcófago de Colonia hay lo que cada cual quiera que haya. Cualquier fe se cimienta sobre vapores. En cuanto al interés de alguien por querer robar aquello, no olvide que todos somos mercaderes de espejismos. No puedo decirle más sin engañarle. Veo muchas cosas. Muchas. Pero nada de lo que veo tiene sentido global, porque no pasa de ser una maraña de gente que entra y sale de un escenario para entonar su monólogo absurdo. Me da la impresión de que usted está buscando la punta de su propia nariz. Usted es el náufrago que sueña que intenta alcanzar en vano la isla en la que está teniendo esa pesadilla. Y eso es todo. Sea como sea, olvídese del asunto cuanto antes y piense en otra cosa, porque la vida consiste en eso: en ir renovando el repertorio de alucinaciones.» Y ahí quedó la revelación: niebla sobre niebla, humo contra humo y vacío envasado al vacío, como si dijéramos.

Estoy recogiendo velas, y esta narración se acerca a su fin.

Creo que tía Corina tiene razón, según suele. He procurado exponer una serie de hechos reales mediante un esquema novelístico, pero se da el caso de que las novelas no pueden respetar la realidad, aunque se valgan de ella para elaborar artificios caprichosos y perfectos, y en ese matiz se diferencian de la realidad, que elabora artificios igualmente caprichosos, aunque imperfectos. En las grandes novelas, la realidad no es un punto de partida, sino una meta. Las ficciones excelsas edifican un simulacro de realidad que resulta más sólido, comprensible y consecuente que la realidad misma, que muchas veces no hay por dónde cogerla. Y, bueno, aquí falta algo, no sé: un broche, un círculo que se cierre, un festival de simetrías.

Lamento en el alma haberles decepcionado. (A menos que consideremos, no sé, que la simetría no representa un mérito, sino un defecto.)

Si algún día encuentro ese broche, si algún día consigo cerrar el círculo y establecer simetrías, tengan por seguro que ustedes serán los primeros en enterarse.

Me doy cuenta ahora de que procurar convertir las experiencias propias en relato es un error si uno no se llama Casanova o Marco Polo. Es decir, si uno no tiene una vida que es un puro fantaseo por sí misma, aparte de las fantasías que cada cual se sienta con derecho a añadirle, ya que, en materia de autobiografía, todo el mundo tiende a darle mucho barniz al cuadro, para que brille. La narración de una vida exige amplificaciones vanidosas. Una vida humilde y rutinaria da para poco, pero nadie se da cuenta de que su vida es humilde y rutinaria hasta que se decide a contarla.

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