Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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Según mis cuentas, Sam Benítez le había sacado dinero a Abdel Bari, al falso Aleksei Bibayoff, al verdadero Tarmo Dakauskas y al reverendo Lorre. Dicho de otro modo: había ganado un capital gracias a Hermes Trimegisto, a Fulcanelli, al Vaticano, a Alá y a los restos mortales de Jesucristo. Se mire como se mire, la maniobra tenía mérito.

«¿Me has contado la verdad?» Me juró por la memoria de mi padre que sí, aunque el hecho de jurar por la memoria de mi padre y no por la del suyo tampoco representaba una garantía, por mucha estima en que tuviera al mío. (Además, como decía no recuerdo qué personaje de Shakespeare: «Pesa juramento con juramento y pesarás nada».)

«En definitiva, tú te haces rico y a mí me cuesta dinero el hecho de que te hagas rico.» Se quedó callado durante un par de segundos, lo que para Sam constituye una hazaña. «Me dijiste que tienes una deuda con Fioravanti, ¿va? Me haré cargo de esa deuda y te mandaré además un sobrecito con lo mismo.» Me pareció un pago pobre, aunque pensé que peor sería un impago.

«Te dejo, cuate. Mañana tengo que volar a Roma para llevarme a Cristi a Middle Paxton. Su papacito la espera con los brazos abiertos y a mí con la caja fuerte abierta, güey. A ver si hacemos de Cristi una santita.»

Cuando terminé de hablar con Sam sentí algo raro: por una parte, estaba satisfecho, dentro de lo que cabe, por disponer al menos de una explicación, pues ya saben ustedes que no sé vivir sin comprender lo que ocurre, siquiera sea en la medida en que puede uno comprender las mutaciones de la luna o las apariciones de fantasmas, pero, por otra, estaba también muy escamado. De acuerdo: uno ha entrado ya de lleno en la edad de los sentimientos impuros, pero no se trataba sólo de eso. El relato de Sam Benítez me quiso parecer coherente, dentro de lo coherente que puede ser una secuencia de disparates, claro está, pero mi instinto -desnudo, con la cara pintarrajeada, con su lanza en la mano- me musitaba una advertencia sin palabras, un soplo de incertidumbre, un susurro de alerta. Algo así, no sé, como si vas al hospital porque no oyes bien por el oído derecho y el médico te dice que el origen del problema está en los huesos metatarsianos de tu pie izquierdo, porque, al andar defectuosamente, te trastornan el nervio esplácnico y te dañan la articulación incudomaleolar, o algo parecido, y tú te lo crees, pero a la vez no puedes creértelo del todo, escéptico ante la posibilidad de que tu organismo sea capaz de urdir conspiraciones tan sofisticadas.

Me tomé una pastilla y me acosté.

A la mañana siguiente, quise contarle a tía Corina el relato de Sam, pero se negó en redondo. «Ni un monosílabo más sobre ese asunto», y comprendí que así iba a ser, porque conozco sus actitudes inexpugnables.

«¿Quieres creerte que esta noche he soñado que nos íbamos a Groenlandia?» Y crucé los dedos para que aquel sueño no fuese profético, porque para Groenlandia estaba yo.

Por lo demás, cuando bajé a comprar el periódico, vi en el suelo del zaguán un par de octavillas: SE ACERCA EL DÍA DE LA HOGUERA. ARDERÉIS no supe qué pensar.

22

Marta.

Un resucitado imprevisto.

Informaciones de Fioravanti.

La huida de tía Corina.

Los regresos.

Y un final.

(…) (Una elipsis.)

Hace más de cinco meses que tengo abandonado este relato. No porque no haya pasado nada, sino más bien porque han pasado demasiadas cosas.

Es posible que todo cuanto nos ocurre tenga un antecedente concreto, un detonante específico y a veces imperceptible, pues estoy más o menos convencido de que el verdadero motor de la vida es el efecto dominó, según me permito ejemplificar a la manera del primo Walter: nunca lees la prensa, jamás te ha interesado la crónica de sucesos, pero un día compras el periódico para enterarte de los detalles del asesinato cometido por un vecino tuyo. En el kiosco, de forma fortuita (una moneda que cae al suelo, un movimiento sincronizado de ambos para coger una misma revista ilustrada…) conoces al amor de tu vida. Y bien: amor, vida. Dos palabras importantes por sí mismas y maravillosas si deciden aliarse para formar un solo concepto Y ya estás instalado dentro de una alucinación. Pero resulta que el amor de tu vida es ludópata, como consecuencia de lo cual te roba, te obliga a endeudarte y te sugiere incluso que robes en el trabajo. Y acabas robando en el trabajo, claro está, porque se trata a fin de cuentas de una petición del amor de tu vida, de modo que te quedas sin trabajo, sin casa y sin amor de tu vida, que se ha buscado ya otro amor de su vida que tiene trabajo y casa, hasta que llega el día en que apuñalas al amor de tu vida en plena calle. Hay muchas cosas por medio, sí, pero el origen y el fin de la secuencia están muy claros: saliste un día a comprar el periódico para enterarte de los detalles de un asesinato y acabaste convertido en un asesino. (Dicho sea a modo de ejemplo, claro está.)

Pues bien, una tarde en que me notaba muy bajo el nivel de glucemia, me acerqué a La Rosa de California para comprar trufas de mandarina y vi que estaba sentada ante un velador la viuda de Esteban Coe. Ya saben ustedes que no soy persona desenvuelta en las estrategias galantes, que tan alejadas quedan de mi modo de ser, pero les confieso que sentí el deseo de saludarla, pues el pretexto estaba libre de sospecha: hablarle de mi amistad con el difunto. Como es lógico, reprimí ese deseo y no la saludé. Salí de allí con mi bandeja de trufas de mandarina y con el peso de una inquietud en el ánimo, pues de verdad me apetecía entrometerme en la soledad de aquella mujer hermosa y ensimismada, con su luto discreto, muy cargada de oro, meditabunda ante una taza vacía, fumando con el aire de quien está resolviendo un jeroglífico.

A los pocos días de aquello, pasé de nuevo por La Rosa de California (que, según tía Corina, es mi farmacia) para comprar unas bizcotelas de cacao y allí estaba otra vez la viuda de Coe. Esa vez el arrojo me respondió. «Perdone. Fui amigo de su marido.» Me miró como si volviese de un largo viaje por dentro de sí misma. «Jugábamos al billar.»

Y, a partir de ese instante, la viuda de Coe se convirtió en Marta.

Quedé con ella al día siguiente y le llevé la traducción del artículo sobre los planetas de diamante que leí en Le Fígaro y que nunca pude darle a Coe. Marta lo leyó muy despacio, supongo que porque había conceptos que le resultaban huidizos. «Esto hundiría el mercado», comentó muy seria cuando terminó de leerlo, y no supe si interpretarlo como una simpleza o como un golpe de ingenio.

Quedamos en vernos al día siguiente. Y al otro también quedamos. Y nos vemos desde entonces, en fin, casi todas las tardes.

El primer extrañado ante esta circunstancia soy yo, que me daba por jubilado de este tipo de fascinaciones, pero se ve que no nos morimos del todo hasta que no nos morimos del todo.

Por si les interesa, les confesaré que aún no hemos tenido relaciones sexuales ni nada que se les aproxime. Aparte de su luto, ambos estamos en una edad en que avergüenza un poco desnudarse por primera vez delante de otra persona, ya que los ojos tienen que acostumbrarse a un nivel considerable de decrepitud, al contrario de lo que ocurre entre los jóvenes, que sólo tienen que deslumbrarse ante el esplendor. En las parejas que envejecen juntas no se da ese problema, según me dicen: el cuerpo de hoy lo ven a través del recuerdo del cuerpo de ayer, porque la persona amada es intemporal, así se caiga a pedazos, y ahí reside la magia del amor duradero, que es una hermosa prestidigitación de los sentidos.

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